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Sobre este blog

El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.

Editamos Ruth Toledano, Concha López y Lucía Arana (RRSS).

Entreguen las armas y cojan los pinceles

El 'Guernica' de Picasso. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (Madrid)

Rafael Doctor Roncero

El falso Arte de matar

El pasado 15 de agosto, el telediario de Telecinco, poco proclive a incluir noticias culturales, tras presentar a un torero que hacía una comida benéfica para una asociación de niños con síndrome de Down, continuaba con una segunda noticia taurina: la celebración de una corrida “picassiana”, a celebrar cuatro días después (por lo que era, además, pura y simple promoción de un negocio particular). Un tal Alejandro Talavante (una de estas personas que se dedican a asesinar toros en esos espacios de tortura que, equivocadamente, se denominan plazas de toros) torturaría y mataría a seis toros bravos vestido con un traje con motivos picassianos. De ahí lo de corrida “picassiana”, no busquen más significado pues no lo hay.

Estas son las declaraciones que, intercaladas con lances ante el Guernica de Picasso, dentro del Museo Reina Sofía, hacía el torero:

“Como artistas, es insuperable, es poder rendirle homenaje a Picasso pero con todas las de la ley, y la corrida es estéticamente regida por las normas que él imponía en su traje”.

El narrador de la pieza televisiva apunta: “Cultura y toros más unidos que nunca”.

Talavante continúa: “Los taurinos deben cuidar el patrimonio que supone que Picasso fuera tan aficionado a los toros. Él utilizaba varios toros, quizás este [refiriéndose al toro que aparece representado en el Guernica] es el más representativo pero hay muchos toros y muchos minotauros con los que él se sentía representado pues el decía que él era un toro bravo. Picasso lo que realmente consigue es darle a la gente libertad, ¿quién hubiera tenido valor de rectificar a Picasso?”.

Tras ver esto, lo mínimo que le apetece a uno es llorar. El Guernica, emblema de la antiviolencia, el cuadro más famoso sobre los desastres de la guerra de todo el siglo XX, el grito desesperado del dolor de una masacre en la que seres inocentes fueron arrasados por la arrogancia de otros seres que consideraban que tenían poder sobre ellos, es arrastrado a una lectura absolutamente contraria para justificar de nuevo otra masacre: la de unos sádicos que se arrogan valor artístico en el ejercicio de humillar, torturar y matar a un ser vivo y noble, conducido a un foso de tortura donde unos energúmenos endiablados gritan y alientan una muerte dolorosísima.

¿Y por qué se hace esto en un espacio en el que el tema es lo injustificable de la violencia? Porque en el cuadro aparece pintado un toro agonizando y porque Picasso era un aficionado destacado de lo que se llama tauromaquia.

La agonía del toro que aparece representado en el cuadro es, junto a los otros elementos icónicos representados, el dolor que inflige la sinrazón de la guerra, el dolor implícito a toda barbarie injustificable del comportamiento humano. Sin embargo, aquí, ante la lectura de esta persona que se gana la vida torturando y matando toros, se convierte en una apología de su trabajo.

Ante el revuelo que de inmediato suscitó en las redes sociales, tras ver tan disparatada apropiación indebida de un símbolo absolutamente contrario, el Museo Reina Sofía tuvo que lanzar un comunicado desaprobando las imágenes emitidas, pues escapaban del formato que se había pactado para la realización de la noticia. El propio director manifestó personalmente su bochorno por lo que considera un abuso de los periodistas, a quienes habían cedido el permiso para entrevistar al matador frente a ese emblemático cuadro. Sin duda, fue una metedura de pata del Museo y, sin duda, algo perfectamente intencionado por parte de la cadena amiga, esa que ha convertido a Belén Esteban y a Paquirrín en los grandes personajes de nuestro mundo, y parece que se está posicionando, junto a la mayoría de los medios de comunicación, para dar una imagen dulce y positiva de la tauromaquia.

