El dolor como última forma de amar
El viernes, cuando terminé de ver la función, me acordé de que hace unos años se estrenó un espectáculo que yo había dirigido. Por circunstancias que no vienen al caso, pero dolorosas, no pude asistir. Fue raro. Todo ese día tuve una sensación extraña que cristalizó a la hora en que se levantaba el telón en la que sentí nítidamente que, en un universo paralelo, otro yo estaba sentado en el patio de butacas asistiendo al estreno mientras, en éste, yo cenaba solo en casa. Esa sensación puede justificarse con evidencias físicas (si el universo es infinito, todo puede estar pasando a la vez), pero por encima de la razón, está la evidencia de que en la vida, a veces, necesitamos inventar otra que mejora y redime la que realmente vivimos.
Eso ocurre en la casa de Patricia y Alberto, una casa desolada por la pérdida de su único hijo de cuatro años. Ahora, les queda el resto de la vida. Alrededor de este matrimonio, giran la hermana y la madre de Patricia como universos oblicuos: la hermana embarazada (Lucía) y la madre (Lola), que también perdió a su hijo hace unos años. Esos cuatro personajes, bailan de a dos, tres o cuatro la torpe coreografía del amor familiar, en la que la música suele ser repetitiva porque las heridas son siempre las mismas aunque utilicen distintas excusas para brotar: roles establecidos de antemano que nadie es capaz de superar, cuentas pendientes del pasado, necesidad frustrada de reconocimiento, juicios y miedos, dolor,… Esas heridas son a veces tapadas y otras potenciadas por la reciente pérdida. En ese doble eje se sitúa la función: el difícil duelo del matrimonio por la pérdida más dolorosa y antinatural (la de un hijo) y los encuentros y desencuentros de Patricia, Lucía y Lola. En la parte final aparece un quinto personaje que completa la constelación del dolor y la culpa: David, el joven que conducía el coche que atropelló a Daniel.
Comedia y drama
Para desarrollar la historia, el autor mezcla la comedia y el drama para mostrar a unos personajes que no se resignan sino que “intentan encontrar un camino a través de su tristeza, unos juntos a otros, y lo mejor que pueden”. Ese difícil equilibrio entre drama y comedia es, paradójicamente, la mejor baza y el mayor peligro de la función. Los intérpretes transitan ese camino de ida y vuelta de lo cómico a lo trágico con solvencia y se entregan generosamente a una pieza exigente en lo emocional y en el cambio de registro. Malena Alterio encarna a Patricia, una mujer rota por el dolor pero que no se resigna; Daniel Grao, un Alberto que va desvelando poco a poco sus grietas y su dolor; Belén Cuesta es la hermana pequeña –impulsiva, inmadura- que siempre ha sido la cuidada y, ahora, trata inútilmente de cuidar a su hermana; Carmen Balagué es la madre que arrastra un dolor gemelo al de su hija: el hermano de Patricia y Lucía se suicidó hace unos años; Itzan Escamilla es David, el joven que tuvo la mala suerte de pasar con su coche por la calle justo cuando el niño cruzaba, con su culpa y su necesidad de redención.
Escénicamente, la función transcurre en un único espacio: la casa del matrimonio. Vemos el salón y la cocina de la casa y encima la habitación del hijo, que sigue intacta, y a la que se accede por una escalera. Esa habitación siempre presente, pretende ser la concreción de recuerdo que no se va. Las transiciones entre una escena y otra están resueltas casi siempre solapando el final de una escena con el principio de la siguiente: dos personajes hablan y un tercero llega sin que los dos primeros lo perciban, un cambio de luz y uno de los dos primeros personajes empieza a hablar con el tercero y el otro se va yendo lentamente. Esta yuxtaposición permite la fluidez escénica, pero a veces echo de menos que sirva también para algo más: ampliar significado, completar el relato.
Siendo esta una producción basada en un texto de éxito internacional (premio Pulitzer 2017), es el texto lo que, por momento, me funciona menos. La puesta en escena no pretende llamar la atención sobre sí misma sino que, inteligentemente, se pone al servicio de la historia, los intérpretes se entregan con verdad y generosidad a su trabajo, la factura técnica es impecable en todos los aspectos. Sin embargo, echo de menos en ese equilibrio entre drama y comedia, entre luz y sombra, más momentos en que los personajes sean transparentes: querría más escenas como aquella en la que marido y mujer hablan francamente de su dolor y se dan cuenta de que están en lugares distintos y, por tanto, están solos con su dolor porque sólo entre ellos podrían acompañarse.
El público, que llenó el Teatro Central de Sevilla, se divirtió y emocionó con la historia del duelo más difícil de vivir, el que se tiene por un hijo. Tanto es así, que no hay palabra para nombrarlo: está huérfano, está viuda, pero no existe una palabra que defina esa pérdida. Una pérdida que acompañará para siempre la vida de quien la sufre y lo enfrenta a sus propios límites. Por ello, es el dolor, el aferrarse a él, la reacción inevitable porque el dolor es la última forma de amar, la prueba de que hubo otra vida en que el dolor no existía. Sin embargo, esa última forma de amar es también una forma de no vivir y, aunque parezca imposible, no hay más remedio que seguir viviendo, o sea, rendirse a los pequeños olvidos, la costumbre, la inercia y agarrar las nuevas y pequeñas alegrías, aún sabiendo que ese dolor nunca desaparecerá del todo, que siempre nos acompañará el deseo de vivir en ese universo paralelo en el que no hay que olvidar el dolor ni aferrarse a él porque ese dolor no existe.
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