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Los cazaremos

Juan Manuel Moreno, durante su visita a la zona afectada.

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En los momentos más angustiosos del incendio de Sierra Bermeja, que ha sobrecogido a cualquiera con un mínimo de interés sobre el futuro del mundo que habitamos, hubo una comparecencia del presidente Moreno Bonilla que en lugar de tranquilizarme redobló mi desasosiego. Esperaba explicaciones sobre la evolución del fuego. Si acaso la consabida retahíla de proyectos atropellados inherentes a estas situaciones, o esas promesas para capotear las crisis que luego se disipan con la primera ráfaga de viento. Pero no que al final de sus palabras, y sin pregunta previa, achinara los ojos y con el tono justiciero de un héroe de wéstern (ya saben, esos que representan al bien sin ambages) se refiriera a los presuntos autores del siniestro: “Que sepan que vamos a ir a por ellos (...), si me están escuchando que no duerman tranquilos (...) porque los cazaremos”. Lo mismo soy muy rara: a mí este tipo de cosas, lejos de aliviarme o serenarme, me parecen un pobre consuelo extemporáneo, chirriante, una muestra cristalina de impotencia y, sobre todo, una respuesta inútil e impropia en un gestor público del que se anhelan soluciones y no una yerma belicosidad de campanario.

La teatralización de la política carece de límites. Lo hemos visto con la pandemia: ni siquiera en medio de una alarma de proporciones gigantescas hemos dejado de asistir a la función diaria del intercambio de invectivas repletas de simplezas, un espectáculo fútil, desesperante, y casi siempre desolador. Definitivamente, la infantilización es el signo de nuestro tiempo. El lenguaje simplificado del cómic se ha apoderado de todo, como si la apelación constante a los sentimientos para mover emociones fuera la única manera de resolver entuertos. ¿De qué sirve que Moreno-John Wayne enseñe los dientes y prometa perseguir a los desalmados bandidos por desiertos polvorientos hasta dar con sus huesos en una cueva recóndita y los arrastre, dando trompicones y atados a su cabalgadura, ante la ley? ¿De qué sirve esa determinación vengadora mientras las llamas devoran miles de hectáreas de un hermoso bosque que tardará décadas en volver a crecer? El relato arquetípico del malvado enemigo es la espina dorsal que sostiene muchos discursos políticos. Demasiados. No saben dar ni un paso sin él, la estructura se desmorona. Aunque se trate de un enemigo difuso, desconocido, ausente e indeterminado, como el caso de estos anónimos incendiarios que deben permanecer insomnes porque Moreno sigue su rastro como un sabueso sagaz e indesmayable. Enseguida se organiza la narrativa que fija la atención en el malo y el mensaje se canaliza por ahí. De hecho, esta parte de la intervención del presidente fue la que destacaron los medios.

Es normal que un responsable público recuerde que se aclararán los hechos y que el delito, de haberlo, no quedará impune. Lo que desafina es el lenguaje, la arenga que calienta las gradas, el aliento de la sobreexcitación

El abuso del comodín de la perfidia ajena es uno de los factores que ha contribuido a engordar la refriega política que últimamente trastorna la convivencia. Entiéndase: no es que los causantes de la catástrofe no sean deleznables, lo son. Deben ser localizados, juzgados y sentenciados. Y es normal que un responsable público recuerde que se aclararán los hechos y que el delito, de haberlo, no quedará impune. Lo que desafina es el lenguaje, la arenga que calienta las gradas, el aliento de la sobreexcitación. El oportunismo. Hay expresiones que dicen bastante más que las palabras que las integran, acuñaciones verbales que llevan implícitas toda una declaración de intenciones, como ese “a por ellos” que saltó de la competición deportiva a las turbamultas callejeras de ultras y fanáticos, y de allí a los cánticos de la extrema derecha. Algunos términos son incompatibles con el ejercicio de la actividad pública: se “caza” a los animales, no a las personas, por mucho que sean posibles delincuentes. Quienes se ponen tres veces al día delante de un micrófono deberían medir el grado de agresividad y orillar esta clase de enunciados. Si bien es cierto que Moreno suele gozar de indulgencia plenaria. Ya he comentado otras veces su asombrosa (y misteriosa) cualidad de lanzar ataques tempestuosos que son percibidos como una brisa suave. 

Además, el que entiende de incendios asegura que los castigos ejemplares no generan un efecto disuasorio. Las investigaciones para descubrir el origen son laboriosas y complejas, y aún más los procesos judiciales, que pueden alargarse lustros sin que finalmente los condenados asomen por la prisión. La Junta lleva personándose en los procedimientos desde 2000, no es ninguna novedad. Para mí lo relevante es que desde entonces ha crecido la conciencia y la responsabilidad del ciudadano, quien lejos de contemplar el fuego como algo ajeno que atañe únicamente a otros, se siente concernido y lo concibe como una desgracia colectiva. Importan la educación, la sensibilización, una buena gestión forestal el año entero y un sistema público de prevención y extinción fuerte y suficientemente dotado. Andarse con tontunas de cacerías y dedos justicieros en plan Capitán Trueno no solo es ridículo (el propósito de despejar el balón resulta descarado), es que ni serena ni reconforta.

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