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El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.

Editamos Ruth Toledano, Concha López y Lucía Arana (RRSS).

El artista Lino Lago lleva el sufrimiento animal por primera vez a un museo español

'Esto no es una pipa'. Óleo sobre lienzo. Lino Lago

Ruth Toledano

  • Esto no es una pipa, del artista Lino Lago, estará abierta al público en el Museo de Arte Contemporáneo Gas Natural Fenosa, en A Coruña, hasta el próximo 28 de febrero
  • La muestra, comisariada por Rafael Doctor, se centra, por primera vez en una institución pública en España, en la injusticia y el sufrimiento de los animales. Con motivo de ARCO 2015, Doctor publicó en El caballo de Nietzsche el artículo El mundo del arte, impasible ante al drama animal

Negacionismo

Ante el “eterno Treblinka” en el que viven los animales no humanos, las sociedades humanas, en un estadio de evolución aún especista, reaccionan como el negacionismo ante el horror del Holocausto. La situación de los animales fue definida así por el escritor Isaac Bashevis Singer, quien tres décadas antes de recibir el Premio Nobel de Literatura, en 1978, había sobrevivido al exterminio nazi, que aniquiló a gran parte de su familia: “Los hombres son nazis para los animales y su vida es un eterno Treblinka”.

Sobre el negacionismo en relación al holocausto cotidiano que sufren los otros animales (los animales no humanos) se extiende J. M. Coetzee, también Premio Nobel de Literatura, en la Lección 3 de su novela Elisabeth Costello, titulada ‘Las vidas de los animales’ y dedicada a sus derechos y a las relaciones que los humanos mantenemos con ellos. La vieja escritora que recorre el mundo dando conferencias compara lo que se hace a los animales “en los centros de producción (ya no me atrevo a llamarlos granjas), en los mataderos, en los barcos pesqueros o en los laboratorios” con los campos de concentración del Tercer Reich. Y extiende ese “pecado”, “esa enfermedad del alma” de los criminales nazis a todos aquellos que obviaron su crimen: los vecinos, los conocidos, quienes vivían en las inmediaciones de los campos de concentración y exterminio. “Solamente resultaron inocentes los que estaban en los campos”, concluye.

Solo en Treblinka murieron entre un millón y medio y tres millones de personas. En lo que a los animales respecta, y centrándonos solo en el caso de los cerdos, en los centros de producción (ya no me atrevo a llamarlos granjas) y mataderos de todo el mundo mueren anualmente unos 1.400 millones de individuos: Smithfield Food, la mayor empresa porcina del mundo, con sede en Virginia (EEUU), mata a casi 30 millones de cerdos al año. En los centros de producción y mataderos españoles malviven y mueren cerca de 40 millones de individuos. La mayoría de ellos son cochinillos (bebés), seguidos por cerdos en proceso de engorde y cerdas reproductoras. Esos millones de cochinillos son apartados de sus madres, confinados y mutilados sin anestesia: les cortan el rabo y los testículos, les arrancan los dientes, les tatúan un número en la oreja. Tras varios meses sometidos a engorde, privados de libertad y sin haber conocido siquiera la luz del sol (solo oscuridad, cemento, hierro oxidado que deforma sus pezuñas, cuerpos agonizantes y cadáveres a su alrededor), los que hayan sobrevivido a ese infierno serán subidos a la fuerza a un camión y conducidos al matadero. El hacinamiento les habrá producido dolorosas heridas, diversas infecciones y un profundo estrés emocional que manifiestan a través de comportamientos estereotipados: se dan golpes contra los barrotes, chupan las rejas, se balancean. Las madres recién paridas apenas pueden incorporarse porque están encerradas en una estructura metálica del tamaño de su cuerpo: la jaula de gestación. Unas madres que, angustiadas, doloridas, cautivas entre hierros, ni siquiera pueden lamer a sus pequeños hijos. Tumbadas sobre una reja metálica que filtra sus excrementos, solo son capaces de ofrecer las mamas a sus cachorros, que a veces mueren bajo su propio peso porque ellas no pueden levantarse para liberar al que ha quedado atrapado. Las cerdas destinadas a la reproducción son aprisionadas en esas jaulas durante años. Cuando ya no puedan parir más, esas madres exhaustas, derrotadas, enloquecidas, irán también al matadero. Toda la industria cárnica utiliza jaulas de gestación, auténticos instrumentos de tortura.

