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Comida basura

El extesorero del PP Luis Bárcenas, tras una de sus comparecencias en la Audiencia Nacional

Lorenzo Sentenac

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Conviene saber de tubos digestivos para vaticinar sobre tragaderas y digestiones. Hay casos curiosos y sorprendentes de gente que ingiere con tragaderas enormes y sin masticar, y sin embargo tiene una digestión rápida y fácil. Esto que le ocurre a algunos individuos privilegiados con la comida, le ocurre también a algunas sociedades desgraciadas con los hechos políticos y sociales: por más burdo e indigesto que sea el alimento o la bazofia que les dan de comer, digieren y olvidan con la velocidad del rayo. Todo se asimila y se incorpora, y por ahí queda, en algún rincón oscuro del inconsciente colectivo, en un estado intermedio entre la inopia y la sedación. Comida basura que va macerando la carne del espíritu.

Ese convencimiento casi unánime que existe en nuestro país de que la corrupción es inevitable (algunos dirían imprescindible y necesaria) solo puede proceder de digestiones milenarias de hechos truculentos y poderes nocivos. Ese axioma masticado sin dientes, una y otra vez a lo largo de los siglos, se ha hecho carne y sangre en nosotros. Casi hasta molesta que alguien contradiga una costumbre que la tradición consagra: las cosas para ir bien deben estar corruptas y criando malvas.

Con la digestión de los hechos sociopolíticos ocurre lo contrario que con los nutrientes de la comida. En esta última materia, la de la digestión del condumio, siempre se ha recomendado la lentitud y la parsimonia para mejor asimilar lo que se ingiere. Masticar despacio y con tiempo suficiente para reflexionar. Sin embargo, en cuanto a la ingestión de los hechos políticos y sociales, se promueve y aconseja la metabolización rápida y el olvido urgente. La comida basura. La velocidad de los tiempos que nos ha tocado vivir lo favorecen.

En esta costumbre de rancio abolengo confían muchos de nuestros políticos. No les interesa que recordemos sino que olvidemos rápido. La célebre parsimonia de Rajoy, procedía de esa fe. Leía el Marca pasando sus hojas con mano lenta y obispal, a la espera de que se olvidaran a toda prisa las hazañas indigestas del PP. Demasiada grasa. Y en el mismo convencimiento están los dirigentes de Ciudadanos en cuanto al pacto suscrito recientemente con Vox. Ayer era real y necesario, pero hoy ya no existe y lo repudian. Eso se llama velocidad y tragaderas XXL. Pero señores de Ciudadanos, que el pacto con la ultraderecha más rancia y crasa de nuestro país, aún está caliente y sobre la mesa.

Esto que le ocurre a la comida y a las hazañas políticas de nuestros malandrines le ocurre también al lenguaje sujeto a la velocidad de los tiempos fugaces: se utilizan las palabras sin cocinar, crudas. Es decir, sin discernir ni concretar, sin utilizar la lengua como se debe ni palpar la sustancia que esconden en su interior los conceptos ambiguos.

Lo que más confusión genera es no definir, no concretar, no explicar. Eso está bien para la poesía y el arte profundo, pero no para los hechos prosaicos de la vida civil y administrativa, que deben ser claros y contables. Se administran las palabras crudas, envueltas y disimuladas en la salsa del prejuicio. Eso sí que se cocina bien y a fondo en nuestro país: el prejuicio. Existen mil y un fogones para esa salsa, controlados por los mismos cocineros de siempre: los chef del prejuicio y los Masterchef de la “normalidad” institucional. Utilizar palabras vacías que sirven para mil y una cosas, es el no va más de su cocina minimalista. Una de esas palabras huecas, con tantas interpretaciones como se le quieran dar, es la de “patria”. Palabreja laxa y espesa al mismo tiempo.

“El tono grasiento con que se dispara el concepto patriótico”

A saber a qué patria se refieren los que la utilizan, casi siempre como arma arrojadiza. A lo peor el que la escucha, le repele por el tono grasiento con que se dispara el concepto patriótico, o porque en su mente alberga una idea distinta, no tan tremenda ni excluyente, de la patria. Quizás sea un sibarita pobre y poco gregario, a su modo “cosmopolita” ciudadano del mundo y sus alrededores, que no comulga con patrias que parecen jardines de infancia, llenas de mocos y pañales. A lo mejor en su mente inquieta circulan ágiles pensamientos razonables, tal que el de un universo en expansión desde su origen singular, o la idea de la panspermia (véase Arrhenius) le entretiene los ratos de ocio, y se imagina a la vida sin patria buscando una cualquiera pero fértil en raudos meteoritos. O se consuela con la evolución plástica y contingente de la vida, o se aterra con la etología mecánica y fría de los animales territoriales, todo ello mezclado con la clara consciencia de ser un antropoide evolucionado pero defectuoso, fruto del azar. Quizás medita en el fitoplancton sin patria de nuestros océanos y mares, al que debemos una de cada dos bocanadas de aire (y oxígeno) que respiramos. Eso sí que es una patria: el oxígeno. Y eso sí que es un hermano compatriota: el fitoplancton.

No pidamos a este mono, desnudo y frágil sí, pero resabiado por la intemperie, que  su idea de la patria coincida con una rústica consagración de ritos ancestrales más viejos y ajados que el ajo, y que confunda los toros y la caza con el espíritu nacional. En todo caso, su idea de la patria no será rígida ni estará cercada por fronteras estrechas.  

