Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Creced y multiplicaos
La primera vez que oí la expresión 'ineficiencia regulatoria' pensé en algo nuevo, producto de los tiempos que corren, no de algo que estuvo ahí toda la vida como el gin tónic y las señales de tráfico. La 'ineficiencia regulatoria' es ese proceso por el que los papeles se reproducen a sí mismos, formando montañitas sobre la mesa de la cocina, resmas en la del escritorio, pilas en la bandeja de asuntos pendientes. Uno deja un papel apartado en un lugar y al día siguiente hay dos, luego cuatro y a la semana una jungla que como la jungla es exuberante y se desarrolla hasta en los pedregales. Lo contaban Kafka, Phillip K. Dick y Aldous Huxley. Debería inventarse un nombre a ese proceso de reproducción misterioso en el que se consuma un matrimonio de papel con las bendiciones de la Santa Madre Burocracia.
Dos amigos se reúnen en un café y deciden montar un club de petanca. Ellos no lo saben, pero la mayor parte de su tiempo no estará dedicado a la petanca, su pasión, sino a rellenar formularios. Para jugar a la petanca no hace falta un pedazo de tierra y unas bolas de metal. Concluirán que a la petanca se juega con formularios, declaraciones juradas y estatutos, de la misma manera que para justificar la construcción de una bolera hay que demostrarlo sobre el papel cuando tan fácil sería ir a verla.
En España se publican al año un millón de páginas de normativas de variado pelaje. Ese es el marco regulatorio. Las administraciones son las mayores editoriales que existen. Leyes, órdenes, decretos, desarrollos reglamentarios… del Estado, de las autonomías, de los ayuntamientos, de las juntas vecinales, de los organismos autónomos, de los colegios profesionales… Una montaña de papel cuyo fin es un imposible: regular todos los casos, acotar todas las variables, prever toda acción en el tiempo y en el espacio. Y este afán regulatorio consume más tiempo y esfuerzos que lo que cuesta vivir. Vivimos para demostrar que vivimos sin realmente vivir. Una distopía.
Se calcula que la 'ineficiencia regulatoria', porque este marco regulatorio férreo sólo produce quebraderos de cabeza y es ineficaz, consume un equivalente al 20% del PIB de España, sin aportar nada en especial, más que la tranquilidad del gestor, satisfecho por saber que medio país está trabajando para él. Éste, sin embargo, es uno de los principios máximos de este delirio papelero (vale también la versión digital): creced y multiplicaos. Sólo así puede entenderse que la gestión pública y privada requiera periódicamente más personal, del mismo modo que el gobernante considera prioritario añadir más metros cuadrados a su despacho. En este disloque burocrático, con ribetes religiosos, el servidor público es un bizarro y numantino defensor del reglamento, sabedor de que la justificación de su puesto de trabajo depende de que el papel circule, cuanto más, mejor.
Hay otra consecuencia de este delirio. Dado que es humanamente imposible leer todas las normas que se publican y, aunque en público se diga lo contrario, el caudal regulatorio produce islas normativas a las que se agarran los adictos a la corrupción. Una administración trabaja obsesionada por tapar todos los resquicios, pero en realidad crea agarraderos en donde es posible dar una apariencia de legalidad a los amantes del latrocinio, que, como delincuentes que son, se saben el código penal al dedillo y son expertos en localizar fisuras e ínsulas excepcionales. Saben más de la flora normativa que el regulador y así veremos cada vez más un fenómeno que no es tan nuevo como aparenta: la corrupción legal. Nada de mafiosos analfabetos con chistera y puro, sino burócratas pasados al lado oscuro del boletín oficial.
¿Realmente necesitamos todo esto? ¿Se puede vivir con menos normas?
Sin duda. Los liberales de la facción austríaca, también apodados como 'libertarios', son partidarios de reducir el Estado a la mínima expresión (tampoco demasiado, no sea que haya que llamar a la Policía). Adoradores de la regulación mínima, creen que la única Biblia por la que una sociedad ha de regirse es el Código Penal, de tal modo que lo que no esté ahí 'se puede hacer', sin más. Esto puede parecer muy de ácratas y puede definirse a un liberal como un ácrata con billetera. Pero más allá de lo frívolo, sí que hay otra diferencia: uno pone en lo alto de su jerarquía de valores a sí mismo; mientras que el otro pone a los demás. Es responder a la pregunta de qué hacemos con la solidaridad lo que define.
Me imagino que uno se hace liberal o anarquista dependiendo de su lugar de nacimiento, porque no es lo mismo nacer en un secarral extremeño que en el barrio de Salamanca, ni es lo mismo pegarle fuego al registro civil que presentarse a las elecciones. Pero ambos detestan al regulador y ambos tienen menos futuro en esta sociedad que un amante de la buena conversación y las sobremesas tranquilas.
En nuestra sociedad tecnológica e incomunicada, el papel progresa adecuadamente hacia la ineficiencia.
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