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Política económica tras la austeridad: ¿impulso al crecimiento o desregulación?

José Moisés Martín

Han sido necesarios cuatro años, varios millones de desempleados y un fuerte retroceso en los estándares de vida en prácticamente toda la eurozona para que los responsables de la política económica de la Eurozona comiencen a admitir, primero entre pasillos y luego con declaraciones escuetas y sujetas a interpretación, que la política de la austeridad ha sido un profundo fracaso.

Evidencia empírica no ha faltado durante todo este tiempo. El debate académico e intelectual generado entre 2010 y estas últimas semanas se ha saldado a favor de aquellos que consideran que la austeridad no es la mejor manera de garantizar las condiciones del futuro crecimiento. En circunstancias como las actuales, donde los tipo de interés están prácticamente a cero, la política monetaria deja de ejercer su efecto reactivador y solo operaciones masivas de inyección de liquidez, como las protagonizadas por la Reserva Federal y la más reciente del Banco Central de Japón, han tenido algún efecto en el crecimiento económico, y, paradójicamente, muy poco efecto en la generación de inflación.

La teoría económica nos advierte de que cuanto los tipos de interés están prácticamente a cero, las expansiones monetarias tienen muy poco impacto en la economía real, por lo que Keynes denominó la “trampa de la liquidez”, la cual explica que, por muy abundante que sea el dinero disponible, y por muy bajos que sean los tipos de interés, los agentes económicos prefieren retener esa liquidez adicional y no convertirla en inversión. Si no hay nueva inversión, la demanda agregada no impulsa la economía y el crecimiento se estanca. Esta es la situación en la que se ha visto envuelto Japón durante largo años y que ahora se quiere desatascar con la intervención masiva de su banco central. La única solución es la reactivación de la demanda, que, de acuerdo al modelo keynesiano tradicional, sólo puede venir de una política fiscal expansiva.

Esta corriente de pensamiento se ha visto enfrentada durante los últimos años a las posiciones intelectuales que defendían la austeridad, a través de la llamada “austeridad expansiva”, por la cual los ajustes fiscales y la corrección de desequilibrios macroeconómicos llevarían por un lado a mejorar la confianza de los agentes económicos, y por otro, al permitir un mejor acceso del sector privado a la financiación, al no tener que competir con un sector público ávido de financiar sus déficits fiscales. Según la tesis de la austeridad expansiva, una reducción del déficit público llevaría al incremento de la inversión del sector privado.

La realidad es muy tozuda y pese a las expansiones monetarias –muy limitadas en el caso de la Eurozona- y a la consolidación fiscal, la raquítica inversión privada no está siendo suficiente para reactivar la demanda y no ha producido el crecimiento esperado. Los países que han participado de esa estrategia se han refugiado en la búsqueda de competitividad internacional para suplir con demanda externa –las exportaciones- lo que la demanda interna no ha sido capaz de absorber. Sin embargo, cuando todos los países siguen la misma estrategia –depresión de la demanda interna y búsqueda de la competitividad internacional- el resultado es una “carrera hacia el fondo” en el que ningún país es capaz de salir de la crisis.

En España, el equilibrio de la balanza comercial, que mide la diferencia entre exportaciones e importaciones, aun siendo muy significativo, tiene importantes matices. El primero es que buena parte del equilibrio se ha logrado a partir del acusado descenso de las importaciones. El segundo es que no es capaz de compensar la brutal caída de la demanda interna, fruto de la pérdida de inversiones, de consumo y del acusado descenso del gasto público.

En este debate intelectual se ha movido la economía hasta que este mismo año dos pilares analíticos de los defensores de la austeridad se han derrumbado. El primero de ellos fue la constatación, por parte del economista jefe del FMI, Olivier Blanchard, de que los efectos sobre el crecimiento de los recortes de gasto público fueron mucho mayores de los que inicialmente se calcularon. Blanchard zanjaba de esta manera, en Enero de este mismo año, el debate sobre los llamados “multiplicadores fiscales”. La conclusión de su nueva investigación es que, al contrario de lo inicialmente sostenido, el efecto de la reducción del gasto público en el crecimiento es mucho mayor de lo esperado.

El segundo pilar que ha sufrido un fuerte varapalo ha sido la relación entre deuda pública y crecimiento. En un famoso artículo firmado por Kenneth Rogoff y Carmen Reinhart, se establecía una fuerte relación entre alta deuda pública y bajo crecimiento económico, de manera que, pasado cierto nivel de deuda pública, se incrementaba notablemente su efecto ralentizador sobre el crecimiento. Hace unas semanas, se ha demostrado que el artículo de Reinhart y Rogoff estaba mal planteado, con errores de cálculo, y se concluía que, si bien esta relación entre deuda pública y crecimiento sigue existiendo, ni tiene la fuerza que se afirmaba inicialmente, ni existe un punto de inflexión a partir del cual el crecimiento se hundiría.

Al mismo tiempo, otros analistas poco sospechosos de pertenecer a corrientes radicales, como Brad Delong o Paul De Grauwe, han publicado nuevos artículos en los que se evidencia que la austeridad incondicional es self-defeating, esto es, que su aplicación imposibilita el cumplimiento de sus propios objetivos: los países con fuertes procesos de consolidación fiscal no sólo no cumplen sus objetivos de crecimiento, sino que tienden a empeorar indicadores como la relación Deuda/PIB.