Y es que algo está pasando. Este verano (junto a la guerra en Grecia y en la frontera marítima de África, junto a la institucionalización de la desfachatez del ministro del Interior, que actúa ya abiertamente como un Al Capone de cuarta, y junto a la violencia machista que no cesa en este país de machos) lo recordaremos por el de la definitiva eclosión del debate animalista y, especialmente, del avance ya imparable de la abolición de eso que para unos es “fiesta nacional” y para la mayoría, vergüenza nacional.

Ellos, los taurómacos, saben que, a pesar de contar con el pleno apoyo de este Gobierno -es decir, de la caspa-, de disponer de constantes subvenciones, de haberse reintroducido -saltándose todo tipo de leyes- en espacios de comunicación pública como RTVE; a pesar de tener cada día más en contra a la mayoría de la sociedad, saben y sienten que su tiempo se está acabando.

Una vez más estamos asistiendo a una disfunción entre pueblo y Estado. Por una parte, un Estado aún anclado en preceptos que no se acoplan a la realidad del mundo nuevo y en intereses de clases perfectamente posicionadas en las cúpulas decisorias de los principales órganos de poder. Por otra, una sociedad que, al fin, está despertando ante algo que hasta hace poco creía inamovible y endémico y, por tanto, miraba hacia otro lugar, sin querer debatir lo que ahora está estallando por sí solo, esencialmente por anacrónico y por absolutamente contrario a los valores con los que el mundo ha decidido plantear su evolución.

Es bello observar cómo se replantean las tradiciones y cómo la gente empieza a sentir que las cosas no tienen por qué ser como siempre han sido. Que los tiempos debemos escribirlos las personas que habitamos en ellos, y dejar de dar por hecho cosas heredadas que, como en este caso, poco o nada tienen que ver con los valores en los que queremos apoyarnos, que queremos baluartes de la sociedad en la que vivimos y participamos. Valores donde la crueldad, la muerte innecesaria, el escarnio, el dolor, la falta de empatía hacia los otros seres vivos, tienen cada vez menos espacio.

Ante la debacle de su, aunque bien estructurado, submundo, el lobby taurino, desesperado por la baja asistencia que sus espectáculos de tortura y muerte están teniendo, y por la pérdida de buena parte de las subvenciones en las que se estaban sustentando, pero, sobre todo, por el replanteamiento ya decisivo que la sociedad está haciendo de su llamado espectáculo, está buscando todo tipo de recursos para frenar lo ya imposible de parar.

Hace un año vimos cómo estos señores perfectamente organizados (terratenientes, apoderados y toreros de renombre) consiguieron que el candidato del PSOE, Pedro Sánchez -tras su bochornosa, populista e hipócrita intervención estelar en ese programa de filosofía contemporánea llamado Sálvame, con la que se posicionaba contra el maltrato del Toro de la Vega-, se reuniese con ellos y posteriormente lanzase unas ambiguas declaraciones (“personalmente no comparto esa cultura, pero respeto esa cultura”), dejando claro que los toros son una tradición cultural que hay que respetar aunque a él no le gusten.

Un lobby que consiguió, ante el temor de una ya demostrada bajísima venta de entradas en este verano, meter por primera vez al rey Felipe VI, de una manera absolutamente propagandística, en una plaza de tortura, algo que no había sucedido antes.

Finalmente, un lobby que, como gran hazaña, ha hecho que el gran padre de la patria, el insigne cazador de elefantes, ese gran macho que nos dejó en herencia el genocida Francisco Franco, reabriese la plaza de toros de San Sebastián con su hija segunda y los dos vástagos de ésta, los insignes Victoria Federica y Froilán de Todos los Santos, dos magníficos ejemplos de valores de juventud que, además, son menores de edad, por lo que, una vez más, la ejemplarizante familia impuesta por decisión fascista desobedece, también ejemplarmente, las recomendaciones que la ONU se ha visto obligada a hacer, alertando del riesgo que supone exponer a los menores a “la violencia de la tauromaquia”.

