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De “abogados” a “abogacía”, una cuestión de justicia lingüística y social

Un grupo de abogadas de Sevilla, tras el acto de inauguración del rótulo de la nueva Plaza de la Abogacía el pasado 18 de diciembre

Ígor Rodríguez Iglesias

Profesor del Área de Lengua Española de la Universidad de Málaga —

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La reciente decisión de una jueza de desestimar la demanda por la votación para que el Colegio de Abogados de Sevilla pase a denominarse Colegio de la Abogacía ha reavivado un debate que trasciende lo meramente nominal y pone en el centro la relación entre lengua, discurso y sociedad. Esta resolución no solo ignora principios fundamentales de la lingüística, basándose en un argumentario lingüísticamente (en referencia a tal ciencia) falaz, sino que perpetúa un orden social históricamente patriarcal, al no observar (y la inobservancia de una ciencia no exime de su validez) que la lengua, como herramienta de representación y práctica social, reproduce, refuerza o transforma la realidad. Los discursos mismos reproducen un orden social y cada unidad lingüística con significado de cada nivel formaliza y designa la realidad social, material o natural. 

Como muchos de los argumentos contra el lenguaje inclusivo entremezclan tradición gramatical y estructuralismo (realmente, es un estructuralismo aplicado al prescriptivismo tradicional, caracterizado por un patriarcado y nacionalismo metodológicos), vamos a examinarlos.

No existe, en términos lingüísticos, un masculino neutro, no marcado o genérico, idea en la que fundamenta su discurso la jueza. Si, al decir de la propia RAE y el resto de Academias, en la Nueva Gramática de la Lengua Española, el género neutro como tal no aplica en español a sustantivos, lo de masculino neutro es un sinsentido. Por otro lado, la idea de que el masculino gramatical puede funcionar como un término “no marcado”, abarcando a hombres y mujeres por igual, es una interpretación que ha llegado a nuestros días a través del lingüista ruso R. Jakobson y que, aunque válida en el ámbito de la fonología, resulta discutible cuando se traslada al significado morfológico. Término no marcado es traducción de “merkmallose Glied”, tal como fue escrito por N. S. Trubetzkoy en el original alemán de su libro Principios de Fonología -p. 75- (la traducción literal del alemán al español es “miembro sin rasgos distintivos”, aunque se tradujo en español como término no marcado para nunca más, lamentablemente, volver al original; unmarked member, en la versión en inglés). Es una aplicación fonológica de una conceptualización más nocional que semántica realizada previamente por otro ruso de finales del XIX, miembro de la Escuela de Moscú: F. Fortunatov, que también desarrollarán parcialmente el suizo F. de Saussure y su discípulo Ch. Bally, así como los miembros de la Escuela de Praga (como Jakobson y Trubetzkoy).

Esta conceptualización, relativa al contenido semántico, se produce mucho antes de que, como tal, nazca la semántica moderna (a partir del Congreso de Oslo de 1957) y en un tiempo en el que aún se sabía poco (se estaba en proceso incipiente de saber) sobre qué son y cómo funcionan, de manera interconectada, mente, sociedad y lengua/discurso. Estamos, en la actualidad, en 2025 y, aunque estos y otros hombres (y mujeres, invisibilizadas ellas) son precedentes fundamentales, las limitaciones de su tiempo, trayectoría, estado de ciencia, lugar de enunciación, etc., son hechos que deben ser observados respecto de sus alcances. Es decir, nunca hay que desconocer las condiciones sociales de producción de los conceptos. Todo esto aplica igualmente a la RAE (institución más política que científica), a la jueza del referido juzgado y a mí. 

Si desde la infancia nos hubieran normalizado en femenino, este sería genérico, ya que la designación y la referencia o denotación serían tanto las mujeres como el conjunto social en sí. Lo genérico (en referencia a aquello de masculino genérico), que no es una marca lingüística, es de orden designativo, no semántico per se

El llamado masculino genérico lo es no por una cuestión lingüística, sino de normalización social. Al igual que se ha normalizado socialmente hablar en masculino para referir y designar al conjunto de la realidad social, imaginemos otro escenario. En el actual, hemos normalizado desde nuestra socialización primaria (y, por tanto, así hemos sido endoculturadxs y normalizadxs) que cuando hablamos en masculino incluye o solo a los varones o también a todas las personas que no son varones y a estos (es decir, la designación potencial, así como la referencia o denotación, es la totalidad). Pero si desde la infancia nos hubieran normalizado en femenino, este sería genérico, ya que la designación y la referencia o denotación serían tanto las mujeres como el conjunto social en sí. Lo genérico (en referencia a aquello de masculino genérico), que no es una marca lingüística, es de orden designativo, no semántico per se. 