La gente que vivía en las inmediaciones de Treblinka, gente normal, adujo después que no sabía a ciencia cierta lo que allí sucedía, que no era posible saberlo, que no se veía. En gran medida, no quisieron ver. Del mismo modo, la gente no quiere saber del gran holocausto animal que se produce cada día en las inmediaciones de cada una de nuestras vidas, de cada una de nuestras ciudades, de cada uno de nuestros centros comerciales. A pesar de que ya existen numerosos canales de información y denuncia de la enorme maquinaria de sufrimiento y muerte que supone la industria de la carne, mucha gente se resiste aún a verlo. La propia industria se esfuerza por que no sea visible, pues la visibilidad de lo que sucede tras sus muros podría dañar seriamente las cuentas de resultados de su negocio. Los consumidores se resisten también: el hecho de ver lo que antecede a nuestro plato podría resultar insoportable y obligar a tomar decisiones sobre la propia vida.

La pieza

Sobre lo que queremos o no queremos ver, lo que se nos muestra y lo que no, sobre los límites al conocimiento que se nos impone y aceptamos imponernos, trata la pieza de Lino Lago que reproduce, desde y hasta un determinado punto, un programa de televisión.

Estamos en 1978. El periodista Florencio Solchaga presenta un nuevo capítulo de ‘Vivir cada día’, popular programa emitido por Televisión Española entre 1978 y 1988, y dirigido por el también periodista José Luis Rodríguez Puértolas.

La cortinilla de apertura general del programa ‘Vivir cada día’ era una sucesión de escenas y personajes de la España rural. Aunque aparecían varias especies de animales no humanos (vacas, ovejas, perros), ninguna de esas imágenes era aparentemente cruenta. La entrega en la que se basa la pieza de Lino Lago, sin embargo, se tituló ‘La matanza en Entrepeñas’. Trataba de la matanza del cerdo que se lleva a cabo cada año en Entrepeñas de Sanabria, provincia de Zamora (Castilla y León). En 1978, Entrepeñas tenía 90 habitantes. En 2013, 61.

Sobre los acordes de una pieza de música medieval aparecían las primeras imágenes del pueblo. Y también las de sus habitantes: una oveja que bala solitaria; una anciana que camina apresurada, apretando bajo el brazo a un pequeño cordero; un perro que la sigue; una mujer seguramente joven que conduce a otra oveja a modo de carretilla, agarrando sus patas traseras como si fueran asas; otra anciana que lleva colgando de la mano a una gallina, sosteniéndola con fuerza de sus patas. A los acordes musicales se superponían y mezclaban de pronto unos chillidos animales. Iban apareciendo más hombres y mujeres. Todos con un animal en la mano o en los brazos. Se veía el aletear desesperado de varias gallinas que colgaban boca abajo. La primera persona que habla en el reportaje es un hombre de avanzada edad: “Aquí casi todos los vecinos… Se mata. Aquí, en estos días, entre la Concepción y Santa Lucía, antes de llegar la Nochebuena, todo el mundo… Menos de tres días, nada, porque un día se matan, el día siguiente se desarman y luego, al día siguiente, ya se hacen los chorizos y se hacen todas las cosas y ya se termina (…) No solo de pan vive el hombre. La vida está más moderna, hay que comer un poco mejor”.

La pieza de Lino Lago reproduce un fragmento del reportaje, en el que Florencio Solchaga, periodista cuyo predicamento mediático fue incuestionable durante la Transición política española, hace un largo discurso introductorio, antes de dar paso a eso que no veremos. “Cambia incluso el ritmo del pueblo”, comienza Solchaga, refiriéndose a esos días de matanza. Es fácil deducir que el hecho de que se produzca una matanza en un pueblo cambie incluso el ritmo de su vida, por lo que la facilidad de tal obviedad tiene íntima relación con que la matanza a la que se refiere no es humana, es decir, contra humanos. Esa obviedad conlleva de entrada un desmerecimiento especista, una infravaloración de la propia vida de quienes serán las víctimas de esa matanza: los cerdos.

