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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Ricos y pobres

El escritor ruso Sergei Dovlatov.

Miguel Ángel Chica

El escritor ruso Sergei Dovlatov solía afirmar que hay dos tipos de personas, las que nacen pobres y las que nacen ricas. Dovlatov, que por circunstancias de la Segunda Guerra Mundial nació en Tallín, Estonia, sostenía que ser rico no tenía nada que ver con tener dinero, del mismo modo que para nacer pobre no hacía falta llegar en la indigencia a este valle de lágrimas. Según la teoría dolvatiana se puede tener dinero y ser pobre. Del mismo modo, se puede ser un príncipe sin un céntimo.

Los pobres, explicaba Dovlatov con su prosa de andar por casa si la casa de uno es la excelencia literaria, siempre salen perdiendo en cualquier circunstancia. Los multan sin parar y pierden la devolución de Hacienda por un defecto de forma en la solicitud. Si se les cae una moneda del bolsillo, la moneda se cuela por la rendija de una alcantarilla. Para los que nacen ricos, en cambio, todo son facilidades: encuentran dinero en una chaqueta vieja que no utilizaban desde hace cuatro inviernos, heredan una fortuna de unos parientes lejanos, sus perros ganan premios en metálico en los concursos.

En La Extranjera, una novela sobre los emigrados soviéticos en Estados Unidos, Dovlatov contaba la historia del director de escena reconvertido en agente inmobiliario Arkasha Lérner. A Lérner, nada más llegar a Nueva York empezó a lloverle el dinero. Primero le mordió un perro, y su dueño tuvo que pagarle una sustanciosa indemnización. Después recibió la visita de un veterano de la Primera Guerra Mundial al que su abuelo le había prestado tres rublos en 1915. El anciano se empeñó en devolverle el dinero a Lérner con los intereses acumulados en más de sesenta años. Lérner recibió varios miles de dólares. Un poco después un conocido le pidió que le guardara una cantidad de dinero. Cógelo y no hagas preguntas, le dijo. Así que Lérner no hizo preguntas. Le daba pereza. Un par de semanas después al conocido le pegaron un tiro en Atlantic City. Y Lérner se quedó el dinero.

Dovlatov, por supuesto, se incluía a sí mismo en la categoría de los pobres. Era fatalista y melancólico como solo puede serlo un ruso nacido en Tallín. En La Maleta contaba que durante su juventud se hizo contrabandista por tres motivos: tenía deudas, estaba enamorado y en la universidad se empezaba a hablar de sus condiciones morales. Porque cuando un hombre está enamorado y tiene deudas, reflexionaba con amargura, siempre se habla de sus condiciones morales. Lo del contrabando salió según lo esperado -es decir, mal- y Dovlatov acabó sin un rublo y con varios centenares de pares de calcetines finlandeses que tuvo que ir colocando entre sus amigos y familiares durante los siguientes veinte años.

Murió de repente, como mueren los pobres. Un infarto, un día de agosto, demasiado calor para un ruso de metro noventa que pasea por Nueva York, se detiene ante un escaparate, se tambalea y cae fulminado al suelo. Tenía cuarenta y ocho años y para entonces ya era un escritor relativamente conocido. En sus libros late un romanticismo desesperado que se camufla entre bromas, anécdotas y borracheras. Dos enfermeros puertoriqueños lo recogieron de la acera, lo subieron en una ambulancia y lo condujeron al hospital, donde no pudieron hacer gran cosa por él. Demasiados cigarrillos, demasiado alcoholismo y reveses y desvelos que le fueron quitando la misma proporción de vida que dio a sus páginas y a sus personajes.

La filosofía de Dovlatov entronca con aquella frase de trece palabras de Gabriel García Márquez: el día que la mierda tenga algún valor, los pobres nacerán sin culo. Para comprobar que ninguno de los dos andaba desencaminado solo hay que leer los periódicos, donde los pobres generalmente aparecen de manera tangencial, sin nombre y sin apellidos, en el contexto de cualquier tragedia y haciendo lo que mejor hacen los pobres: soportar desgracias.

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