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El soberanismo de las concertinas
Hace años, en el interior de un alternativo ateneo libertario de Barcelona, participé en una de las mayores conversaciones de besugos que he disfrutado, y son muchas. Uno de sus fundadores me recordaba cómo el franquismo había intentado acabar con el catalán llenando sus tajos de emigrantes andaluces, murcianos, extremeños, aragoneses, castellanos, ya se sabe, charnegos de toda suerte.
No dejó de sorprenderme: uno de ellos fue mi tío Juan Rubio, que había sobrevivido a la batalla del Ebro y al campo de concentración de Argeles-Sur-Mer. Amaba Cataluña, que le había dado techo, empleo y esperanzas, en el dédalo obrero de Sant Andreu, a dos pasos del Puente Dragón. No sé si fue él, Salvador Espriu, Pere Quart, Serrat o Lluis Llach, o acaso Vicent Andrés Estellés, quienes me contagiaran de amor por el catalán, esa lengua tan musical como poética por la que sigo sintiendo devoción. Lo cierto es que, ya liquidando los años 80 y en pleno imperio Pujol, le sorprendí farfullando a su regreso del Centro de Día de la Tercera Edad. Así que le pregunté por qué estaba tan encorajado y me espetó que ya allí no se podía hablar más que catalán: “Pero, tito, le repliqué, si a ti siempre te ha gustado”. Su respuesta me da que pensar todavía: “Sí, sobrino, pero no tanto”.
Lo cierto es que, un par de décadas más tarde, en aquel refugio anarquista y LGTBI, continuábamos la charleta al calor de unos vasos: “Y lo mismo que ocurrió entonces –seguía reflexionando mi anfitrión--, España quiere ahora acabar con nuestra lengua llenándonos de inmigrantes que no la hablan”. Me imaginaba pidiéndoles el F2 de ampurdanés a los magrebíes o senegaleses que quisieran buscar allí curro o refugio.
-Me sorprende –le dije—que te preocupe más la pervivencia de una lengua que los derechos humanos, siendo anarquista como eres.
- Ah, ahí no me pillas –repuso--. Cuanto más pequeño sea el Estado, más fácil acabar con él.
Ignoro si esta dialéctica habrá tenido algo que ver en el acuerdo entre PSOE y Junts per Catalunya para pactar la delegación de las competencias en materia de inmigración. Plenas, afirman los soberanistas. A tiempo parcial, Pedro Sánchez dixit, ya que al Estado español se le reserva la nobilísima potestad de expulsar o no expulsar a cualquier hijo de otros vecinos que acabe con sus huesos en nuestros predios.
Sorprende que el soberanismo catalanista o españolista se dirima en quién gobierna las concertinas, de fabricación andaluza, por cierto
No sé si la banda sonora de este melodrama la pone Heribert Barrera y su temor a que los inmigrantes desestabilizaran la autonomía, o Marta Ferrusola, en la creencia de que venían a cerrar iglesias románicas para abrir mezquitas. Visto lo visto, probablemente, guarde relación con el cuchicheo de los alcaldes del Maresme que en lugar de suscribirse a Netflix deben pasar las noches releyendo a Josep A. Vandellós, quien ya, en 1935 y en su obra “Catalunya poble decadent”, atribuía a los inmigrantes la plusmarca de la delincuencia. Claro que quizá también podría ser una forma de ponerse a la par con la extrema derecha catalana, que ya está tardando en organizar un castell con Vox cualquier día de estos.
Sin embargo, sorprende que el soberanismo catalanista o españolista se dirima en quién gobierna las concertinas, de fabricación andaluza, por cierto. Ya el gobierno más progresista de la historia de España nos dejó patitiesos y ojipláticos al ponerse a silbar con disimulo, el 24 de junio de 2022, cuando la frontera con Melilla se llenó de cadáveres en la alambrada del Barrio Chino, en Nador. Año y medio después seguimos sin saber cuántos la palmaron, por qué y quienes son los culpables. Sorprende que la última Reunión de Alto Nivel entre España y Marruecos no acabara con un par de cabezas administrativas o políticas cortadas a modo de regalo de bienvenida, como cuando los equipos de fútbol se intercambiaban banderines al inicio de los partidos amistosos.
La discreta presidencia española de la Unión Europea finalizó en diciembre con el Pacto sobre Migración y Asilo que los 27 cerraron. Nuestro interiorista Fernando Grande-Marlaska lo calificó, como no podía ser de otra manera, como un acuerdo “histórico”. Tres años de negociaciones y el titular no fue más que el de poner precio a los migrantes: si la Italia de Meloni no los quiere en su territorio, que pague una morterada y, como si fueran Turquía, ya se los enviamos a otros países comunitarios más menesterosos o más solidarios.
Para este viaje, no hacen falta alforjas, solía decir también mi tío Juan. Lo suyo habría sido, desde hace mucho, que el Gobierno central y las autonomías se pusieran de acuerdo sobre cuestiones tan simples como la urgente necesidad demográfica que sigue teniendo España en su conjunto; que casi tantos inspectores de trabajo como policías de frontera harían falta para que se dejara de semi-esclavizar a sin papeles en nuestro agro o en nuestras obras; que el mejor remedio contra las bandas es el de ofrecer alternativas al inframundo de los suburbios a los que los franceses llaman “banlieux”, con el mismo glamour que no se atrevieron a llamar metecos a Pablo Picasso, a Georges Moustaki o a Agustín Gómez Arcos; que cabría ordenar el cotarro para que ni las autonomías ni el Gobierno central expulsen a inmigrantes, menores o mayores, sin asistencia letrada, dopados con haloperidol o, al menos, hacia ciudades o países que no fueran los suyos: al paso que vamos, lo mismo a la Generalitat le da por hacer un Rishi Sunak y pide el barco de Piolín para llenarlo de moros y de negros a los que se exigirá que antes de montarse otra vez en la patera se pasen por la escuela de idiomas.
No hace falta delegar o transferir o concentrar las competencias en materia migratoria. Lo esencial es que alguien, desde la periferia a La Moncloa, las asuma: la única manera razonable de estimular la convivencia es que pueda existir; que los nadie no miren a otros nadie con la desconfianza de quienes vienen a hacerles competencia en las colas del hambre; que nos apercibamos de que más van a mangarnos las poderosas multinacionales que los débiles internacionales; que entre Sotogrande y La Cañada haya un punto geométrico en donde contraiga domicilio la justicia.
Comprendan mi estupor: “Estoy muy preocupado. Poner eso en manos de gente que entiende de la inmigración algo parecido a Vox me preocupa de una manera progresista. Si lo pidiera Vox todo el mundo se rasgaría las vestiduras, pero lo pide Puigdemont para lo mismo y eso no tiene nada de progresista, eso es reaccionario y además no me parece constitucional”. Por una vez en la vida, qué horror, estoy de acuerdo con Emiliano García-Page. Voy a hacérmelo mirar, no se preocupen.
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