“Se han matado este año entre 110 y 120”, prosigue el presentador. Recordemos que en 1978 había en Entrepeñas 90 habitantes, incluidos bebés, niños y ancianos. De no hacer sido cerdos, es decir, de haber sido humanos, Solchaga no podría pronunciar tales cifras con semejante imperturbabilidad: la matanza sería considerada una masacre y su indiferencia, inhumana. No sería digno de formar parte de los nuestros; mucho menos, una voz de referencia. Pero el periodista se refiere a la matanza como “este oficio, esta faena”. Lee entonces un papel con los siguientes datos: según la Dirección General de Producción Animal, dependiente del Ministerio de Agricultura, el número de cabezas da ganado porcino supera en España los 9 millones en el año 1976, y el número de animales “sacrificados” en el año es aproximadamente de 8,5 millones. Incluye tanto los animales llevados [dice “las llevadas”: son contadas como cabezas, no como individuos] al matadero como “las muertas en plan de matanza familiar”, que son unas 300.000. Solchaga deja entonces lo que denomina la “estadística fría de los números” para referirse a la matanza como a “una fiesta”, “un rito en el que el sacrificio del animal, con sus gritos, con su sangre, es el acto esencial. Y después de la muerte, el descuartizamiento, el preparado de las morcillas, el embutido, el curado de los jamones etc”.

Fijémonos en que se contrapone la frialdad de los números, de las estadísticas, con [el calor de] los gritos y de la sangre. Una contraposición paradójica, pues lo que cobra vida frente a las cifras -con la coartada del rito, del “acto esencial” a la vida ancestral humana- serán el terror, el dolor y la muerte. El descuartizamiento. La fiesta. Una fiesta ante la que Solchaga, sin embargo hará una extensa llamada de atención:

“Antes de mostrarles el programa queremos hacerles dos advertencias (…) La segunda advertencia va encaminada a los pequeños, que estos días disfrutan de sus vacaciones navideñas y están ahí en sus casas delante del televisor esperando que llegue Mazinguer. Bueno, para los pequeños y también para algunos adultos, porque mostrar todo el rito, el sacrificio de la matanza, conlleva en sí el mostrar una serie de escenas, cotidianas y naturales para nosotros, pero que quizá para alguno de ustedes, poco acostumbrados a los gritos, a la visión de la sangre del animal, puedan resultarles chocantes e incluso desagradables. Pero nosotros opinamos que no se puede informar de un hecho como este, tan importante para tantas familias españolas, sin filmar unos hechos digamos que violentos, y que quizá puedan herir la sensibilidad de algunos de ustedes. Pero por otro lado pensamos que nada es tan sencillo como mostrar las cosas tal y como son, tal y como suceden en la realidad”.

El programa ‘La matanza en Entrepeñas’ sigue pues su curso, aunque la pieza de Lino Lago llega hasta ahí, hasta el momento en que el periodista que presenta la matanza advierte (con la frialdad propia de un estadístico) de que la violencia que se va a mostrar no es apropiada para los niños, ni tampoco para “algunos adultos”. Algunos. No todos. ¿Quiénes?

Yo

El escritor colombiano (medellinense, habitante del DF) Fernando Vallejo, que aún no ha recibido el Premio Nobel, asegura desconfiar de toda literatura que no esté escrita en primera persona: la considera falsa (imposible). Yo me fío de su criterio. Es el criterio de alguien que, en boca del narrador de su novela La Virgen de los Sicarios, determinó:

“Puedo establecer, con precisión, en qué momento me convertí en un muerto vivo”.

Vallejo cuenta entonces el episodio, premonitorio además en la trama de la novela, en el que su protagonista, que camina de noche bajo la lluvia con su amante, el joven Alexis, encuentra a un perro moribundo semihundido en un arroyo:

“Hubiera querido seguir y no ver, no saber, pero el perro con una llamada muda, angustiada, ineludible me llamaba arrastrándome hacia su muerte.”

Lo que sigue es su decisión de acabar de un disparo con la terrible agonía de ese perro fatalmente herido, de quien no saben cuánto tiempo lleva allí ni siquiera dónde está su casa, si es que alguna vez la tuvo. El personaje de Vallejo increpa a Dios por su cobardía, por usar al hombre, “su sicario”, para matar.

