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La autocrítica no es la enumeración de pecados para obtener la absolución o justificar el castigo que te puedan imponer -en esto Stalin era un maestro-, es una reflexión sobre nuestra práctica con el fin de detectar y corregir errores. Es algo que deberíamos hacer con frecuencia; especialmente quienes tienen responsabilidades públicas, porque tienen la obligación de sacar el mayor rendimiento posible de los recursos de que disponen. Se trata de analizar para corregir, aunque el margen de mejora sea escaso.
Sin embargo, especialmente en la vida política, la autocrítica no es muy habitual. Los dirigentes tienden a ocultar errores, a resaltar solo los aspectos positivos o a buscar culpables ajenos. En sentido contrario, también es frecuente exigir responsabilidades a quienes dirigen instituciones y organizaciones, de errores no cometidos, aprovechar un mal resultado para poner en primer plano cuantas pendientes. Ninguna de las dos tendencias es útil para mejorar.
Algo de esto es lo que le está pasando a la derecha -no a la extrema, que le ha ido muy bien- con las elecciones catalanas. Ni la dirección del Partido Popular, ni la de Ciudadanos, están demostrando capacidad autocrítica.
En el PP, Pablo Casado y su círculo más próximo culpan del mal resultado electoral a Bárcenas, la pandemia, Pedro Sánchez… y como gran remedio van a vender la sede de Génova. No todos los dirigentes están de acuerdo, pero ninguno ha querido hablar en los órganos de dirección de los déficits y contradicciones que tiene su partido, aunque días después Núñez Feijó apuntó alguna crítica.
Nadie ha dicho que la campaña carecía de estrategia definida: que, perteneciendo Alejandro Fernández al sector más centrista del partido, el que se envíe a hacer campaña a dirigentes como Diaz Ayuso o Álvarez de Toledo, demuestra la falta de estrategia, el intento oportunista de pescar en todos los caladeros. ¿Qué aporta el PP en Cataluña? El nacionalismo español lo representa mucho mejor la extrema derecha y el conservadurismo económico y social tiene como referente a Junts. Los populares no tienen desde hace tiempo política para Cataluña -con Rajoy pasaron de 19 a 4 diputados- y esto no lo van a resolver cambiando de cabeza de cartel en cada proceso electoral.
El PP, oscilando entre la derecha y la extrema derecha, no tiene estrategia para Cataluña ni para Euskadi y escasamente para el resto de España. Su política se aleja cada vez más de las necesidades y aspiraciones de la sociedad española, cada día más plural y compleja, y esto no lo ha dicho ningún dirigente. La autocrítica no es su fuerte.
Tampoco en Ciudadanos, el otro gran perdedor de las elecciones catalanas, las cosas van mejor en cuanto a la capacidad de analizar los errores cometidos, en este caso con mayor conflicto interno. Inés Arrimadas busca las causas del mal resultado electoral fuera del partido -entre ellas señala la abstención, como si no fuese una tarea política prioritaria la de movilizar al electorado para la participación- y el sector crítico pide responsabilidades, dimisiones y/o ceses.
Es difícil de sostener que en una campaña electoral en la que se pierden 30 de 36 diputados no se haya cometido ningún error -ni siquiera la campaña del PSC habrá sido perfecta, seguro que algo se podía haber hecho mejor- pero achacar la pérdida de representación a la campaña me parece bastante simplista. Los 36 diputados no fueron fruto de un proceso de consolidación, de un avance de sus ideas y organización en el territorio catalán. No pueden servir de referencia, fue el resultado de una coyuntura concreta muy diferente de la actual -tanto en Cataluña como en el conjunto de España, en la que ya pasó de 56 a 10 representante-, y difícilmente repetible, al menos a medio plazo.
En Cs también se enfrentan al problema cargados de prejuicios, intentando amoldar la realidad a la propia visión, cuando no a la defensa de determinados intereses. Parecen olvidarse de que si no definen mejor su estrategia, sus propuestas a la ciudadanía, el reclamo del “constitucionalismo” no los va a salvar.
Lo más preocupante es que esta manera de abordar las cuestiones está muy extendida en la sociedad -desgraciadamente, la estupidez, el simplismo y la manipulación no son atribuibles exclusivamente a ninguna ideología o clase social-, la vemos en los debates en las instituciones, partidos políticos, organizaciones sociales…
Un ejemplo lo encontramos con el caso Hasél. Hay pendiente un debate sobre la libertad de expresión -que, como todas libertades, también tiene límites- y una reforma del Código Penal, pero nada de esto se tiene en cuenta, el conflicto se ha polarizado tanto que cada parte solo critica los errores o desmanes ajenos. Ni criticar la violencia que se ha producido en algunas manifestaciones, incluida la violencia a medios de comunicación, significa ser menos radical en la defensa de la libertad de expresión, ni para defender a la policía es necesario negar la posibilidad de que haya cometido algún tipo de excesos.
Ser autocrítico no es, como piensa mucha gente, un signo de debilidad, sino de inteligencia y compromiso con la verdad. Reconocer públicamente los errores es un excelente ejercicio pedagógico que, además, fortalece a quien lo hace.
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