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Fernando Sebastián, el regalo envenenado del Papa Francisco

El cardenal Sebastián. / Efe

Jesús Bastante

Se ha hecho tristemente famoso en los últimos días debido a sus polémicas, insostenibles y –a decir de quienes bien le conocen– incomprensibles declaraciones sobre gais enfermos y mujeres que abortan para disfrutar de la vida. Y sin embargo, Fernando Sebastián Aguilar (Calatayud, 14 de diciembre de 1929) podría haber pasado a la historia como el gran teólogo del pos-Concilio, el hombre que puso paz entre los nostálgicos del régimen y los aperturistas, el único obispo que paró los pies a Rouco Varela, o el ideólogo de la unidad de España como “bien moral”.

A sus 84 años, y cuando nadie –ni siquiera él mismo– lo esperaba, monseñor Sebastián se convertirá el próximo 21 de febrero en cardenal de la Iglesia católica. Un príncipe en tiempos de una “Iglesia pobre y para los pobres”, como predica Francisco, en la que los títulos cada vez suenan menos a poder y más a servicio. De eso sabe mucho el arzobispo emérito, el único en la historia de la Iglesia española que, cuando en 1982 fue nombrado secretario general de la Conferencia Episcopal, pidió al Papa Juan Pablo II dejar de ser obispo (lo era de León) para poder dedicarse por entero a una tarea muy difícil: la de intentar unir a las tres sensibilidades dominantes entre los obispos españoles de la época.

Y es que la Iglesia que sobrevivió al franquismo, que apenas un año antes dudó entre apoyar o no el golpe de Estado de Tejero, contaba con tres bandos netamente diferenciados. Los nostálgicos del régimen –capitaneados por el cardenal don Marcelo–, los aperturistas –con un cardenal Tarancón en retirada, a quien en poco tiempo Juan Pablo II condenó al ostracismo– y la nueva hornada de obispos, entre los que ya despuntaba un todavía joven Antonio María Rouco Varela.

Fernando Sebastián fue el pegamento que impidió que el Episcopado español saltara por los aires durante los Gobiernos socialistas: fue él quien negoció con Alfonso Guerra el sistema de financiación a través de la renta, la clase de Religión, y quien evitó las excomuniones a los políticos católicos tras la despenalización del aborto. Quien tuvo que poner paz cada vez que monseñor Setién y el hoy cardenal Estepa se enzarzaban a cuenta de las condenas a los atentados de ETA. Quien trató de mantener vivas algunas de las instituciones protagonistas del Concilio –fundamentalmente, la Universidad Pontificia de Salamanca o la Fundación Pablo VI–, mientras Karol Wojtyla imponía una Iglesia volcada en una férrea moral sexual y en la condena de toda disidencia, que todavía –como bien sabemos– perdura en nuestro país. Pese a los vientos, afortunadamente distintos, que soplan en la Roma de Francisco.

Religioso claretiano, abandonó la congregación para convertirse en obispo, dejó el episcopado para ser secretario de la Conferencia Episcopal, y sólo en 1991 regresó a una diócesis –Málaga y posteriormente, y hasta su jubilación, Pamplona y Tudela–. Pero su verdadera pasión siempre fue la Teología. Especialista en Teología fundamental, Pastoral de los Sacramentos y Filosofía Contemporánea, Fernando Sebastián fundaba en 1966, justo al fin del Concilio Vaticano II, la revista Iglesia Viva, que dirigió hasta 1971, y en la que se dieron cita los principales teólogos renovadores. También fue decano de la Universidad de Salamanca, donde llegó a ser rector.

En la Conferencia Episcopal, se le considera el autor intelectual de la práctica totalidad de los documentos episcopales en los años ochenta y buena parte de los noventa, cuando se hizo patente su alejamiento de un cardenal Rouco Varela que ya había tomado el mando y dirigía, con puño de hierro, el rumbo de la Iglesia española. Con todo, Sebastián logró la vicepresidencia del Episcopado durante nueve años (de 1993 a 1999, con el aperturista Yanes en la presidencia, y de 2002 a 2005, elegido por los obispos para frenar el poder del ya todopoderoso Rouco Varela).

La Falange y Euskadi

Políticamente conservador, llegó a recomendar el voto para La Falange, pero siempre defendió la presencia de los cristianos en la vida pública, fuera en el partido que fuese. Defendió como nadie la unidad de España frente a los “separatismos” vasco y catalán, pero no dejó de firmar pastorales conjuntas con los obispos de Euskadi. Y siempre pasó por ser hombre moderado, abierto en lo eclesial y querido por la mayoría.

Quiso pasar sin hacer demasiado ruido, pero en los últimos años, ya siendo obispo emérito –Benedicto XVI le aceptó la renuncia en 2007–, tuvo que afrontar, como delegado del Papa, la reforma del polémico instituto Lumen Dei. Tras la experiencia, se retiró a Málaga, donde vive en una residencia de sacerdotes jubilados junto a otro obispo emérito, Antonio Dorado. A sus 84 años, con achaques y “cada vez más cascarrabias” –dicen sus cercanos–, el Papa Francisco quiso premiar sus años de servicio a la Iglesia. Lo hizo con el capelo cardenalicio, aunque al tener más de 80 años no podrá votar en un futuro Cónclave.

Nadie, y mucho menos Francisco, esperaba que el maestro de teólogos, el hombre que supo lidiar, y negociar, con opiniones radicalmente distintas a la suya, tanto en lo político como en lo religioso, celebrase su púrpura asegurando que la homosexualidad es una deficiencia como su hipertensión, que las uniones gais no son legítimas o que, y esto último es textual, “todas las mujeres que quieren abortar lo que buscan es quitarse del medio a sus hijos para disfrutar de la vida”. Un premio envenenado, que puede volverse en contra del propio Bergoglio.

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