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Contra la obediencia ciega

Urna electoral

Lorenzo Sentenac

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El pensamiento libre tiene por costumbre pronunciarse contra el marco rígido de la obediencia ciega.

Según algunos, esa costumbre (mala costumbre) no augura un futuro prometedor para quien la ejerce, y aunque esta ha dejado de ser una actividad de riesgo en muchos países, sigue siendo actividad peligrosa en otros muchos, incluso en un ámbito cercano. Pensemos en Malta. O pensemos en las magníficas relaciones que mantenemos con países como Arabia Saudí, no solo a nivel de casas reales, que eso se entiende, puesto que son chiringuitos que viven de la misma irracionalidad arcaica, sino incluso desde una sociedad democrática y moderna, como se supone la sociedad española.

En estos días volvía a escuchar en las ondas de radio el término, tan manido, de partidos “de orden”, englobando bajo ese concepto, casi exclusivamente (una especie de solipsismo xenófobo) a PP y PSOE.

Al parecer a nadie le intriga ni le inquieta, ni le incomoda siquiera intelectualmente (ya que moralmente no) que ese epíteto, que quiere ser elogioso, se refiera a partidos con una densa y extensa historia de corrupción. ¿Hay algo –pregunto- más desordenado o que cause más desorden que la corrupción institucionalizada, es decir, elogiada y premiada?

Recordemos que la palabra corrupción apunta a esa fase disolvente que anuncia el triunfo final de la entropía, es decir el máximo desorden.

Mientras no rompamos con esta lógica al revés, este discurso tramposo que viste de etiqueta constitucional y responsable, precisamente a los máximos exponentes de la corrupción (PP y PSOE), que entre otras actividades de ocio acostumbran destruir discos duros comprometedores (a martillazos), o mezclan los EREs con la insana cocaína; mientras encajemos dócilmente toneladas de esta materia en descomposición, creo sinceramente que no tenemos remedio. Y eso que soy optimista.

Solo cabe achacar este estado de cosas a una prolongada historia de domesticación. Y esa historia tiene sus hitos.

He aquí uno: “Quién se mueve no sale en la foto”

Siempre me ha fascinado esta frase letárgica y cinética, imperativa y dócil, síntesis perfecta de la ciencia de Maquiavelo y la astucia de Goebbels, elogio al mismo tiempo de las servidumbres flácidas y las poltronas sin complejos. Es una frase que condensa en pocas palabras una oda entusiasmada al redil y una apología pragmática del rebaño. La considero una de las cumbres del pensamiento “posmoderno”, digna heredera de la caída del muro de Berlín.

Claro que sí lo pensamos bien, podría haber sido pronunciada y con palabras parecidas y un mismo significado al otro lado de ese muro odioso. Y es que a veces, tanto los muros como las frases que crecen a su sombra, son intercambiables. El limo que las alimenta, contiene el mismo tipo de abono y la misma carencia de luz.

Puede incluso considerarse una versión “constitucionalista” y remozada de aquella otra frase castiza: “viva las caenas”, que representa el fracaso tradicional de la libertad en nuestro país y el triunfo de la reacción como tendencia histórica.

En ese sentido, esta invitación a la parálisis, a no moverse, a no soltar la presa (dichosa poltrona), tiene un tufo a caverna húmeda y sacristía rancia que tira para atrás. Frase muy apropiada para sacerdotes y monaguillos, podría formar parte del catecismo de todo aquel postulante que aspire a ingresar en el aparato, y a poder ser jubilarse en él.

Eso si, tras tragar muchos sapos y rumiar –aunque con dispepsia- muchos silencios cómplices. Y sin embargo, a pesar de lo crudo y cínico de la frase, tuvo un enorme éxito entre nuestros representantes políticos de aquella época en que la decadencia de nuestro régimen se gestaba ya y cocía entre algodones, pero a un ritmo endiablado, a impulsos de ese combustible fósil que es la corrupción, cuyo tóxico invisible aún bloquea nuestros pulmones.

Cuando el pensamiento ambiente está constituido por este tipo de micropartículas en suspensión (no deja de ser un aforismo muy meditado), respirar ese aire produce un tipo muy concreto de mutantes: aborregados. Es una frase en definitiva que a pesar del tiempo transcurrido nos sigue causando perplejidad, por lo que tiene de sincero reconocimiento, de descarada confesión.

De la misma forma que nos sigue inquietando, en medio de nuestra democracia formal y aparente, la lectura de Maquiavelo o los consejos de Goebbels (gran tecnócrata del fascismo), por el aire moderno (o posmoderno) que irradian.

