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El feminismo no atraviesa el cambio de año como quien estrena calendario, sino como quien revisa una casa habitada desde hace tiempo. Hay habitaciones recién reformadas y otras donde la pintura empieza a descascarillarse. El feminismo institucional, convertido ya en política pública, marco normativo y lenguaje común, ha logrado avances incuestionables. Pero este nuevo año se abre paso con una evidencia incómoda: los logros no cancelan los conflictos, los hacen más visibles.
Una de las grietas más difíciles de mirar es la que se abre cuando el discurso de la igualdad convive con prácticas de poder que lo contradicen. Los casos de acoso sexual en el seno de las organizaciones políticas no son anomalías externas, sino síntomas de estructuras que no se transforman sólo con declaraciones de principios. Los protocolos existen, pero a menudo funcionan más como dispositivos de contención que como herramientas de justicia. Nombrar la violencia no basta si no se alteran las jerarquías que la hacen posible. Como escribió Audre Lorde, “las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo”, aunque se pinten de violeta.
Pensar estos dilemas desde Aragón obliga a aterrizar el debate. Aquí, el feminismo institucional se enfrenta a un territorio extenso, envejecido y profundamente desigual. La despoblación no es neutra: tiene rostro de mujer. Porque son ellas las que sostienen la vida cotidiana en muchos pueblos, las que cuidan sin relevo y las que enlazan trabajos precarios con responsabilidades familiares que no aparecen en ningún indicador económico. Hablar de cuidados en Aragón es hablar de demasiadas cosas: carreteras, servicios públicos y, también, soledades largas. Es reconocer que la igualdad no se juega sólo en los grandes discursos, sino en la posibilidad material de quedarse o marcharse.
El trabajo sigue siendo otro nudo central. No sólo por la persistencia de la brecha laboral y salarial, sino por la forma en que la precariedad se ha sofisticado. La promesa de la vocación, del proyecto apasionante, de la flexibilidad, ha recaído una vez más sobre los cuerpos feminizados. Muchas mujeres no están excluidas del sistema, sino atrapadas en él, gestionando tiempos imposibles. Frente a esta lógica, el feminismo tiene el reto de politizar el tiempo, de cuestionar un modelo que convierte la vida en un paréntesis entre jornadas. Walter Benjamin advertía de que el progreso sin pausa termina por arrasar con aquello que pretende mejorar.
La reacción antifeminista tampoco puede seguir tratándose como una excentricidad. Tiene relato, estructura y capacidad de seducción. En territorios donde el abandono institucional ha sido la norma, el discurso que promete orden y certezas encuentra terreno fértil. El error sería responder desde la superioridad moral. Comprender no implica ceder, pero sí asumir que ningún proyecto emancipador puede sostenerse sin vínculo social. Simone Weil lo formuló con crudeza: “No hay justicia posible si se ignora el sufrimiento concreto”.
A todo ello se suma el desafío tecnológico. Algoritmos que clasifican, plataformas que organizan el trabajo y sistemas que deciden sin rendir cuentas. Lejos de ser neutros, reproducen desigualdades antiguas con una eficacia nueva. El feminismo académico tiene aquí una responsabilidad que no puede eludir: intervenir en estos debates sin encerrarse en el lenguaje experto ni renunciar a la complejidad. Pensar el futuro sin perspectiva feminista no es sólo injusto; es intelectualmente pobre.
Y, pese a todo, hay algo profundamente fértil en este momento. El feminismo ha transformado la manera en que pensamos la vida cotidiana, el amor, la maternidad, el éxito y el fracaso. Ha ensanchado el campo de lo decible y ha dotado de palabras a experiencias que antes sólo producían silencio. Ese legado no está garantizado. Como recordaba Simone de Beauvoir, “los derechos nunca se conquistan para siempre”.
El nuevo año no exige al feminismo unanimidad ni consignas tranquilizadoras. Exige rigor, memoria y valentía para mirar las grietas sin negar la casa. Seguir avanzando sin cerrar los ojos. Porque el feminismo, incluso cuando se institucionaliza, no deja de ser una pregunta abierta. Y este año, más que respuestas cómodas, necesita el coraje de formular las preguntas correctas.