Están realmente desesperados viendo cómo su fortaleza incontestable se empieza a descomponer con grietas que no son puntuales sino estructurales. Intentan reforzar todos los pilares ante esta avalancha de sensatez, democracia y sentido común que se les está viniendo encima. Y recurren al más trascendental de esos pilares: el que ellos mismos se han forjado siglo a siglo, intentando un maridaje perfecto para hacer creer que su práctica criminal y anacrónica es un Arte, un gran Arte con todas sus mayúsculas, el Arte de la Lidia (como el diario El País llama a una sección que mezcla con la de Cultura), el Arte del Toreo, la insigne Tauromaquia que tanto ha aportado a la evolución del espíritu humano y que tan grandes pensadores ha aportado al mundo (en este punto, me veo obligado a hacer un pequeño parón e invitar al lector a que, si no lo ha visto, dé un repaso a este vídeo, uno de los grandes virales de este verano, que ha protagonizado uno de estos filósofos, y demostrada gran persona, llamado Ortega Cano, en el que esgrime magníficas razones de peso para tener en cuenta el seguimiento de este debate. Por favor, pasen y vean sin miedo. No haré ningún comentario al respecto).

La historia de la autolegitimación del arte y la cultura en este bochornoso espectáculo es amplísima, y parte de la apropiación indebida que se hace de la obra de Goya, el primer gran pintor que trató el tema de una manera extensa y compleja, conjugando el asombro y el espanto ante algo que sin duda siempre le atrajo, pero de lo que fue capaz de retratar su intrínseca e innata barbarie. La tauromaquia se ha apropiado siempre de Goya y lo ha convertido en emblema de su “arte”, cuando una lectura sencilla pero minuciosa de sus grabados nos transmite aspectos mucho más amplios de lo que los taurómacos han querido siempre ver. De la misma forma que hemos visto hoy hablar de corrida “picassiana”, desde hace años se llevan celebrando corridas “goyescas”, dando por hecho así que Goya es uno de los padres de esta tradición.

Doscientos años después, sería difícil entender que un hombre con los valores que Goya cultivó apoyase en esta sociedad aquello en lo que ha devenido esta “fiesta”. Tan difícil como ignorar su retrato de lo peor de la condición humana en ‘Los Desastres de la Guerra’. Y también en sus Tauromaquias. Continuaron tratando el tema otros pintores, como César Lucas y algunos que no tenían ni de lejos el espíritu crítico innato en Goya, convirtiendo la tauromaquia en un género propio lleno de tópicos y escenas decorativas con las que agradar a los aficionados burgueses que han sustentado durante siglos la “fiesta”. Un género con centenares de nombres poco ilustres que una y otra vez pintaron todo tipo de escenas taurinas con nulo sentido crítico y unívoca visión.

Así, el género pictórico taurino creció y creció, pero siempre complaciente y intrascendente: un arte como recreación de un espectáculo aceptado, al que no había objeciones que hacer y en el que lo único que cambiaba eran los motivos o el tono, más o menos poético o idílico; un arte que se recreaba en valores caducos, clasistas y misóginos, y que trataba de reforzar una identidad nacional machista y pasional.

Pero el mundo cambia y, con él, el arte cambia también. En el mejor de los casos, el arte supone la avanzadilla para que sea el mundo quien cambie y mejore, gracias a lo ya pensado y experimentado a través de él.

El mundo ha ido cambiando, mientras que ese espectáculo, basado en unos valores indignos de cualquier pueblo civilizado, ha pervivido a fuerza de imposición política, de falta de espíritu crítico y de un vergonzante revestimiento pseudoartístico. Los propios taurinos lo autodenominan Arte para cubrirse bajo el paraguas positivador y legitimador que supone todo lo que el concepto arte tiene para la humanidad. Sin pudor alguno, han tomado el hecho de que este espectáculo cruel y denigrante haya sido tema de muchos artistas como una legitimación de sí mismos, y no han tenido reparos en considerar también arte lo que ellos mismos hacen. Podríamos, así, hablar del Arte del Toreo de la misma forma que del Arte de la Ablación, algo que también tiene un ritual y está centrado en una tradición aún mucho más antigua que la de la tauromaquia; o del Arte de la Lapidación, otra gran tradición, aún viva en ciertas sociedades y que también requiere de unos ritos, de una parafernalia y, sobre todo, de un público activo. Y qué decir del ya desaparecido aunque irreparable Arte de los Autos de Fe, que tanta estética y gentío congregaba en las principales plazas de nuestros pueblos y ciudades, y que a tantos pintores, Goya incluido, también atrajo.