Y es que esa frase sugiere a su vez dos cosas:

Por una parte y ante una ausencia reconocida de escrúpulos morales, hace un elogio de ese fin (el que sea) que justifica los medios, sean estos siniestros o más prosaicos: en este caso mantener la poltrona, o sea salir en la foto. Por otra parte es un elogio directo y sin fisuras de esa obediencia ciega al jefe tan cara a los fascistas.

Es notable también por lo que tiene de confesión autobiográfica, pues quien la emite o hace suya, reconoce que su libertad y dignidad como animal pensante está bajo mínimos y que él (el que no se mueve) se debe a su dueño, sí, pero sobre todo se debe a la foto, es decir a la poltrona.

El pensamiento es movimiento, y no moverse evita ese riesgo: el riesgo de pensar por libre. Es una frase -para acabar de decirlo todo- que aunque fue dicha por el inefable Alfonso Guerra, define a todo un periodo histórico y a todo un régimen que comulga con ruedas de molino y obedece muy bien. Al menos hasta ahora.

Sin duda ese entrenamiento y elogio de la obediencia, ejercido durante tanto tiempo y sustentado en un aparato teórico tan sofisticado como el que esa frase representa, fue fundamental después para acatar con especial sumisión (o “delectación”, que decían nuestros confesores) las órdenes de los bancos alemanes, o sea, las órdenes de los dueños del rebaño.

Lo que caracteriza nuestro escenario político actual, ya casi globalizado, y en definitiva este momento crucial de la civilización humana, es esa uniformidad y sincronía en el comportamiento de nuestros representantes políticos (unos más representantes que otros), el cual puede describirse como de una obediencia ciega y borreguil a los dictados del poder económico. Facilitado todo ello, claro está, por una serie de contraprestaciones o pagos en forma de privilegios especiales (aforamientos, pensiones específicas, financiación de partidos, consolidación de prebendas ...), etcétera, que ayudan a la compraventa de la soberanía popular expresada en unas urnas de papel que valen menos que las puertas giratorias de los Consejos de administración.

Nada nuevo bajo el sol, y en resumen esta es la novedad: que no hay nada nuevo. Explicación que muchos considerarán en exceso sencilla, y por tanto “populista”, como ahora se dice, pero que debe tener un gran componente de verdad incrustada en su seno porque se corresponde bastante con lo que muchos ven y palpan con sus ojos empíricos a diario.

Tampoco es una explicación alternativa ni un gran consuelo decir que el asunto es demasiado complejo como para que la mayoría de los mortales (simples mortales) lo entiendan. Me refiero a la sumisión del poder político al poder económico, que esa es la clave y el misterio inescrutable de nuestro tiempo tecnócrata (y plutócrata). Ya saben, la “Realpolititk” y todo ese tipo de excusas fofas que suenan a disfraz barato.

Esa complejidad del asunto es el argumento más repetido para impedir que el populacho (de la clase media para abajo) opine o intervenga en los asuntos de Estado: lo oscuro (o siniestro) de la realidad que subyace a esa apariencia formal: la democracia como espejismo.

Explíquense los sabios tecnócratas y así saldremos de ignorancias los más simples.

Ahora bien, si reconocen que el resultado de las urnas es un paripé, y que lo que importa es lo que dicten y ordenen esos poderes económicos que no pasan por las urnas, me temo que habrá que empezar de nuevo a discutir o averiguar en qué consiste nuestro “sistema”, que los más entusiastas y obedientes llaman “democracia liberal”.

Al lado de esta complejidad, la corrupción de andar por casa que liga a bastantes de nuestros representantes políticos con esos poderes económicos, parece más fácil de describir y explicar. Consiste en la vieja práctica del trueque. Clientelismo de espórtula y moral barata de esclavos.

De no moverse a moverse en exceso, si partimos de la parálisis, solo hay un paso (cuestión de oportunismo), y sin duda fue un gran salto mortal y sin red esa deriva inopinada y sorprendente de nuestro socialismo oficial hacia las tesis radicales del neoliberalismo anglosajón, importado en mala hora. ¡Ay los peligrosos y alocados años ochenta! cuando el Estado (lo público) era el enemigo a batir y la selva que se predicaba no era la del Amazonas, precisamente, sino la que crece en las estepas de Wall Street.

Aún hoy, tras el lavado de cerebro, todo lo que suene a social o público, solidario o colectivo, se considera un gran inconveniente. Y es que hay venenos ideológicos que infiltran hasta los huesos y luego son muy difíciles de eliminar.

Progresismo permeable y obediente a la batuta férrea de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, progresistas de pro, como es sabido.