“El perro me miraba. La mirada implorante de esos ojos dulces, inocentes, me acompañará mientras viva, hasta el supremo instante en que la Muerte, compasiva, decida borrármela. (…) Y mientras el aguacero arreciaba enfurecido y se iba cerrando la noche entendí que la felicidad para mí sería en adelante un imposible, si es que acaso alguna vez antaño, en mi ayer remoto, fue una realidad, escurridiza, fugitiva”.

He querido remitirme a ese momento cumbre de la literatura contemporánea para justificar que continúe con mi reflexión acerca de la pieza de Lino Lago sobre ‘La matanza de Entrepeñas’ evocando un episodio de mi propia infancia que marcó el momento exacto en el que descubrí que algo espantoso sucedía a mi alrededor. Algo que, como al personaje de Vallejo (a Vallejo), me acompañará hasta el final de mis días.

Nací en un pequeño pueblo de León donde todos los inviernos se llevaba a cabo la matanza del cerdo, de muchos cerdos. Mi familia no hacía matanza –no teníamos cerdos, vivíamos allí porque mi abuela era la maestra-, pero sí la mayoría de los vecinos. Mi abuela era una maestra de la Institución Libre de Enseñanza sometida al silencio y a la coacción de la dictadura franquista, pero me transmitió aspectos muy valiosos de otra clase de pedagogía: por ejemplo, el amor a los animales y la fascinación por la naturaleza. El amor que sentíamos por los animales no impedía que los comiéramos, no permitía establecer la relación veraz entre el chorizo que yo merendaba y aquellos cerdos de los vecinos a los que me apasionaba visitar. Por supuesto, yo sabía que los chorizos procedían de los cerdos, pero digamos que, en el trayecto que separaba la vida del cerdo y mi bocadillo de chorizo, había un eslabón que el relato escamoteaba. Descubrí esa vinculación a través de los horribles gritos de los cerdos durante la matanza. Y ni siquiera. Volvamos a las pocilgas.

Los cerdos de los vecinos pasaban toda su vida en unos espacios minúsculos, inmundos, donde eran obligados a permanecer en casi absoluta oscuridad. Ahora sé que aquellas pocilgas eran lo más parecido a un zulo que he tenido ocasión de conocer, pero se trata de una cavilación posterior. Con siete u ocho años, aquellas cuadras eran lugares fascinantes, en los que me gustaba colarme, donde no me cansaba de pasar el tiempo. La razón era que allí estaban los cerdos. Y a mí me gustaba estar con ellos. Siempre me advirtieron, sin embargo, de que nunca debía tocarlos ni olvidarme de mantener con ellos una distancia de seguridad. Decían que los cerdos podían atacar, y acaso fuera cierto: toda su existencia consistía en un permanente encierro, un eterno engullir para engordar. Vivían separados, a veces solo por un mugriento murete de adobe o de ladrillo, de sus congéneres, otros cerdos que probablemente fueran sus propios hijos, a los que oían y sentían muy cerca pero no podían siquiera rozar. Jamás se relacionaban con otros animales. Dormían sobre montones de restos de comida (sobre todo, mondas de patata) y enormes cantidades de excrementos, que formaban capas y capas de un magma pestilente y acababan por formar enormes costras secas pegadas a sus cuerpos. Estaban tan sucios que la mayoría de las veces era imposible ver su piel. Su piel rosada.

Puedo establecer, con precisión, en qué momento tomé conciencia del terrible sufrimiento que se les causaba a los animales que amábamos. Supe que los aullidos que oí desde mi cama eran los de los cerdos del vecino, aunque no sé por qué fue esa la primera vez que supe que respondían a un daño espantoso y definitivo. Aquellos gritos de mis amigos los cerdos me acompañarán hasta mi propia muerte como la mirada del perro de Vallejo. Solo recuerdo después mi pánico, mi llanto, mi ansiedad. Y a mi abuela tratando de consolarme y tapándome la cabeza con la almohada. Los gritos de los cerdos lo ocupaban todo sin remedio. Y mi abuela, que me hacía bocadillos de chorizo para merendar, no quería que los oyera.

