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Se acabó la fiesta

Alfons Cervera

Ganaron las elecciones autonómicas el 28 de mayo de 1995 y empezó la fiesta. No ganaron con mayoría absoluta esas elecciones, pero les ayudó a engalanar el escenario del triunfo la Unión Valenciana que se inventó Fernando Abril Martorell unos años antes, como un juego de espejos paralelos con aquella UCD en la que participaban igualmente nombres de altura como Manuel Broseta y Emilio Attard. El PP y UV gobernaron juntos (ya lo hacían desde 1991 en el Ayuntamiento de Valencia, comandado entonces por Rita Barberá gracias al famoso Pacto del Pollo) y ahí empezó la fiesta. Todas las fiestas. Ahí empezó a hacerse realidad el sueño millonario que el 11 de febrero de 1990 le contaba por teléfono Eduardo Zaplana a su camarada y concejal en el Ayuntamiento de Valencia, Salvador Palop. Ahí, aquel día victorioso para el PP de 1995, empieza la verdadera fiesta de un partido que, veinte años después, será considerado por la justicia con el calificativo de “banda criminal”.

Fueron 25 años de saqueo sin interrupciones ni miramientos de ninguna clase. Aunque no sólo eso. El vaciado de las arcas públicas para financiar su partido -y aumentar de paso el tamaño de sus cuentas corrientes particulares- fue la versión económica del latrocinio. Pero hubo otra igual de deplorable: la humillación a que se vio sometido un país que se moría de ruina y de tristeza mientras ellos paseaban orgullosamente su prepotencia insultante y su cinismo por las avenidas de la desolación. Cómo vamos a olvidar aquel paseo por el circuito de Cheste con Francisco Camps, Rita Barberá y el piloto Fernando Alonso dando vueltas a lomos de un Ferrari. Ahí queda la imagen cruelísima de la burla: como si el circuito Ricardo Tormo fuera un circo romano con las gradas rindiendo pleitesía al emperador.

Además, disfrutaron todo ese tiempo con un juguete que usaron a su antojo: RTVV. O sea: Canal 9 y Ràdio Nou. Todo estaba a su favor. Las guirnaldas de la fiesta pagadas con nuestros dineros, los sobornos empresariales, los altavoces con su música abombada por aquel selvático Hakuna matata que soltaba la garganta ronca de Rita Barberá aquel febrero de 1996 en un Mestalla repleto para rendir honores a José María Aznar y toda su tropa de falangismo revivido en honor de multitudes. Una tropa que en su rama valenciana sería como aquella “corte del monarca disoluta”, que cantaba Espronceda. Vicio a punta pala. Resopones en pijama y con caviar hasta el alba. Lujo como en la corte francesa de los decapitados. El no va más en los trinquetes de la farsa. La orquesta del Titánic tocando sin parar porque el iceberg asesino era como un cubito de hielo en la mar anchurosa de una inmortalidad firmada por los dioses.

Eran los tiempos gloriosos de un partido que con Zaplana iniciaba el ascenso a los cielos de una fanfarria inagotable, de los monumentos de cartón piedra que hubieran hecho las delicias de Samuel Bronston o Cecil B. de Mille para sus películas de romanos, de la desfachatez que acuñaría el derrumbe moral de una política secuestrada a los intereses de una ciudadanía que parecía sumida en la perplejidad y demasiados ratos en el desánimo.

Era como si aquella fiesta de tantos años ya fuera a durar siempre. Y así, con esas ínfulas de eternidad, vivían su parranda los del PP con Eduardo Zaplana, con Francisco Camps, con Alberto Fabra, con Rita Barberá, con Carlos Fabra, con Alfonso Rus… No importaban los nombres de los principales protagonistas porque en realidad sólo había un protagonista: el dinero. Nuestro dinero. Nuestro dinero gastado sin freno por el PP valenciano para su único y propio beneficio.

Pero no hay nada que sea para siempre. Ni lo bueno ni lo malo. Nada. Las guirnaldas se han convertido en barquitos de papel dando vueltas por la deriva de la Gürtel y los cien mil casos de corrupción que encharcan los suelos del PP. El Ferrari de Camps y Rita Barberá es un montón de chatarra arrinconado en los descampados ignominiosos del desguace. Aquel Hakuna matata estratosférico es ahora un hilillo de voz acatarrada ahogado en la derrota. Los cuerpos que bailaban desenfrenados hasta el alba ya no llevan ni pijama y andan desnudos buscando yogurts caducados en los contenedores de los supermercados.

El banquillo de los acusados donde se sientan algunos mandamases del PP valenciano es el mapa exacto de la iniquidad. Ahí tan serios sus rostros antes siempre con la sonrisa en la boca y la carcajada en la garganta. Ahí sus miedosas y cínicas excusas de prescripción de sus delitos: como “cobardes pecadores de la pradera”, que decía Chiquito de la Calzada. Ahí el final de la fiesta interminable.

Ahí la imagen patética de un Ricardo Costa recuperada hoy de las hemerotecas: “la fiesta en el PP no se acaba nunca”. Ni en el PP ni en València ni en ninguna parte gobernada por un partido que, si la justicia fuera justa, debería estar en proceso de ilegalización, como corresponde a toda banda criminal. Y repito: lo de “banda criminal” no lo digo yo, lo dicen los jueces. Por eso debería andar con más tiento Isabel Bonig cuando se limita a decir que ya han pedido perdón y que quienes se sientan en el banquillo no tienen que ver con el actual PP en que ella asienta sus poderes. Y tanto que tienen que ver, y tanto. Las huellas de la corrupción no se borran de la noche a la mañana. Y ella misma debería andar con un tiento especial -incluso con una cierta inquietud- ya que formó parte de los gobiernos de Francisco Camps y Alberto Fabra, ambos dos salpicados, como está más que demostrado, por casos de corrupción.

La fiesta del PP valenciano que empezó un mes de mayo de 1995 ha iniciado su declive. La música es ya una nota desafinada en los andamiajes desmontados de la corrupción. La bocina del Ferrari ya no la escucha ni dios. Me viene a la cabeza una de las viejas canciones de Serrat que más me gustan y que siempre me recuerda al principio de “Últimas tardes con teresa”, la novela imprescindible de Juan Marsé. La estrofa final de Serrat, el retrato anticipado, en vivo y en directo, de la caída del PP en los tribunales que se encargan de juzgar la corrupción de ese partido y el protagonismo de sus principales dirigentes: “Vamos bajando la cuesta / que arriba en mi calle / se acabó la fiesta”. No sé si Ricardo Costa conoce esa canción. Si es que no, puede cantársela al oído la misma Isabel Bonig, que se apunta fervorosa a los conciertos musicales y seguro que es buena entendida en esos menesteres. ¡Menuda panda!

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