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Nada esenciales

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En realidad, tampoco tiene tanta importancia. Peor fue lo de Platón, que dejó a los poetas fuera de La República. Diversas doctrinas impidieron que a los actores se les sepultara en sagrado y la revolución cultural china les condenó a trabajos forzados, mientras Beethoven pasaba a las listas negras. No sólo hubo un pianista en el gueto de Varsovia o en los campos de concentración nazis, cuando en Auschwitz, al menos, David Olere pudo pintar sus horrores.

Tampoco faltaron filósofos en el Gulag o tomando cicuta por orden de emperadores. Si Pepe Carvalho quemaba libros, la Inquisición quemaba a quienes los leían. Para François Villon, no hubo Amnistía Internacional que le sacase del corredor de la muerte. Horca para él, paredón y cuneta para Federico García Lorca o Pedro Muñoz Seca, mientras a Víctor Jara le partieron las manos antes de ejecutarlo.

Reinaldo Arenas pudo escapar de Cuba con los marielitos, pero Oscar Wilde se inspiró en su prisión para escribir “De profundis”. Rafael de León conoció una checa pero Canalejas de Puerto Real se comió ocho años en las cárceles del franquismo, donde no sólo murieron (Vicente Aleixandre dixit) a Miguel Hernández, sino por donde pasaron Antonio Buero Vallejo, Eva Forest, Alfonso Sastre o José Manuel Caballero Bonald, por citar casos distintos y diversos: aquella misma dictadura, a Ramón Puyol le conmutó la cadena perpetua a cambio de restaurar los frescos de Tiépolo de El Escorial. Vladimir Maiakovsky tuvo que suicidarse para que su obra sobreviviese al Soviet Supremo. Teresa de Ávila y Juan de la Cruz hubieron que vérselas con el Santo Oficio. Todo ello sin olvidar que Ezra Pound y Leopoldo María Panero conocieron los manicomios o que Ovidio fue condenado al Ponto Euxino por escribir un poema de amor a la esposa de Octaviano.

Frente a todo ello, que ahora la cultura no sea una actividad esencial, cuando de nuevo tocan a rebato las campanas de los distintos confinamientos, no deja de ser una broma macabra. Un juego de niños si se tiene en cuenta cómo ha tratado históricamente el poder a los artistas. Hubo tiempos en que prohibían directamente los teatros, ahora los condenan al cierre bajo horarios imposibles y si el miedo al bicho es tan libre como respetable, que se sepa, apenas han existido rebrotes de la COVID-19 entre sus bambalinas y el patio de butacas.

Que ahora la cultura no sea una actividad esencial, cuando de nuevo tocan a rebato las campanas de los distintos confinamientos, no deja de ser una broma macabra.

Cuando nos confinaron en marzo, los cantautores nos aliviaban el luto con sus conciertos en streaming. Desde las tablets, los monologuistas nos metían en la cama a carcajadas. Podíamos aprender on line a bailar indistintamente sevillanas y seguidillas manchegas: habrá que esperar a conocer los tráficos de youtube para calibrar el impacto que los tutoriales sobre muñeiras, cantos maoríes o jigas irlandesas tendrán sobre el procés de Catalunya. Podíamos asistir de gratis a conferencias magistrales y presentaciones de libros que era un tanto inútil presentar.

Si las consultas en materia de salud mental no crecieron entonces por encima del 20 por ciento que crecieron, quizá se deba a los cuidados paliativos de esa tropa de cómicos, creadores plásticos que usaban las pantallas como un lienzo, violinistas en el tejado de las redes sociales, sanadores de la palabra, risoterapeutas, novelistas de Twitter, titiriteros hale hop del instagram al Facebook. Muchos les aplaudíamos. Como en el caso de los sanitarios, íbamos bien de compás a las palmas, pero muy mal de memoria. Cuando nos levantaron el arresto, olvidamos la melodía.

En cuanto fueron entreabriendo las puertas y las calles, unos aplausos y otros –salvadas las distancias y su diferencial de riesgo, por supuesto--, fueron cayendo en el olvido. Los benditos hechiceros de la medicina, enfermeras, celadores, limpiadoras de hospital, volvieron a lo de siempre: a la falta de recursos y a los gritos en los ambulatorios de atención primaria. Y el artisteo, a un paro sin cola: España medio abría y los tablaos medio cerraban, revalidando aquella vieja queja de un cantaor cuando la crisis del ladrillo, que se lamentaba de lo chunga que era porque había tenido que vender dos chalets para salir del agujero.

Si las consultas en materia de salud mental no crecieron entonces por encima del 20 por ciento que crecieron, quizá se deba a los cuidados paliativos de esa tropa de cómicos, violinistas en el tejado de las redes sociales

Ya no quedan chalets en venta y hay músicos –no sólo flamencos—que han tenido que vender su antiguo bajo eléctrico para poder llenar el frigorífico ese mes. Guitarristas de excepción celebran haber encontrado un curro como repartidores de Amazon. Al borde del Ingreso Mínimo Vital, la precariedad del sector tampoco da para un seguro de paro.

A los responsables públicos de casi todos los partidos –adivinen cuál no--, se les suele llenar la boca de elogios hacia la intelectualidad y los musiqueros, pero a la hora de la verdad no les etiquetan como actividad esencial en esas tablas de la ley a las que llamamos boletines oficiales. ¿Dónde quedaron las encendidas arengas sobre la necesidad de alimentar el alma y no sólo el colesterol? Si las bravas mujeres que se manifestaban a comienzos del siglo XX al grito “no sólo queremos pan, queremos rosas”, lo hicieran hoy, se tendrían que conformar con una telera o una barra integral, en el mejor de los casos.

El coronavirus no sólo está acabando con nuestros pulmones, sino con nuestros valores. ¿Si la actividad laboral es esencial, por qué no lo es también el trabajo de las cigarras? Si la industria cultural supone el 3 por ciento del PIB español, calculando a la baja, ¿por qué a la hora de la verdad no se le considera industria? Si los colegios están abiertos para que nuestra chiquillería tenga educación en carne y hueso, ¿por qué hemos dejado de educarnos en Moliere y en Viva Suecia, por qué condenar a los cines a las matinés o reducir una exposición a un catálogo por QR? Buenas preguntas para que las contesten diversos presidentes autonómicos, pero sobre todo el ministro de Cultura.

Ya estamos acostumbrados a que no invirtamos suficiente en I+D+I, pero juraría que, hasta ahora, lo mejor de España siempre se llamó Cervantes, Velázquez, Goya, Picasso, María Zambrano, Emilia Pardo Bazán o Carmen Amaya. Ahora que muchos llevan banderas rojigualdas en las mascarillas, condenamos al cierre a los principales referentes de la Marca España. Algo está fallando y no es sólo una sanidad esquilmada. La sensibilidad también figura ya, de pleno derecho, entre las secuelas crónicas de la COVID-19. La cultura, a los ojos de las actuales ordenanzas, no es esencial. Pero tendría que ser nuestra esencia. 

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