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En mi camino de retorno hacia la fantasía comprobé cómo en la década de los 90 el mundo caminaba paralelamente hacia la sociedad red, convertido en una especie de anciano nonagenario, carente de esperanza y mermado de memoria, que buscaba, en un tipo de cine tan viejo y manido como el siglo en ese punto, un entretenimiento banal que se concretaba en producciones como ‘La bella y la bestia’ (1991), de Gary Trousdale y Kirk Wise, típico producto acomodaticio de la factoría Disney; ‘Hook’ (1991), de Steven Spielberg, película a la que cabe los mismos calificativos que la anterior, con la única diferencia de contar con el sello de su realizador; ‘Por siempre jamás’ (1998), de Andy Tennant…
Me desperté del tedio de la grandilocuencia y el empalago de los títulos de esta década con tres largometrajes: ‘El secreto de la isla de las focas’ (1994), de John Sayles, una elegía tan mágica como reflexiva sobre la ausencia; ‘El detective y la muerte’ (1994), de Gonzalo Suárez, que expone la lectura fílmica que el gran realizador asturiano realiza, sin concesiones, de ‘La reina de las nieves’ de Andersen, a medio camino entre el código visual del cine negro y el misticismo de Dreyer; y ‘La vida es bella’ (1997) de Roberto Benigni, un alegato del peso de ese deseo tan entrañado como universal de perpetuar la infancia, o, al menos, de salvaguardarla del horror y de la perversión.
Cuando alboreaba el nuevo milenio, yo había pasado la frontera de la cuarentena, un tiempo de derrotas y de renuncias donde los recuerdos comenzaban a pesarme más que los anhelos. Tal vez por eso miré hacia atrás buscando un anclaje al que asirme para continuar con un viaje retrospectivo en el que arrastraba ya el cansancio vital de los años y el recelo de eso que llamamos madurez. Y, en esa mirada, me encontré con ‘Eduardo Manostijeras’ (1990), de Tim Burton, una reivindicación de la diferencia desde los ojos y las emociones de los niños. Seguí la trayectoria de este creador, que había despertado mi extrañamiento, y comprobé cómo, para él, la infancia, vista desde la madurez, es el espacio mítico de los expatriados; títulos como la temprana ‘Vincent’ (1982), ‘La novia cadáver’ (2005), ‘Charlie y la fábrica de chocolate’ (2005), ‘Alicia en el País de las Maravillas’ (2010) o ‘El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares’ (2016), así me lo confirmaban.
En el nuevo siglo, el mundo, aún conmocionado por las profecías apocalípticas que auguraban el fin de todo con el año 2000, parecía haber adoptado, como cualquier cuarentón, una actitud de cautela, cuando no de sospecha. Eso tuvo su lógica correlación en el cine de los cuentos de hadas, donde proliferaban las revisiones en que la tradición tendía a subvertirse con una inversión de papeles: ‘Shrek’ (2001) de Andrew Adamson y Vicky Jenson inició una tendencia que pronto derivó en fórmula agotada, como quedó demostrado con ‘Érase una vez un cuento al revés’ (2007), de Paul J. Bolger, Yvette Kaplan.
Una reintrepretación mucho más profunda de la tradición del irracionalismo fantástico fue lo que hallé al ver ‘El pequeño Otik’ (2000), de Jan Svankmajer, que devolvía al cine checo al primer plano de mi atención. Tal vez aprovechando el clima revisionista, o quizás guiado, únicamente, por el espíritu agitador de los Monty Python, Terry Gilliam rueda en 2005 ‘Tideland’, una pesadilla infernal atravesada por la cándida pureza de una niña que se resiste a dejar de serlo pese a las asechanzas de la marginalidad, la sordidez y la muerte. Gilliam compuso este cuento espectral tras un largo periplo por el itinerario de la fantasía en que nos dejaría títulos tan sugestivos como ‘Las aventuras del barón Munchausen’ (1989) o ‘El secreto de los hermanos Grimm’ (2005), para regresar posteriormente al universo de lo maravilloso con ‘El imaginario del doctor Parnassus’ (2009).
A punto de vencer las dos décadas de la nueva centuria, un duende descreído y mordaz parece haberse enquistado en el alma del mundo. Acaso un argumento tan peregrino -y tan fácilmente comprobable- alcance para explicar la nueva corriente escapista y evanescente de un cine de fantasía, tan poco exigente y ligero como cuantioso en cuanto a títulos, como puede comprobarse en el siguiente listado: ‘Pinocho’ (2002), de Roberto Benigni; o la pretenciosa película ‘Dos hermanas’ (2003), del realizador coreano Kim Jee-Woon; ‘Peter Pan’ (2003), de P.J. Morgan; ‘Una Cenicienta moderna’ (2004), de Mark Rosman; ‘La increíble ¡pero cierta! historia de Caperucita Roja’ (2005), de Cory Edwards, Todd Edwards y Tony Leech; ‘Encantada: la historia de Giselle’ (2007), de Kevin Lima; ‘Stardust’ (2007), de Matthew Vaughn; Enredados (2010), de Nathan Greno y Byron Howard; ‘El encanto de la bestia’ (2011), de Daniel Barnz; ‘Caperucita Roja (¿A quién tienes miedo?)’ (2011), de Catherine Hardwicke; ‘Blancanieves y la leyenda del cazador’ (2012), de Rupert Sanders; ‘Blancanieves (Mirror, Mirror)’ (2012), de Tarsem Singh; ‘Oz, un mundo de fantasía’ (2013), de Sam Raimi; ‘Hansel y Gretel, cazadores de brujas’ (2013), de Tommy Wirkola; ‘Jack el cazagigantes’ (2013), de Bryan Singer; ‘La bella y la bestia’ (2014), de Christophe Gans; ‘Into the Woods’ (2014), de Rob Marshall; ‘Maléfica’ (2014), de Robert Stromberg; ‘Pan’ (2015), de Joe Wright; ‘Cenicienta’ (2015), de Kenneth Branagh; ‘El cuento de los cuentos’ (2015), de Matteo Garrone…
Y la larga serie continúa, como en un infructuoso pero incesante intento de no perder la senda de la patria única, de la infancia, tal vez inconquistable con los cuentos de hadas.
Yo, por mi parte, en la segunda parte de mi propia existencia, me pregunto, desde hace tiempo, si no habré perdido para siempre el favor de mi hada madrina, si acaso el retorno es imposible y, de ser así, me cuestiono si sólo quedamos Rilke y yo, frente a frente, hablando y escribiendo entre los ángeles… Pero esa es otra película.