Téngase en cuenta que la realidad no es la que se formaliza lingüísticamente. Esta (la realidad, el mundo social, material y natural) se formaliza ante todo cognitivamente (categorizamos). Parte de lo que formalizamos cognitivamente se formaliza lingüísticamente, en concreto, semánticamente, tanto léxica como gramaticalmente (de este último ámbito son el género o el número, entre otros significados gramaticales). Al igual que son la y el hablante quienes actualizan cada unidad lingüística con significado al referir a la realidad (el sentido -como correlato comunicativo del significado- denota), el significado como tal designa, lo que implica que apunta de manera constante a la formalización cognitiva previa, reforzándola. Esto implica que si nombramos todo el espectro social en masculino, lo representaremos sociocognitivamente de este modo. Lo mismo sucedería si se nombra en femenino, que devendrá en genérico por las razonas expuestas. El masculino (designativamente) genérico, pues, no es de orden lingüístico, sino designativo y, por tanto, cognitivo y social, producto de representaciones sociocognitivas de realidades socioculturales y sociopolíticas patriarcales. 

Cuando se argumenta el asunto con relación a aquello del término no marcado se apela a un concepto estructuralista que se aplicó automáticamente a la semántica por parte de Jakobson, siendo el significado y todo aquello que lo implica de una naturaleza bien diferente a la del fonema, en tanto rasgo fonológicamente pertinente. Recordemos que la traducción literal del alemán es “miembro sin rasgos distintivos” de una oposición fonológica privativa frente a las oposiciones graduales y equipolentes. Su problemática aplicación sin más a lo semántico (en concreto al significado morfológico) y metiendo con calzador este asunto fonológico en el ámbito de la morfología -de carácter gramatical frente a la fonología y, por tanto, de una naturaleza disímil, al tratarse del significado-, reforzó el prescriptivismo dogmático de las posiciones tradicionalistas, caracterizadas por su falta de rigor científico y más dadas a justificar la empresa nacional y patriarcal que a hacer descripciones científicas sobre cómo funciona nuestra facultad natural -biológica y cognitiva- del lenguaje y de sus productos sociales, las lenguas. 

La lengua no tiene ontología y el argumentario patriarcal y nacionalista habla de ella como si de un ser como tal se tratase, frente a las personas, a las que se deja en un segundo plano. En ausencia de personas, no hay lengua, así que lo uno no se debe deslindar de lo otro

Cuando se aplica a las unidades con significado, debe observarse en qué ámbitos opera este: no solo en su formalización lingüística (como entienden las posiciones estructuralistas, donde es un valor semántico intralingüísticamente formalizado en oposición a otros significados de su misma naturaleza léxica o gramatical -instrumental, categorial y estructural-), sino en lo designativo y cognitivo (lugar en el que, con muchas diferencias, coinciden estructuralismo y cognitivismo). Así, si aplicamos la noción de término no marcado (siguiendo el argumento aducido por “los abogados”, a quienes da la razón la jueza, al basarse en tal concepto, tomado de manera desconectada de sus condiciones sociales de producción y circulación, que de ningún modo deben ser obviadas en tan importante asunto), veremos que, con respecto al uso que se propone (abogacía) por parte del grupo de abogadas denunciantes, con mayor razón estamos ante una designación genérica. Si la aplicación aquella del término no marcado de la fonología a lo morfológico-semántico por parte de las autorías referidas más arriba se hizo en referencia a una mayor generalización semántica y designativa, sin duda, abogacía cumple tal función, al carecer de marcas de ambigüedad designativa, pues, evita tener que estar especificando cuándo se refiere solo a hombres abogados y cuándo incluye a las mujeres. Además, no refuerza el orden patriarcal y no invisibiliza a las otras personas miembros de la abogacía. Si lingüísticamente se invisibiliza, ¿qué sentido tiene seguir usando tal etiqueta? 

La lengua no tiene ontología y el argumentario patriarcal y nacionalista habla de ella como si de un ser como tal se tratase, frente a las personas, a las que se deja en un segundo plano. En ausencia de personas, no hay lengua, así que lo uno no se debe deslindar de lo otro. Confundir lengua con el Estado es como confundir el tocino con la velocidad. Es lo que el sociólogo mozambiqueño H. Martins llamó nacionalismo metodológico. Y seguir hablando de la lengua como un ser vivo, al modo del lingüista alemán del siglo XIX A. Schleicher, es desconocer eso mismo: la lengua solo existe en tanto existen sus seres vivos: las personas. Pero, bueno, si se empeñan: dejen que ‘evolucione’, por coherencia. 