En los últimos años, he vuelto a tener la oportunidad de acercarme a otros cerdos, que viven en santuarios donde han sido rescatados. He podido comprobar que son mansos, simpáticos, comunicativos. Les gusta hozar al sol, rebozarse en el barro y que les rasques la tripa. Buscan a los demás. Los cerdos no son unos glotones sin medida: comen hasta que se sienten saciados, a no ser que su situación les provoque un estrés que les lleve a engullir de manera compulsiva. A los cerdos les gusta correr. En condiciones normales, es decir, sin haber sido sobrealimentados contra natura para obtener más carne de su cuerpo, pueden llegar a recorrer más de un kilómetro y medio por minuto. Vivir permanentemente encerrados en espacios minúsculos (el caso extremo son las jaulas de gestación de las cerdas) supone para ellos una tortura física y psicológica difícilmente imaginable.

Cuando se permite conocer a los cerdos como individuos y no como cartesiana máquina de la que salen salchichas o chorizos (incluso la OMS ha tenido que advertir del peligro para la salud pública que supone el consumo de carne, aunque aquí me centro en el peligro extremo para la salud pública de los cerdos que suponemos los humanos), se comprueba que son animales extremadamente sociables e inteligentes (entendiendo la inteligencia como un arbitrario baremo antropocentrista que califica el comportamiento ajeno solo desde donde puede asemejársele). Los cerdos son muy parecidos a los perros en su relación con los animales humanos, incluso eso que se llama más leales y, según coinciden cuantos conviven con ellos, bastante más divertidos.

Resulta impactante que individuos así descritos, tan afectos a los animales humanos, sean nuestras principales víctimas. La cifra es tan abrumadora, tan difícilmente concebible, que conviene que la repitamos: 1.200 millones de cerdos son matados al año en el mundo para que los engullan esos humanos con quienes a ellos les gusta tanto estar. Resulta profundamente desgarrador que la muerte sea su liberación, como lo sería para cualquier mamífero, incluido todo humano, cuya vida entera esté siendo sometida a las peores condiciones de cautividad, al asilamiento, a la separación de tus padres y de tus hijos, a la oscuridad, a los empujones, a los tirones, a las patadas, a los golpes, a la mutilación. La muerte como liberación si, tras esa vida de secuestro, eres conducido y subido a la fuerza (más empujones, más tirones, más patadas, más golpes) al remolque de un gélido camión que, hacinado hasta la asfixia con otros congéneres, te lleva a un lugar desconocido. Si eres capaz de sobrevivir al trayecto.

Un conocido diario eliminó en una ocasión la foto que ilustraba un artículo que escribí sobre estas circunstancias. Aunque siempre en discusión, hay un código deontológico periodístico (al que se acogía Solchaga para presentar ‘La matanza de Entrepeñas’) que establece qué imágenes deben ser mostradas y cuáles no; si, por ejemplo, deben publicarse las fotos de los cuerpos desmembrados de las víctimas de un atentado, para denunciar esa violencia, o, por el contrario, debe preservarse la dignidad última de esas víctimas. La foto que ilustraba mi artículo mostraba la cara de un cerdo buscando aire (salida) a través de uno de los huecos del remolque de un camión de transporte de ganado. El cerdo estaba vivo (no estaba –aún- abierto en canal, chorreando sangre, colgado de un gancho en una sala de despiece, descuartizado). Aparentemente, no presentaba heridas. Pero la foto no fue publicada porque resultaba “desagradable”: la cara del cerdo manifestaba una angustia, una asfixia que no se consideró conveniente mostrar a los lectores. El jefe de redacción puso sobre la cabeza de los lectores la almohada que mi abuela apretaba sobre mi cabeza para que no oyera los gritos de los cerdos de la matanza. Pero la matanza de mi pueblo se llevó a cabo. Pero el cerdo de mi foto fue transportado al matadero.

El arte

Los artistas se han ocupado de comprometerse con el dolor humano (otra cosa es que el mundo del arte apenas haya hecho de ese compromiso sino una caja registradora más). Sin embargo, pocos artistas se han ocupado de registrar (representar, interpretar, sentir, contar) el dolor de los no humanos.

