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Muere Teodulfo Lagunero, el “millonario rojo” que trajo a Carrillo de incógnito y con peluca

Santiago Carrillo, con su legendaria peluca (a la izquierda, Teodulfo)

Juan José Téllez

22 de junio de 2022 20:34 h

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Sus afectos le llamaban Teo o Fufo. Sus simpatizantes, el Mecenas Zurdo. Sus detractores, El Oro de Moscú. Teodulfo Lagunero (Valladolid, 1927) ha fallecido tras una vida épica; un rojo atípico, le llamó Antonio Lucas, un Onnasis de secano. Comunista a pesar de millonario o millonario a pesar de comunista, su carnet fue un regalo de Pasionaria y de Santiago Carrillo y lleva sus firmas; su padre fue uno de los fundadores del Partido Comunista de España y él lo financió durante 14 años, en la clandestinidad. También fue el chófer que se jugaba la vida al traer a España a Santiago Carrillo, disfrazado con una peluca que él apañó en el taller de su amigo Pablo Picasso, en Cannes, con su célebre barbero malagueño, Eugenio Arias.

Todo eso ocurría a caballo entre 1976, el año que murió con la reforma política de Adolfo Suárez y amaneció definitivamente en primavera cuando el Sábado Santo Rojo fue legalizado el Partido Comunista de España, en vísperas de las primeras elecciones democráticas. Así que tenía mucho más que interés empresarial al producir la película “Siete días de enero”, de Juan Antonio Bardem, que narraba justamente aquella crucial hora de España, pero por la que terminó sintiéndose estafado económica y moralmente.

Sin la legalización del PCE, la Transición no habría sido posible. Sin Teodulfo Lagunero, la legalización del PCE habría sido mucho más difícil, mucho más compleja y traumática de lo que fue

“Teodulfo Lagunero fue un personaje clave en el proceso de restauración de las libertades que ahora conocemos como Transición Democrática. Sin la legalización del PCE, la Transición no habría sido posible. Sin Teodulfo Lagunero, la legalización del PCE habría sido mucho más difícil, mucho más compleja y traumática de lo que fue. Cualquier crónica honesta y objetiva de aquel proceso, cuya versión oficial sigue insistiendo –aunque cada vez, por fortuna, con menos fuelle– en atribuir todos los méritos a no más de dos o tres protagonistas estelares, tendrá que reconocer forzosamente en el futuro la decisiva responsabilidad de personas como Teo en aquel viaje colectivo, que resumió décadas de lucha y de sacrificio constante de muchos miles de demócratas españoles”. Así describía Almudena Grandes a propósito de sus “Memorias”, uno de sus dos libros, “la extraordinaria vida de un hombre extraordinario”.

El otro, “Mi vida entre poetas”, también es de corte biográfico, a partir de vivencias con sus amigos Pablo Neruda y Antonio Gala, a quien ayudó a redactar los estatutos de la Fundación que lleva su nombre en Córdoba y que este miércoles ha hecho pública una nota de pésame, dirigida sobre todo a Rocío Rodríguez, la viuda de Teo, con quien compartió la friolera de medio siglo de vida y a cuyo nombre puso el Mercedes Benz, gris y de gama alta para distraer sospechas policiales,  que le sirvió para camuflar en 17 ocasiones los viajes secretos de Carrrillo a España.

También frecuentó la Roma de Rafael Alberti y a Marcos Ana en su destierro parisino. Lo mismo conversaba con Dolores Ibarruri “Pasionaria”, en Rusia, que denostaba que los revolucionarios de la URSS se hubieran convertido en empleados del Partido, mientras sus camaradas españoles seguían jugándose la libertad y la vida.

Teodulfo Lagunero fue una suerte de pimpinela escarlata, un topo en la dictadura

Claro que llegó a ser catedrático de Derecho mercantil, empresario y abogado, de convicciones comunistas y con una clara querencia por el periodismo: financió “La calle”, el semanario donde se refugió buena parte de la redacción de “Triunfo” cuando se fue a pique la veterana revista antifranquista y fracasó quince años atrás cuando quiso sacar a los quioscos un diario de izquierdas, “La voz de la Calle”, aunque terminara como el rosario de la aurora, dejando en la estacada a su plantilla y a todo el trabajo, el dinero y la ilusión que él mismo puso en tal empeño.

Esa fue una de las principales manchas en su expediente cívico. La otra, algunos negocios inmobiliarios, como los campos de golf que prosperaron en terrenos de su propiedad en la provincia de Málaga, donde, en Fuengirola, habitó un célebre dúplex de mil metros cuadrados, entre meninas interpretadas por el equipo Crónica y unas formidables vistas al Mediterráneo.

Por lo demás, se extiende un apasionante largometraje en modo de biopic: el bombardeo durante la guerra de su casa familiar en el barrio valenciano de Ruzafa, condenado a muerte como su hermano, su primera academia, su puesto de consejero en un banco, su colaboración con la Junta Democrática, que se creó en su caserón de Cannes, su apoyo al Centro de Información y Solidaridad al que se vinculó la viuda de Julián Grimau. Teodulfo Lagunero fue una suerte de pimpinela escarlata, un topo en la dictadura: fue amigo de Miguel Ángel Asturias –que llegó a regalarle su medalla del Nobel– y detractor de Camilo José Cela –“era un delator y un censor”–, le buscó al Comité Central del PCE un local de 800 metros cuadrados en pleno barrio de Salamanca…

También era capaz de compaginar mesa y mantel en el Maxim's parisino con una pancarta en la manifestación del Primero de Mayo, rodeado de exiliados españoles o de su propia hija, que ya había sufrido una tensa detención en Madrid. Ejerció como abogado defensor del fascias León Degrelle. Hay más: sus 30.000 libros, sus escapadas al Caribe, el pago del viaje a Rafael Alberti y de María Teresa León desde Roma a Madrid. Incluso un geriátrico de Asturias lleva su nombre.

El origen de su fortuna tuvo que ver con los negocios inmobiliarios, como la urbanización de 300 chalets de lujo que construyó en la Costa Azul francesa, todo un pelotazo. A comienzos de los 60 fundó una sociedad para comercializar un proyecto residencial llamado el Encinar del Alberche, en Madrid: “Cinco minutos para comprar y cien meses para pagar”, era su lema. Incluso Manuel Fraga le premió por ello. Pero eso fue mucho antes de lo de la peluca.

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