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El miedo y la alegría: la vida

Foto Sí, a todo, Abel mora y Maka Rey

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En los últimos años, es cada vez más habitual encontrarse con propuestas escénicas en las que lo autobiográfico de los intérpretes y/o creadores se hace explícito. No es algo nuevo: lo autobiográfico alimenta la creación humana desde siempre; pero sí lo es ese explicitarlo. Tengo mi teoría al respecto, que no desarrollo pero sí enuncio: está vinculada a la crisis de la representación y, por tanto, el intento de hacerla más creíble basándola en hechos reales. Más allá de mi explicación y de si es acertada o equivocada, sí que es un hecho esa proliferación de obras autobiográficas, documentales, autoficcionales, etc. Y, como en cualquier retórica que se generaliza, esta da cabida a grandes piezas, a pequeñas y a engendros intragables.

El pasado fin de semana, asistí a dos obras en las que ese componente autobiográfico era central. Ese era el único elemento en común entre ambas. Por lo demás, se trata de dos propuestas radicalmente opuestas.

'Sí, a todo': la fuerza del teatro

Sí, a todo es una obra escrita y dirigida por Antonio Álamo en el que el actor Abel Mora nos cuenta una dura peripecia vital. Esa dureza, que podría haber dado para una obra lacrimógena y desesperanzada, se convierte por el talento y la valentía de ambos en un canto a la vida a pesar de todo; mejor, como reza su título, es un canto a la vida entera, aceptándola tal cual es, con sus milagros y sus horrores: “sí, a todo”. La propuesta escénica pone en el centro el trabajo del propio intérprete y la palabra. A partir de ellas, y de un ritmo maravilloso (el ritmo es el cambio de ritmo, no la velocidad) nos sumerge en un trance de los más difíciles que pueda vivir un ser humano, la enfermedad y el horizonte cercano de la muerte, vividos en carne propia por el actor. Y con la intimidad que solo la escena puede regalarnos, Mora nos cuenta esa historia a cada uno de nosotros, no a todos, sino a cada uno. Sin embargo, no dejamos de estar todos juntos reviviéndola, y ese latir de lo colectivo amplifica el valor de la propuesta (en la doble acepción de la palabra) y nos reconcilia con la vida mirando a la muerte cara a cara. Como digo, esa es una fuerza que tiene el teatro y nadie puede competir con ella.

Una cortina al fondo, pegada al foro, un manojo de sillas que Abel va moviendo, un micrófono y un reloj de arena dibujado con tiza en el suelo son los únicos elementos escénicos. Además de Abel, en escena aparece Maca Rey en un magnífico trabajo que despliega todo el espacio sonoro y canciones en directo y, aún más, comparte por momentos la función de contadora con el protagonista, en un rol entre onírico y metafórico (es la enfermera, pero también la muerte y es, sobre todo, corifeo sin coro).    

La función es un pequeño milagro de verdad gracias a un actor en estado de gracia, capaz de pasar del gag afilado (enorme la canción del cigarrito) a la emoción desnuda y sin subrayados. Esto, que es difícil siempre en la escena, lo es doblemente al tratarse de un material tan personal. Pero actor, texto y dirección siempre escapan del peligro de lo sentimental. Oscar Wilde decía que “un sentimental es alguien que desea disfrutar del lujo de una emoción sin tener que pagar por ello”. No hay nada ni nadie sentimental en Sí, a todo, y eso lo hace crecer hasta convertirse en un ejercicio teatral de gran altura que, sin pedanterías ni hermetismos, señala a algunos de los grandes temas a los que inevitablemente debe mirar el hombre (y la mujer): la evidencia de que la muerte y la enfermedad existen, que estamos aquí de paso. La obra es teatro popular en el mejor sentido del término y, al tiempo, contiene una altura de pensamiento que ya quisieran para sí muchas piezas más supuestamente intelectuales. Para ello, Álamo, generoso, asume desaparecer en gran medida como autor, para darnos la ilusión de que el relato surge con espontaneidad. Nada menos espontáneo que conseguir esa espontaneidad, nada mejor escrito que aquello que pareciera que no lo ha sido.  

El miedo

En otra línea estética y dramatúrgica llega una propuesta de la artista visual Rocío Huertas, la escultora Ana Johnsson  y la coreógrafa y creadora Greta García-Jonsson a la que titulan A partir de la indagación en los miedos familiares que la propia pregunta promete, la obra reúne en escena a la familia de Rocío (su pareja, su madre y su hija) y la de Ana (sus dos hijas). Ana Jonsson está presente a través de sus esculturas y se juega con la inminencia de su llegada siempre frustrada por su timidez.

Si la obra de Álamo apostaba por la unidad, en esta es la hetoregeneidad de materiales y relatos en torno al miedo la que vertebra la pieza. La valentía del elenco y de la propia Huertas para desplegar un complejo entramado de recursos (audiovisuales, música en directo, danza, monólogos, títeres, etc) cristaliza en un lenguaje que se forma a partir de la acumulación y de comentar a la vez que presenta.

La naturalidad de todas las intérpretes da consistencia a la heterogeneidad: hay más de presentación que de representación. Sorprende, por no estar acostumbradas a estar en la escena, el trabajo de la propia Huertas y los de su madre y su hija: las tres se mueven como pez en el agua por el escenario. Menos sorprendente por estar más acostumbradas, pero igualmente reseñables el trabajo de las hermanas García-Jonsson. Greta vuelve a mostrarse como una intérprete versátil, de una imaginación fértil (el fantasma del arranque, la bailarina roja) e Ingrid es generosa al asumir irónicamente un papel supuestamente secundario (yo he venido a ayudarte a mover las cosas), pero que va creciendo durante la pieza y nos regala un emocionante monólogo sobre la desaparición de un familiar en el invierno sueco antes de que ellas nacieran, otro de esos miedos familiares que heredamos y nos quitan el sueño. Ambas, además, juegan a la parodia (a veces, intencionadamente infantil, como la naturaleza de todos los miedos que arrastramos).

Finalmente, la pieza parece señalar que, tras casi todos los miedos íntimos, late algún miedo colectivo y real: la Guerra Civil y sus estragos o la ambigua posición sueca ante el nazismo y el holocausto. O, al menos, que los miedos privados y los públicos se trenzan y son casi imposibles de separar.    

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