Los taurómacos han ultrajado la palabra y el concepto arte, y esta sociedad se lo ha permitido, gracias al sostenimiento presuntamente incontestable de las tradiciones, a la parafernalia estética que ha rodeado todo el ritual organizado (a la que han sucumbido muchos reconocidos artistas nacionales e internacionales, desde Manet a Schnabel) y al beneplácito explícito de los poderes fácticos, perfectamente representados en los palcos, de este pueblo inculto y domesticado en la barbarie que tanto supo rentabilizar el insigne padre de la patria Francisco Franco, ese señor que murió tranquilamente en un hospital hace ya cuarenta años pero que -cada vez somos más conscientes- dejó bastante de lo suyo.

Franco dejó demasiadas cosas atadas y más que atadas, muchas de ellas arraigadas en muchos que se consideran antifranquistas. Ante la urgencia política, la España que tuvo que cambiar dejó olvidados temas esenciales que resolver. Entre ellos, dejó manchados para siempre una bandera, una monarquía, un himno y unos símbolos que ni nos representan ni nos podrán representar jamás hasta que no hayan sido elegidos y aceptados por todos, como ocurre en las verdaderas democracias del mundo.

Y, entre esa gran herencia, Franco dejó perfectamente cimentada una “fiesta nacional” que ha pervivido incontestable hasta hace tan solo unos años, cuando el sentido común de la mayoría se impone ante la máxima de entender que es imposible concebir que la cultura se mezcle con la tortura y la muerte de un ser sintiente acorralado y humillado. Un sentido común que no encuentra en estos actos sino una muestra de sadismo, acoplado a un mundo que queremos que desaparezca de una vez por siempre. Franco no inventó los toros, pero sí supo sacarles el máximo provecho, iniciando sus subvenciones y sus retransmisiones, y apoyándose en ellos como gran símbolo de los valores de la raza hispana. Raza de machos, de hombres potentes que mezclan sangre y “poesía” en un ruedo en el que están férreamente establecidas las jerarquías sociales, y donde una muchedumbre grita y se extasía ante la sangre y la muerte de un animal acorralado y siempre en inferiores condiciones para una lucha a la que le obliga esa panda de cobardes que acabará asesinándolo en público.

El mundo Franco dejó esto, y es por ello que la imagen española -en connivencia con los nefastos tópicos que el siglo XIX francés construyó sobre nosotros- se ha apuntalado en unos valores que hoy en día rechazamos la mayoría, pues aborrecemos de pasodobles, toreros, cármenes, manolas y tantos seres que nos han hecho ser herederos de una identidad que nada tiene que ver ni con nosotros ni con nuestro tiempo.

Junto al beneplácito y apoyo pasional de casi medio siglo de infame historia de nuestro país, el autorecubrimiento y aceptación de sus torturas como arte ha sido una de las grandes bazas y uno de los pilares esenciales a los que recurren sus defensores. Y para ello, y esa es la pena, han contado con la complicidad activa de ciertos artistas que han participado de forma explícita, con sus posicionamientos y sus obras, en todo el engranaje.

En este sentido, Picasso es uno de las bazas esenciales, y con razón. Lejos de la mirada asombrada y desesperanzada que hay en toda la obra de Goya, la de Picasso, en el tema de la tauromaquia, supone un gigantesco paso atrás. En él no hay espíritu crítico alguno, ni mucho menos el menor resquicio de empatía con las víctimas de esta ignominia. Lo que encontramos en Picasso es un espejo de sus propios valores: fuerza, brío, hombría; pero también prepotencia y arrogancia, tan características de este misógino y empedernido priapista, que encontraba en los toros su mejor metáfora. Y al mismo tiempo, continuaba en la tradición decorativa de un género que, tras Goya, no había dejado ninguna obra que poder destacar.