Lino Lago es uno de ellos. Se ha preguntado por un estado de cosas, un sistema, que se emplea en hacernos creer que una cosa no es lo que parece (que una matanza es una fiesta). Se ha comprometido con la búsqueda de sentido de unas realidades que nos competen porque estamos implicados en su proceso, y se ha empleado en desenmascarar nuestras perversas complicidades cotidianas, que son veladas, disfrazadas con eufemismos o, sencillamente, escondidas.

A través de esta pieza en la que un periodista alerta de la “violencia” de lo que presenta, de lo “desagradable” que puede resultar para los niños y para “algunos adultos”, Lago crea un discurso alternativo al statu quo, critica esa violencia, interpela desde el arte al mundo del arte (le insta a abrir los ojos, a ver justo lo que no nos va a mostrar), interpela al mundo: nos pregunta qué no queremos ver y por qué no queremos ver. En última instancia, señala una culpa, una complicidad: el pecado, la enfermedad del alma que Elisabeth Costello diagnostica en todas aquellas personas que toleraron con su indiferencia el horror de los campos de Treblinka. Cortando su pieza sobre el reportaje de la matanza de Entrepeñas justo cuando comienza la matanza, nos sitúa en una casilla de salida ética: a partir de ese punto, no será el artista sino el espectador quien habrá de decidir si quiere saber qué viene después, por qué el periodista da esa paradójica voz de alarma. El artista ofrece su obra como una linterna, que desde ese momento el espectador puede resolver no utilizar o puede animarse (infundirse vigor, energía moral, esfuerzo, dotarse de movimiento, abrirse camino) a encender para ver con la necesaria luz lo que esconden las advertencias, los cortes, los velos, las cortinas, los portones, los muros. Los silencios y las representaciones falsarias que ofrecen los mundos de las industrias y recogen, acríticos, las mundos privados y, colaboracionistas, los mundos del arte.

Hablamos de cuerpos. De los millones de cuerpos de Treblinka. De los millones de cuerpos del eterno Treblinka. De la disciplina que les impone el poder, de la violencia que les inflige y del ocultamiento del daño intrínseco a ese poder. El cuerpo (de los judíos, de los cerdos) será el “origen del origen” foucaultiano de las relaciones de dominación. El cuerpo se hace político. En la obra de Lino Largo, el cuerpo (de los cerdos), al no verse, se hace ver: y, si sabes, juzgas moralmente y actúas en consecuencia. La experiencia íntima se vuelve acción política; la toma de decisión personal cambia el mundo. El objeto (la pieza de Lino Lago) se pone al servicio de los sujetos (los cerdos, los animales cosificados) para dignificarlos, en tanto que obra de arte, como individuos, como vida:

“En nuestra sociedad el arte se ha convertido en algo que no concierne más que a los objetos, y no a los individuos ni a la vida. Que el arte es una especialidad hecha sólo por los expertos que son los artistas. Pero ¿por qué no podría cada uno hacerse de su vida una obra de arte? ¿Por qué esta lámpara, esta casa, sería un objeto de arte y no mi vida?”

Cuando preguntan a Elisabeth Costello a dónde quiere llegar con sus disertaciones acerca del negacionismo durante el Tercer Reich, el eterno holocausto al que son sometidos los animales y el vegetarianismo, la escritora se remite a la compasión, a ponerse en el lugar del otro. Señala la empatía como clave. “Hay que abrir el corazón”, dice. El personaje de Fernando Vallejo se pone en el lugar del perro abandonado y le abre su corazón, aunque eso signifique, en cierto sentido figurado, su propia muerte. Del mismo modo, la niña que yo fui, aunque herida de muerte para siempre por los gritos de pánico y dolor de los amigos cerdos, abrió su corazón bajo aquella almohada que se quería protectora. Una almohada indudablemente amorosa y amargamente cómplice.

Lino Lago levanta la almohada de mi cabeza. Con la delicadeza debida, aparta la mano de mi abuela y me permite oír. Hasta el final. Hasta que el tormento de mis amigos es tan preciso, tan reconocible, tan incontestable, que baja de mi cabeza, navega por mis ojos, atraviesa el nudo en mi garganta y llega hasta mi corazón. Y me lo abre. Y me permite ver. Y hace mi cuerpo, también, político.

Sobre este blog

El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.

Editamos Ruth Toledano, Concha López y Lucía Arana (RRSS).

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