Cuestionados por lo tanto sus fundamentos teóricos, y acuciados por la realidad de bajo crecimiento y fuertes cifras de desempleo, los defensores de la austeridad han comenzado a cambiar sus puntos de vista. El propio presidente de la Comisión Europea, Durao Barroso, ha declarado que quizá ha llegado el momento de revisar las políticas de ajuste fiscal, al tiempo que los propios Reinhart y Rogoff han publicado un extenso artículo en el que, además de defender su punto de vista, de declaran en contra de la austeridad incondicional y proponen medidas más adecuadas para evitar las crisis de deuda.

Uno de los últimos baluartes de la austeridad, el Comisario Olli Rehn, se ha defendido de los ataques señalando que en realidad el problema no ha estado en la austeridad, sino en cómo se ha gestionado. Según Rehn, los gobiernos se han equivocado al incrementar impuestos para equilibrar las cuentas públicas, cuando lo que debían haber hecho es recortar gasto. De nuevo la evidencia empírica está en su contra. En un reciente estudio de Oscar Bajo, de la Universidad de Castilla-La Mancha, se evidencia que el recorte de gasto ofrece muchos peores resultados que el incremento de impuestos. Olli Rehn, responsable en última instancia de la aplicación europea de las políticas de austeridad, intenta echar balones fuera trasladando la responsabilidad a los países, países a los cuales él monitoriza y a los cuáles su equipo revisa y aprueba los planes de consolidación fiscal.

Con el debate en estas condiciones, no ha faltado quien ya ha “oficializado” la derrota intelectual de la austeridad. La propia Comisión Europea está alargando los plazos de consolidación fiscal de algunos países y suavizando algunas de las condiciones impuestas, como es el caso de España (aunque lo ha hecho de manera mucho más limitada con Portugal y Grecia).

La política económica post-austeridad debería traer consigo una nueva era de impulso público al crecimiento económico de la Eurozona, aun cuando las sendas de reducción del déficit se aligeran pero no se eliminan. La inversión en I+D, la financiación a las PYMEs y la inversión en capital humano deberían ser los principales beneficiados de este alargamiento de los plazos.

En cuanto al segundo pilar del ajuste, las llamadas “reformas estructurales”, serán también motivo de un fuerte debate. La liberalización de mercados (especialmente del mercado de trabajo), la privatización de sectores –no ya sólo por su coste económico, sino por razones de eficiencia y competitividad- y lo que se ha venido a llamar la “eliminación de privilegios” será el centro de atención en los próximos años.

Los defensores de la desregulación se encontrarán de nuevo con fundamentos teóricos a los que echar mano: según estos fundamentos, las liberalizaciones y privatizaciones traerán consigo la eliminación de privilegios no merecidos –excesivos salarios, beneficios extraordinarios- así como la ganancia de productividad y competitividad. Los que se resistan a las mismas serían, desde este punto de vista, los que quieren mantener sus privilegios inmerecidos frente al interés general.

La economía de las “reformas estructurales”, de la desregulación y la liberalización, es frecuentemente motivo de amplias controversias. En muchas ocasiones las regulaciones se han mantenido por interés social, o para evitar la aparición de fallos de mercado tales como oligopolios y monopolios. Las regulaciones han intentado, bien o mal, establecer criterios públicos para garantizar el bienestar social. En las regulaciones hay ganadores y perdedores, y también en las liberalizaciones habrá ganadores y perdedores. Sin embargo, su impacto será mucho más complejo de medir, precisamente por la existencia de fuertes intereses tanto a favor de las desregulaciones como en contra. El examen, caso por caso, de las mismas, marcará el camino a seguir en las “reformas estructurales” que querrán liberar el “potencial de crecimiento” de la economía española.

La intensificación de estas “reformas estructurales” será el punto de partida a este período post-austeridad. Pero no debe la ciudadanía confundirse con este debate: los resultados de estas reformas deberían medirse en términos del bienestar social que generan, bajo los criterios de eficiencia, pero también de equidad y justicia social. No todas las liberalizaciones son buenas, y no todas las regulaciones son necesarias. Los mercados perfectos no existen y en prácticamente todos hay oportunidad para generar monopolios y oligopolios sin beneficio alguno para los consumidores finales. Cualquiera que haya intentado llamar a un servicio de atención al cliente de una compañía de telecomunicaciones, o vea cómo se cierran sucursales bancarias en poblaciones rurales, o haya visto las fluctuaciones de los precios de la gasolina, o examine el devenir de algunas de las empresas privatizadas en los noventa, se dará rápidamente cuenta de que no todo es oro en las “reformas estructurales”.

Que España necesita una profunda agenda de reformas es claro: una agenda que permita eliminar el poder de mercado en el sector energético, una reforma en la gobierno corporativo de las empresas y en el control de los mercados financieros, reformas fiscales justas, y reformas en los mecanismos de rendición de cuentas de los poderes públicos. Reformas, en definitiva, que garanticen la extensión de la democracia, de los derechos sociales y la lucha contra la desigualdad. El inmovilismo no es una respuesta aceptable. La liberalización indiscriminada y la desregulación tampoco lo son.

El debate, de nuevo, está servido, pero lo que parece claro es que el fin de la austeridad a ultranza debería traer consigo la recuperación del impulso público en la generación de crecimiento, y un paquete de reformas orientadas a la igualdad y la eficiencia, como alternativa a una más que previsible vuelta de tuerca en la liberalización y desregulación de los mercados. De nuevo, el resultado final tristemente dependerá más de la política que de la técnica, de las relaciones de poder más que de las evidencias empíricas.

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