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Cosas que ya no existen

Patio del Parlamento de Andalucía |Foto: Parlamento

Isabel Pedrote

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Se adquiere conciencia del paso del tiempo cuando un día te sorprendes haciendo inventario de las cosas que ya no existen. Suele ocurrirme sobre estas fechas al volver a la casa familiar de la playa, al mismo mar de todos los veranos, como el título de la primera novela de Esther Tusquets. Árboles que han desaparecido, senderos que dejaron de serlo, edificios alzados en huecos inverosímiles; un paisaje modificado apenas reconocible. Nada es como era y el extrañamiento con lo que me rodea me da la medida exacta de lo ausente y de lo perdido. También el estado de los objetos tiene el poder de tasar el tiempo: los desconchados de la pintura, el color desleído de las cortinas, la solería levantada, las rejas manchadas de óxido, el veteado de grietas en el techo. 

Con la política y el periodismo tengo una sensación parecida. Es tan extenso el recuento de los modos y las cosas que ya no son y, sobre todo, tan punzante la evocación de las personas que ya no están, que resulta casi imposible escapar a la nostalgia. El otro día me encontré en la calle a un agitador impenitente de épocas pasadas que hacía mucho que no veía y me congratuló comprobar cómo conservaba aún intactas las trazas de digno perdedor infatigable, de rebelde maldito. Repasamos el repertorio de los usos periodísticos y políticos extinguidos entre risas y socarronería mutua, con un punto de incredulidad sobre aquellas certezas que dábamos por inamovibles y que los años han contradicho.  

La mirada actual se infiltra a veces en la memoria y crea una angulación que distorsiona. Los que hemos conocido otras etapas de la política y el periodismo añoramos unas formas que recordamos menos complicadas y más sólidas, aunque en realidad no lo eran. Pensamos que entendíamos mejor las reglas, que eran más sencillas; sin embargo, ahora desde luego no estaríamos dispuestos a cumplirlas. Ni los hábitos de las redacciones fuertemente masculinizados de entonces, por ejemplo, con unas herramientas de trabajo antediluvianas -¿cómo se podía hacer información sin teléfono móvil?-, ni el mutismo partícipe ante operaciones políticas que hoy serían intolerables, o ante gobernantes grotescos como ese chocarrero Jesús Gil que nos ha devuelto la serie de HBO, durante cuyo visionado es difícil no tener la boca abierta.

Quizás lo que verdaderamente echamos de menos es aquel espacio en el que fuimos más jóvenes y confiados. Al confeccionar el censo de las cosas que ya no existen es importante el rescate integral de lo verdaderamente sucedido, porque los recuerdos acostumbran a vagabundear y relajar el rumbo hasta dar carta de naturaleza a falsas remembranzas. Tenemos personajes que han tomado el relevo del mencionado Gil, como algunos de los próceres de la ultraderecha, igual de histriónicos que él, a los que los medios les prestan una atención también desmerecida -si bien no han alcanzado el hito de darles un programa remojándose en una piscina-, pero el candor que todavía mantenemos felizmente ha perdido muchas dosis de bobería. La sagacidad ha ganado enteros y eso es muy buena noticia. 

En cualquier caso, el catálogo de lo que se quedó atrás, lejos de producirme languidez y el abatimiento, me funciona más como una inyección de brío, un acicate para celebrar el presente y sus posibilidades. El coraje como rebelión contra la melancolía que a mí me asalta al llegar el verano mientras al común de los mortales le pasa con el otoño. No soy muy de anclarse en el pasado y de regodearse en épocas supuestamente excelentes, pese a que presumo de contar con una memoria por encima de la media, lo que te da tanto para extraer enseñanzas aprovechables como para deshacer los mitos injustamente asentados.

“No perdamos nada de nuestro tiempo; quizá los hubo más bellos, pero este es el nuestro”, reza una frase atribuida a Jean Paul Sartre. Sé que es complicado pensar en festejar precisamente esta fase política, que a día de hoy no se sabe siquiera adónde va a ir a parar, ni identificarse con el comportamiento poco edificante de la clase dirigente, a quien vemos trapichear con nuestros votos como si apostasen en una timba de jugadores pendencieros. Tampoco hay motivos para sonreír ante determinada prensa y sus sacerdotes de la mentira. Pero es nuestro tiempo, y siempre es el momento de hacer las cosas bien y contribuir a cambiarlo. Prefiero quedarme con eso. Feliz verano.

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