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Una patada en El Tarajal
Mientras cierta parte de nuestra muchachada grita botellón al poder con la misma épica que el mayo del 68, cientos de menores marroquíes huyen de un pabellón polideportivo para que no les pongan de patitas en su casa: ya saben, familias numerosas y a dos velas, suburbios sin asfalto, colegios sin porvenir, medinas sin turistas, gobiernos sin vergüenza.
Al ministro Fernando Grande-Marlaska hay que reconocerle los servicios prestados a esta cosa pública a la que llamamos democracia: su resistencia como magistrado frente al tiro en la nuca, su sereno orgullo gay, su cerco al narco. Pero está visto que esta semana no se está tomando su medicación constitucional: por ignotos motivos, ha suspendido la ingesta de sus pastillitas de convenios del menor, sus genéricos de estado de derecho, sus grageas de habeas corpus.
Lejos de levantar la infausta ley mordaza que todavía nos aflige, la de Inseguridad Ciudadana que instauró Mariano Rajoy entre la Operación Kitchen y los inmigrantes muertos en las playas de El Tarajal. No sabíamos que al actual ministro del Interior le inspirase tanto el ejemplo de su ancestro en el cargo, José Luis Corcuera, el de la patada en la puerta para los españoles y patada en la frontera a Marruecos, sin asistencia letrada, de todo bicho viviente que lograra llegar por las playas de Cádiz sin visado de turista ni traje de neopreno para un campeonato de windsurf.
Treinta años hace de aquellos días locos del felipismo, en vísperas de la Expo y de la Olimpiada, pero cuando volvíamos a no estar demasiado seguros de si es que llamaran otra vez de noche a la puerta fuera precisamente el lechero y no la policía. Y ahí volvemos a estar, begin the beguine, con el tentetieso de los hechos consumados y la leña al moro, que es de goma y, en este caso, además es menor, de esos que no votan y que no importan, carne de malas calles y de propaganda de la extrema derecha, los más nadie que nadie y que andando el tiempo lo mismo terminan esnifando goma en los callejones sin salida o colocándola en régimen de explosivo en una mochila vengadora, porque Alá es grande pero la injusticia puede ser su profeta.
En apenas dos meses, España ha logrado equipararse a Marruecos en el I+D+Nada de las garantías legales para esta formidable excursión de MENAS
En apenas dos meses, España ha logrado equipararse a Marruecos en el I+D+Nada de las garantías legales para esta formidable excursión de MENAS. Rabat nos montó en mayo la Marcha Verde Kid, con meybas de mercadillo y al grito de que venían a Ceuta, Cristiano Ronaldo y Messi, antes de pedir asilo político en el París Saint Germain. Y, ahora, pretendemos repatriarlos por la misma vía, a mansalva, como si en lugar de erasmus de la supervivencia estuvieran de viaje de fin de curso de la esperanza de encontrar aquí curro o estudios, o ambos extraños milagros al mismo tiempo y en pie de paz.
Claro que el ministro prefiere no llamarle a esa práctica expulsiones: “No es una expulsión. Es un retorno asistido de los menores conforme a un marco normativo”, declaró a la Cadena Ser con la misma solvencia que José María Aznar hablaba del Movimiento de Liberación Nacional Vasco, refiriéndose a ETA. Cuando cualquier político reinventa las palabras es que no sólo está la cosa chunga sino que puede estarlo más peor.
Vale que Ceuta tenga un problema con tanto menor –y con los no tan menores--, pero la mejor manera de demostrar su españolidad sería tratar a dicha ciudad como al resto del Estado. ¿Nos los quitaríamos de encima de la misma manera si hubieran llegado a Algeciras, a Cáceres, al Parque Warner o al Tibidabo? Tendríamos que remontarnos a los años gloriosos de Esperanza Aguirre para recordar embarques de niños con nocturnidad y alevosía, hasta amanecerles en ciudades que ni siquiera eran las suyas: que no saque tanto pecho el PP, que para algo siguen existiendo todavía las hemerotecas.
Vale que incluso los buenistas podemos calibrar que semejante contingente de gente menuda puede provocar problemas logísticos en una ciudad pequeña, pero este país no es Liliput. Y las peores jodiendas no las tiene España con los menores sino los propios menores con los estropicios mayúsculos que traen de serie en sus países de origen y los agravan, a veces, en la civilizada Europa, que de cara a la galería, por otra parte, firma más convenios de protección a la infancia que Bárcenas o Villarejo iniciales misteriosas en sus libretitas de notas.
Ay, qué poco dura la alegría del Aquarius en la casa del pobre: a aquellos inmigrantes salvados por dicho buque de las almadías de un mediterráneo en llamas, los recibimos a bombo y platillo, pero buena parte de ese gentío con cara de asilo y refugio sigue sin tener permiso de residencia.
Si este Gobierno fríe legalmente a los menores, de 15 en 15 diarios, como manojitos de boquerones, volvería a repetir el mismo error que el de los socialistas toledanos al retirar el cartel del último disco de Zahara porque le molestaba a la caverna.
Si la izquierda española terminara copiándole la agenda a Vox para que Vox no tenga más votos, aviados estaríamos. La fórmula de Santiago Abascal es la original, la del auténtico traganiños, ensolerada en las andanas de la memoria franquista y con todos los ingredientes de malismo, xenofobia y chulería cuartelera que tanto gustan últimamente en los grupos de whatsapps. Absténganse imitadores. No crea que los que van con el paso cambiado son el Defensor del Pueblo, Amnistía Internacional, el relator de la ONU, Save The Children, los fiscales progresistas o los de siempre. La cocacola sigue sin tener rival por muchos otros refrescos que intenten hacerle sombra. Ortega Smith y Rocío Monasterio, son imbatibles con ese desparpajo suyo de pomporrutas imperiales 2.0. Querido ministro Marlaska, no se meta en semejantes jardines. Ni siquiera Corcuera podría superarles.
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