Por tanto cuando digan “patria”, explíquense, señores cocineros de la comida basura, ¿Deberemos confundir la patria con la “policía patriótica” de Cosidó y Fernández Díaz? ¿Con Villarejo? ¿Quizás con Bárcenas? ¿Acaso con Rajoy, que le pide a Bárcenas que aguante, es decir, que no cante ni tire de la manta? ¿Acaso será antipatriótico no comulgar con una idea tan tóxica y cutre de la patria como la que estos elementos, tan envueltos en banderas, representan?

Otra palabra que oscila en la cuerda floja de la indefinición es la de “progreso”. Habrá quien por este concepto entienda “crecer” ad infinitum, sin advertir el abismo de miseria que se abre bajo sus pies. Habrá quien por progreso entienda, en este momento concreto, “decrecer” o en todo caso conservar y mimar un equilibrio inestable y frágil, como quien encuentra el toque preciso a un guiso. Habrá quien entienda que al hablar de progreso se está hablando de progreso “moral” (en el buen sentido de la palabra moral), o espiritual, o social, o de un incremento de la felicidad a través de la eliminación de sus más conspicuos e inefables obstáculos. Habrá quien sólo tenga ojos para el progreso “material” y económico (signifique lo que signifique económico) y solo maneje cifras y gráficas donde las cosas del alma humana no tengan cabida, y solo cuente el acúmulo de bienes palpables y contables. Macro sin micro, destinado al fracaso.

Sobre populismo, europeísmo y democracia

Y en la misma indefinición se incurre con la palabra “populismo”. ¿Sirve ya para algo? Pero si ayer mismo no más, PP y Ciudadanos echaban pestes del “populismo”, y hoy son aliados de Vox.

Lo mismo ocurre con la palabra Europa. Presten atención, por ejemplo, a la cantidad de veces que en nuestros medios (Masterchef) se utilizan los términos “europeísta” y “euroescéptico” sin molestarse en explicar o definir a qué Europa se refieren, y de qué Europa (de las muchas que hay) se está declarando la filia o la fobia.  ¿De qué Europa hablan? Si de la Europa humanista y culta, o de la Europa neoliberal y tecnócrata, radicalmente deshumanizada y opuesta a la primera. Vaya usted a saber. Ya este descuido en concretar o definir supone una apropiación indebida y un tanto totalitaria de un concepto que arrastra una gran riqueza de matices, o incluso versiones contrarias. Al utilizar la palabra “Europa” de esa manera, tan grosera e indiferenciada, tan trufada de prejuicios que debemos presuponer, se  está saqueando un pasado de prestigio para improvisar una máscara a la medida de los catecismos económicos y modas actuales.  Ante esta confusión deliberada no es imposible sino más bien probable que los “euroescépticos” sean los auténticos creyentes y defensores de Europa, y los “europeístas” aquellos otros que la han dilapidado a manos llenas, casi siempre por intereses estrechos, egoístas, y mezquinos. En unos meses el gran debate, la gran cuestión a resolver en nuestro continente, no será entre europeístas y euroescépticos, sino entre una Europa más social o una Europa más plutócrata. Es decir, entre una Europa más democrática y más humana, y otra menos representativa y más dogmática; entre una Europa guiada por el interés general o una Europa sometida a intereses minoritarios y muy poco democráticos.

Y aquí hemos topado, amigo Sancho, con otro concepto ambiguo, porque ¿qué es la democracia? Cada vez parece más difícil lograr un consenso válido sobre el significado exacto de este término. Vemos así que hay dudas sobre la calidad de nuestra democracia, y que apunta incluso una incipiente polémica internacional sobre el tema. Vargas Llosa precisamente ha defendido estos días que nuestra democracia es de altísima calidad, frente a algunas dudas expresadas por ahí fuera, verbigracia por el CLUB PEN INTERNACIONAL de escritores. Pero es que esas dudas también existen entre nosotros, y no solo fuera de nuestras fronteras. También aquí los ciudadanos, ante la cruda realidad contra la que se dan coscorrones incrédulos cada día, dudan y no lo tienen claro. Y se hacen preguntas:

¿Puede calificarse de democracia un régimen donde no está permitido investigar o enjuiciar por corrupción al jefe del Estado? ¿Puede considerarse democracia un régimen donde un banquero con poder (el que le otorga su dinero) puede llegar a ser impune ante la ley y manejar al presidente del gobierno como si fuera su conserje o su botones? ¿Puede considerarse democracia un régimen donde existe una cosa que se llama “amnistía fiscal” mientras crece la pobreza infantil, la pobreza energética, la precariedad laboral, y la desigualdad extrema? ¿Puede considerarse democracia un régimen donde los jueces del tribunal Supremo pueden ser elegidos y manipulados “por detrás”, como dijo Cosidó, el de la policía patriótica? ¿Puede considerarse democracia un régimen donde un poder externo, no soberano, puede cambiar nuestra Constitución de la noche a la mañana, sin más que llamar por teléfono, como Gila hacía con la guerra de enfrente? Un régimen que mantiene negocios de armas con otro régimen (monárquico también, mira tu que casualidad), como Arabia Saudí, que asesina periodistas y disidentes y desprecia a las mujeres ¿Es una democracia decente y consecuente? Un régimen donde las pensiones de todos peligran mientras que las de los dirigentes y exdirigentes engordan cada año ¿Es una democracia? ¿Es democrático un régimen con dirigentes de prestigio que opinan que entre la democracia y las cloacas del Estado hay tan poca distancia, que casi es una pena no recorrerla con frecuencia y a placer?

Esa es la cuestión:

¿Comida basura o dieta mediterránea?

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