Con la legitimación de un dios moderno como Picasso y con el apoyo mediático franquista -hoy recuperado por el actual Gobierno- el “arte del toreo” encontraba su mejor aliado posible. Alta y baja cultura protegiendo algo que, aunque incompatible con los valores de no violencia que se imponían en todo el mundo occidental, ellos sabían salvar, apuntalándolo tan perfectamente que parecía que sería algo que jamás se podría ni debatir en nuestro país.

Y así, tras este otro gran macho, muchos otros vendrían a pintar, y esencialmente a decorar, con esos motivos taurinos con los que no han aportado nada. Machos como Eduardo Arroyo (bien conocido por ser el único artista que asistió a la boda Aznar-Agag) o Miquel Barceló (el intrascendente y vacío gran pintor de la alta burguesía europea actual), y otros afamados machos-machos como José María Sicilia o Guillermo Pérez Villalta. Cuando digo machos no me refiero exclusivamente a una condición sexual, sino a una actitud de prepotencia adoptada en el ejercicio de su trabajo. Es el caso del popular José María Cano (el de Mecano), que tan bien ha sabido utilizar sus contactos para autopromocionarse durante años como artista y lograr posicionar sus “obras”, desde el Congreso de los Diputados hasta los carteles de las ferias de toros de importantes ciudades. Y no digamos el gran macho Pedro Almodóvar, quien con su película Matador y otros guiones como el de Hable con ella consiguió ver poesía donde la mayoría solo vemos tortura y muerte.

Todos hombres, grandes hombres del arte, absolutamente insensibles, apuntalando desde su ejercicio artístico positivador este ancestral festejo que la mayoría ya no podemos soportar. Hombres, siempre hombres bien, machos de conducta. Está llegando a su fin el tiempo de los presuntos hombres heroicos que fingen una lucha con una bestia, escondiendo que es amañada y desigual (como ocurre en el famoso Pressing Catch, donde curiosamente hay más personas accidentadas y muertas que en el toreo), y de aquellos que se recrean en esa representación. Como un día llegó a su fin, tras cientos de años de tradición, el de los gladiadores o el de las fieras que engullían cristianos.

Nos toca construir otro tiempo y todo se está precipitando de una manera mucho más veloz de lo que podíamos prever, pues, a pesar del atontamiento a que a través de los infames medios de comunicación y de la anticultura dominante se ha intentado imponer, la mayoría no puede entender que tal ejercicio de violencia y cobardía tenga espacio en la sociedad que quieren habitar. Mucho menos, que sea ningún tipo de arte, por muchos pasodobles, trajes de travesti, paseíllos y tantas otras parafernalias vergonzantes con que lo quieran recubrir.

La única realidad es que hay una animal forzado a mantener una lucha desigual, un animal encerrado en un espacio irreal donde decenas de energúmenos gritan y reclaman su tortura y muerte, ajenos a su sufrimiento. No, no hay espacio en esta sociedad para que eso siga sucediendo, como tampoco lo hay en nada que se llame arte, por mucho que se empeñen en apropiarse de un término y un concepto que no les pertenece. El arte tiene miles de definiciones posibles, todas aceptables, pero ninguna de ellas puede conjugarse con el ejercicio de la tortura y muerte de un animal, por mucho que los interesados en ello insistan en repetírselo a sí mismos. Ahí no hay arte alguno. Lo que hay es algo que tiene otros nombres, sadismo y embrutecimiento, dos cosas que no caben en el mundo que la mayoría queremos.

Señores, grandes machos, no den más vueltas: entreguen la armas de una vez por todas. Les daremos entonces los pinceles, y cualquier gesto que hagan con ellos, o incluso sin ellos, sí lo podremos considerar el mejor y más bello ARTE del mundo. Ese que no es otro que el de saber evolucionar con dignidad para construir un mundo mejor, en el que eso que hasta ahora hemos permitido y que ha sido su sustento pertenezca definitivamente al pasado. Somos una generación gigantesca que cree en el diálogo y en el sentido común. Como dijo hace poco la joven Manuela Carmena: “creemos en la reinserción”. Los estamos esperando con las manos abiertas.

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