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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González
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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Imprescindible territorio doméstico

Empleadas de hogar piden que se blinden sus derechos y salir de la economía sumergida. |

Patricia Manrique

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Nuestra civilización occidental se edifica, desde prácticamente sus comienzos, sobre una clamorosa minorización: la del ámbito doméstico y los trabajos reproductivos. Desde la Grecia Antigua, se ha trabajado para que el ámbito doméstico, en el que se cubren las cuestiones más básicas y esenciales de la vida, desde la alimentación y el descanso a las relaciones más íntimas y cotidianas, ese sin el cual sería imposible la supervivencia, se halle por debajo, en cuanto a importancia y valor social, de los trabajos realizados en el espacio público. En una operación genuinamente patriarcal, el ámbito doméstico ha sido excluido sistemáticamente de la reflexión y acción política. La Modernidad y la liberal separación entre lo público y lo privado apuntalaron esta jerarquía.

Esto explica que el trabajo reproductivo, el trabajo doméstico, se realice aún de modo gratuito y en condiciones de semiesclavitud por mujeres: las labores que realizan, sin remunerar, las mujeres en el hogar supondrían el 41% del PIB en España si se pagaran, según el informe 'Voces contra la precaridad: mujeres y pobreza laboral' de Intermon Oxfam. Y también explica que, cuando es externalizado, el trabajo doméstico se desempeñe en condiciones vergonzantes.

Siete años llevan las trabajadoras del hogar pidiendo que se ratifique el Convenio 189 de la OIT y parece que, al fin, el Gobierno va a pasar de las palabras a los hechos firmando este acuerdo que ofrece una protección específica al trabajo asalariado doméstico. Algo que, en el fondo, implica que se cumplan en el sector los principios básicos exigibles en todo trabajo normalizado. Adoptado en 2011, exige establecer las horas de descanso diarias y semanales —por lo menos 24 horas—, una edad mínima para trabajar, un salario mínimo, garantizar la elección del lugar de residencia y vacaciones —que no haya obligación de residir en la casa en donde se trabaja ni de quedarse durante las vacaciones— y, cuestión importante porque responde a una práctica tan común como escandalosa, que los períodos durante los cuales las trabajadoras domésticas permanecen a disposición del hogar empleador para responder a posibles requerimientos de sus servicios sean considerados como horas de trabajo.

Un régimen de excepción

La clamorosa obviedad de los derechos recogidos en el Convenio 189 dan una idea de las coordenadas en que se ha desarrollado y desarrolla el trabajo en el hogar, de la limpieza a los cuidados, en un régimen de excepción que se explica, de nuevo, por la minorización del territorio doméstico y la feminización de estas tareas, su desvalorización por tratarse de un ámbito laboral ocupado mayoritariamente por mujeres.

Sin que la ratificación del Convenio 189 deje de ser un éxito debido de las movilizaciones y demandas de las trabajadoras domésticas, lo cierto es que buena parte de los derechos que el Convenio reconoce ya forman parte, desde hace años, de la legislación española —Real Decreto 1620/2011, de 14 de noviembre, en vigor desde 2012, por el que se reguló “la relación laboral de carácter especial del servicio del hogar familiar”— por lo cual lo verdaderamente necesario y urgente es un compromiso efectivo que garantice los derechos controlando la actividad en el sector.

Comprobar que los contratos escritos recojan con detalle todas las condiciones de trabajo, que se respete el derecho a cobrar todas las horas, que la jornada máxima sea de 40 horas, que haya un descanso de 12 horas entre las mismas, que sea efectivo el derecho a la integridad física y a la intimidad… debería ser trabajo cotidiano de la Inspección de Trabajo desde 2012. Cumplir cada uno de ellos debiera ser, asimismo, la obligación, desde entonces al menos, de empleadores y empleadoras que, en demasiadas ocasiones, se comportan con actitudes esclavistas.

Una cosa es que haya familias que deban soportar situaciones complejísimas y dramáticas, y con condiciones económicas que dificulten el pago de los servicios que requieren, pero otra bien distinta que tengan que ser las trabajadoras domésticas quienes carguen a sus espaldas el fracaso del Estado y la propia sociedad en los cuidados. Y es el colmo que las propias instituciones incumplan sus obligaciones en esto, como ocurrió con las auxiliares a domicilio subcontratadas en Cantabria por el ICASS a una empresa que no respetaba sus derechos.