La lengua no es un sistema neutral: formaliza la realidad, la designa y, al hacerlo, construye una representación cognitiva de lo social, lo material y lo natural. Si el masculino ha sido históricamente empleado para nombrar la realidad social en su conjunto, no es porque sea inherentemente el significado que la abarca, sino porque designa un mundo determinado: el de los hombres, configurado por siglos de patriarcado. Ese mismo que hace que a la llegada de una neurocirujana (como hace poco leí), las personas crean que es su asistente y esperen la llegada de -¡tachán!- el hombre.

El uso del masculino como categoría genérica no es una casualidad lingüística, sino el reflejo de una estructura social previa. Antes de que se formalizara, la realidad social y su representación sociocognitiva ya estaban impregnadas de una hegemonía masculina (es su input). El morfema con significado gramatical instrumental de género masculino, como hecho gramatical formalizado, no es un simple marcador técnico; designa, apunta a una realidad conocida por los hablantes y, en ese acto, la representa. Pero este proceso no es unidireccional: al representar, la lengua también refuerza ideológicamente lo que nombra. Nombrar el colegio como “de Abogados” no es un gesto inocuo; es un output que fortalece el espacio patriarcal que históricamente ha excluido a las mujeres de la esfera pública y profesional.

Si queremos una sociedad donde la igualdad no sea solo un discurso, sino una práctica, debemos empezar por nombrarla correctamente. El “Colegio de la Abogacía” no es una concesión al capricho progresista, como algunos dicen, no muy democráticos ni científicos ellos (recordemos una vez más que la lingüística es la ciencia del lenguaje y las lenguas); es un paso necesario para desmantelar las estructuras simbólicas que sostienen la desigualdad

La resistencia a cambiar “Colegio de Abogados” por “Colegio de la Abogacía” no puede justificarse apelando a una supuesta neutralidad del masculino. Esa supuesta, pretendida y falaz neutralidad es una ficción que oculta una verdad incómoda para el machirulado: el masculino genérico es un producto del patriarcado que, al ser adoptado como norma académica (de carácter prescriptivo y un a posteriori del hecho lingüístico per se), naturaliza la exclusión. La abogacía, como concepto abstracto y colectivo, comporta lo genérico sin ambigüedad; “abogados”, en cambio, remite a una categoría marcada por la masculinidad, tanto en su forma como en su historia. En este punto, obsérvese lo dicho sobre la designación potencial del significado y no aquello que, con argumento ciertamente infantil, se dice sobre que no hay que confundir género y sexo, pues las mesas y las sillas carecen de este último (¡menos mal que aquellos académicos sobre los que ironizó Juan Ramón Jiménez están ahí para hablarnos de las camarinas! Y para escribir diccionarios; cf. Platero y yo). 

Mantener el nombre de “abogados” no es defender la lengua frente a no sé quién, sino reproducir en su uso y en la conceptualización epistémica de tal uso las lógicas de un pasado que contraviene lo que hoy sabemos de las lenguas, las personas, la sociedad, la cognición, etc., y los fundamentos de un Estado social y democrático de Derecho, perpetuando así una ideología que ya no se corresponde ni con la sociedad ni con la ciencia social ni con la realidad diversa de la profesión jurídica. 

La decisión judicial, al desestimar la demanda, pasa por alto esta dimensión sociolingüística y opta por la tradición escolar frente a la ciencia lingüística. La lengua no solo refleja el mundo; lo construye. Con la lengua construimos realidad, en un sentido de desigualdad, dominación y opresión o en un sentido de igualdad y justicia social. La lengua no es un ser ahí, como denota el argumentario de la jueza. No la culpo, pues es la idea más generalizada socialmente, aunque en su deber está no hacer de lingüista y, al contrario, asesorarse o dejar que las partes lo hagan con lingüistas profesionales, especializadxs en cuestiones de lengua y género (gender), glotopolítica y sociolingüística crítica.

Si queremos una sociedad donde la igualdad no sea solo un discurso, sino una práctica, debemos empezar por nombrarla correctamente. El “Colegio de la Abogacía” no es una concesión al capricho progresista, como algunos dicen, no muy democráticos ni científicos ellos (recordemos una vez más que la lingüística es la ciencia del lenguaje y las lenguas); es un paso necesario para desmantelar las estructuras simbólicas que sostienen la desigualdad. Es hora de que la justicia se ponga al día en cuestiones lingüísticas. Es hora de que la justicia sea también justicia sociolingüística y aplique este derecho sociolingüístico llamado lenguaje inclusivo, con fundamento en esta ciencia llamada lingüística y en este tiempo, pretendidamente democrático.

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