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(Sueños)
Hacía tiempo que no sabía nada de mi amiga S. hasta hace unos días que me guasapeó para celebrar que tras meses de cacería por el centro de Sevilla, por fin ha encontrado casa. Donde hay una casa bien puede haber un sueño, me digo. No sé si los sueños tienen humedades, paredes desconchadas, poca luz natural, cables pelados y apenas treinta metros cuadrados, pero llamo a su puerta y S. me abre embutida en su júbilo. Me viene a la cabeza un coach que conocí y que repetía continuamente la letanía de que los sueños no se cumplen, los sueños se trabajan.
S. lleva trabajándose su sueño durante meses, años, cuatro décadas –diría yo– desde que comenzó a buscar un trabajo digno que le permitiera independizarse, comer, vestirse, socializar de vez en cuando. Me siento en una de las dos sillas que tiene el apartamento y quiero compartir su alegría, pero la banqueta está coja y yo solo escucho el crujido de la tristeza en cada mueble, en la única ventana que descubro, en las grietas de las paredes, bajo la alfombra que silencia la cochambre.
¿Cómo se hacen los sueños a los cuarenta?
S. me dice que se hace así: se sale de la adolescencia dando tumbos; se olvida una de la infancia, de la habitación de la infancia, del hogar de la infancia –a veces feliz, otras no tanto; se busca una en la vocación que colgó con chinchetas en el corcho de su cuarto cuando los sueños no hacía falta trabajarlos, tan solo atesorarlos; se busca una junto a los pósteres de Police, Pink Floyd y el de aquella pareja semidesnuda que tu madre arrancó de cuajo por falta de decoro. A veces al póster se le doblan las esquinas y las arrugas lo marchitan. A veces no se encuentra. A veces una no se encuentra por más que se busque.
Pasan los años y una continúa trabajándose los sueños a base de psicología positivista. Hasta que llega el ‘coliving’, el ‘nesting’, el ‘staycation’, el ‘freeganismo’, me dice. Todo un repertorio de neolengua orwelliana para la pobreza: compartir piso para poder llegar a fin de mes, no salir de casa los fines de semana para no gastar dinero, quedarse también durante las vacaciones de verano, buscar entre los restos de productos desechados por los supermercados cercanos. Se levanta una por las mañanas también a fuerza de trabajárselo: abrir los ojos, mirar para otro lado si el pelo ya se cae, barrer los trozos que una va dejando en el suelo, los hijos que no tuvo porque no quiso o no pudo o no quiso ni pudo, lavarse la cara para soliviantar el ánimo, vestirse. Y luego salir a la calle atolondrada, perdida, pero trajinándose siempre las ganas de.
Me digo que a veces hay que darle un nombre a las cosas para poder salvarse, para poder sentirse parte de este entramado que llamamos vida sin perder la cordura y disfrutar nuestra propia distopía. Así es como se construye una casa ahora en el centro de muchas ciudades, siendo funambulista en un taburete cojo.
Mi amiga me hace un recorrido por la casa arrastrando los pies (670 euros mensuales): me habla de las visitas pagadas (35 euros); me muestra la cama (120 euros); la mesita en la que escribe (69,99 euros); el armario (115 euros). Le pregunto por los precios que me canta al mostrarme cada objeto y me comenta desconcertada que aún no está segura de por qué pone los importes entre paréntesis coronando cada objeto, pero que estas notas mentales la ayudan a reconciliarse con la realidad y a evitar la tentación de vivir una vida que no es suya y, sobre todo, por encima de sus posibilidades. Me ahorro preguntarle por las posibilidades de las que me habla, pero cuando me marcho de su casa la alegría ha cedido su espacio al desvelo.
Hoy he vuelto a visitarla. Me inquietan las manchas de color esparcidas por el apartamento: dos cojines amarillos (45), un paño verde intenso (22), una vela (8), unas barritas de incienso (12). Su casa es oscura, incierta, con manchas verdes. Nuestra conversación se torna ahora verde, incierta y oscura porque tras cada sustantivo añade paréntesis desenfrenados.
Yo le hablo, le ofrezco mi amparo, pero insiste en su fortaleza y en que se vive bien siendo un inciso sin concesiones, una acotación de su propia existencia. Y que entre unos paréntesis, aunque yo no lo crea, también es posible trabajarse un sueño
Tu (22) es precioso, le digo. S. sonríe. Ha decidido usar los paréntesis no solo para su casa o para los escasos muebles que ha comprado, montado y reciclado. A veces hay que darle un nombre a las cosas para poder salvarse. Otras, me dice, hay que poner el nombre real entre paréntesis para no tenerlo demasiado presente y poder olvidar de tanto en tanto el engaño, ser capaces de una complacencia novelesca, poco verosímil aunque refinada. No sé qué pensar de ese distanciamiento de una misma y de cómo se nutre para conformar su realidad. Me pregunto qué acotación verá al mirarme, sentada en el taburete lisiado de la cocina.
Comiéndose un yogur, me dice:
–No te preocupes. Los yogures no tienen fecha de caducidad. Es mentira. Y además, yo soy más fuerte que yo, como escribió Clarice Lispector en aquella novela.
Aunque no lo demuestro, llevo tiempo preocupada por mi amiga. Desde ayer ha decidido ponerse también ella entre paréntesis, como queriendo olvidarse de sí misma. Y yo le hablo, le ofrezco mi amparo, pero insiste en su fortaleza y en que se vive bien siendo un inciso sin concesiones, una acotación de su propia existencia. Y que entre unos paréntesis, aunque yo no lo crea, también es posible trabajarse un sueño.
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