La realidad del 'suelo pegajoso'

Por otro lado, aunque las empleadas se hayan integradas en el Régimen General de la Seguridad Social, es con un sistema especial que supone un recorte de derechos y cotizaciones que las mantiene en la precariedad. No cotizan por lo que ganan, sino por tramos y, a diferencia del resto de trabajadores por cuenta ajena, no tienen derecho a seguro de desempleo ni los mismos criterios de cálculos que el resto de trabajadores para cobrar las pensiones, que resultan, así, ínfimas o inexistentes.

Si la precariedad ya pega más duro a la población femenina española, el empleo doméstico es el sector que tiene la tasa de jornada parcial más alta de todo el mercado laboral, un 56,4%. El salario en este tipo de trabajo —datos de UGT— es un 59% inferior al salario medio bruto total y el 44% de las asalariadas perciben menos de 717 euros, a lo que se suma que casi el 70% de sus pensiones de jubilación precisan complementos a mínimos. Según otro estudio de Oxfam con la Universidad Carlos III, una de cada tres trabajadoras domésticas vive en hogares bajo el umbral de la pobreza (34,3%). Este es el panorama que ofrece el denominado 'suelo pegajoso', mucho menos conocido y popular que el 'techo de cristal'.

Las lógicas de género se entreveran con las de clase y raza, se refuerzan recíprocamente, y más del 42% del total de afiliadas en trabajo doméstico son mujeres de nacionalidad extranjera. Resulta, así, que hay un mercado laboral femenino, poco valorado y mal pagado, integrado por empleadas del hogar y cuidadoras domésticas que migran desde Asia, África, América Latina y el Caribe para trabajar en Estados Unidos, Canadá, Europa occidental y Japón. La división internacional del trabajo es sexual y es racial.

En estos casos, no es raro que se las contrate por 40 horas a la semana pero, al dormir donde trabajan, deban estar 16 o 24 horas disponibles. La ley actual permite las llamadas “horas de presencia”, hasta 4 al día y 20 a la semana, en las que no realizan tareas concretas, pero tienen que estar disponibles, sin contar, en consecuencia, con ese tiempo para asuntos propios. Su coste queda a la negociación entre la trabajadora y el empleador y suponen la legalización de jornadas de 12 horas, fomentando la explotación. Para colmo, aunque tiene gran presencia en colectivos y movilizaciones, las mujeres migradas sufren el chantaje y el miedo a ser deportadas y devueltas a su país.

Alerta: crisis de cuidados

No se puede seguir consintiendo que la importancia del sector doméstico —brutal— sea inversamente proporcional al valor que socialmente se le otorga —poco o ninguno: son trabajos invisibles—. Será la propia realidad quien imponga cambios que hasta ahora no hemos sido capaces de implementar, desde una educación que reconozca la importancia de lo reproductivo o un reparto más equitativo de las tareas a la remuneración de los trabajos reproductivos.

Nos encontramos ante una notable crisis demográfica y, de su mano, ante una crisis de cuidados. La población de Cantabria, por ejemplo, envejece sin pausa y no hay motivos para esperar un contingente de gente de entre 18 y 65 años dispuesta a cuidar. Una situación así exige, como reconocía recientemente el director de Políticas Sociales del Gobierno de Cantabria, Julio Soto, abordar la cuestión desde la profesionalización, pero en vez de recurrir a la iniciativa público-privada, como planteaba, —asegurando el nicho de mercado a empresas 'atrapalotodo' como Clece o los fondos de inversión que recientemente han desembarcado en el sector de los cuidados—, aminorando “la figura del cuidador informal”, dignificar los cuidados implica educar sobre su valor y, cómo no, retribuirlos, también en los hogares. Tal vez esto hoy suene revolucionario o loco a muchos; a algunas nos parece demencial que alguien que se pasa la vida trabajando para los demás no cotice siquiera en la Seguridad Social.

Lo que necesita nuestra sociedad es poner la reproducción de la vida en el centro y poner en el centro, en el capitalismo, significa, desde luego, retribuir. Poner los cuidados en su sitio, darles valor, significa también cuantificar su importancia monetaria. Ojalá la ratificación del Convenio signifique que, paulatinamente, el trabajo doméstico, externalizado o no, empieza a ser reconocido como lo que es: uno de los trabajos verdaderamente esenciales para el buen funcionamiento de la sociedad. Habremos roto un 'techo de cristal' definitivo cuando hayamos sido capaces de dotar de dignidad y de poner en valor todo lo que concierne al 'suelo pegajoso' que afecta a las más y más vulnerables.

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