Un gesto más de obediencia debida a los poderes constituidos, y en realidad un gesto más de parálisis, pues aquella “puesta al día” de nuestro socialismo de la tercera vía constituyó un novísimo retroceso hacia el siglo XIX.

A la poltrona como a la obediencia ciega se le coge a veces un gusto insano. Ocurre que el postulante se retiene y se aguanta tanto en la sumisión, que luego se desmadra y se suelta la melena cuando pilla la poltrona.

Juergas, cocaínas, EREs. Y todos callados, sin moverse, sin pestañear, boquiabiertos pero sin soltar prenda, que esa era la consigna impartida por Guerra. Ya saben, la foto. Es decir, la poltrona.

En este sentido no sé si sería posible hoy -sin consecuencias al menos-, aquella hazaña chusca protagonizada por Alfonso Guerra en su día (corría el año 1988), siendo vicepresidente del gobierno y volviendo de unas vacaciones privadas, cuando utilizó un Mystére del ejército al objeto de salvar a todo trapo y carbonizando el cielo un atasco de carretera, tan plebeyo.

¿Y a donde iba con tanta prisa el vicepresidente Guerra militarizado? ¿A una cumbre del clima? No, a una corrida de toros en la maestranza de Sevilla.

O eso cuentan.

Los poderes fácticos, también piensan, como Guerra, que quien se mueve no sale en la foto. Enfadados desde el principio de los tiempos por la posibilidad de que en España haya un gobierno progresista (lo nunca visto, gran escándalo), más preocupado por el conjunto de la ciudadanía y la salud del planeta que por una minoría acostumbrada a imponer sus vicios e intereses, no ceden en su intento de hacer valer sus órdenes y exigen obediencia y sumisión a los representantes electos. Es a lo que están acostumbrados.

Y así se lo hacen saber abiertamente al presidente en funciones o gobierno en ciernes: no quieren que haya cambios en la rutina de costumbre, sobre todo en el plano económico, que lo demás deriva de ahí. Nada de tocar la reforma laboral.

Rutina o dogma sagrado que nos ha llevado de una crisis a otra (gran logro), incrementando entre medias la desigualdad de los ciudadanos, el deterioro del planeta, la pérdida de derechos, y como consecuencia de ello, el malestar y el desorden.

Gracias a los “partidos de orden”, hoy somos el modelo a exportar de trabajador precario y dócil. Nos alaban por ello.

Conviene recordar, a la hora de valorar de qué forma hemos “salido” de una crisis para “entrar”, sin solución de continuidad, en otra (¿no será la misma crisis?), que en el ranking de la desigualdad seguimos batiendo records, que nuestros derechos se siguen recortando, los servicios públicos y el trabajo deteriorando (si es que lo hay), y las pensiones se dan por abocadas a la desaparición.

A otros (los menos) les ha ido muy bien, incluso mejor que antes. No lo dudamos. Son los que nunca estuvieron en crisis porque son los padres de esta estafa, desregulación por medio. Son los mismos que reclaman obediencia ciega y que nada cambie.

Ante este panorama tan poco alentador la actitud de esos poderes ajenos a las urnas, se nos antoja suicida e irracional, y ni siquiera la realidad de esta nueva crisis sobrevenida sin haber salido de la anterior, ni el malestar en ascenso, les hace dudar de sus dogmas ni rebajar el calibre de sus exigencias.

He ahí el producto de una mente cerrada que solo alumbra una sociedad rota.

Con el incendio a la vista, solo saben decir más madera. Cualquier cosa antes que dudar que el plan que ellos imponen sea el correcto.

En estos días de preocupaciones globales, de crisis climática resultado de un capitalismo desbocado, que niega de entrada el futuro y pone en riesgo el presente, ellos siguen mirándose el ombligo, sin más perspectiva que su cuenta de resultados, atrapados en su burbuja ciega y egoísta.

En cuanto a los tecnócratas y políticos contratados por esos poderes económicos no deberían ser hombres de tanta fe, en lo que este concepto incorpora de ceguera voluntaria, sino hombres de reflexión aplicada sobre la realidad empírica que les rodea, la más próxima y la más distante, tanto en el tiempo como en el espacio. Lo cierto es que el dinero y los buenos sueldos fortalecen esa fe ciega. El que se mueve no cobra.

En el libro de David Foster Wallace 'El planeta inhóspito', que trata sobre las calamidades climáticas que han de venir sobre las que ya se padecen, se unen sin embargo estos dos conceptos, aparentemente contrarios (fe y tecnocracia) en la siguiente frase: “una fe tecnocrática que en realidad es fe en el mercado”.

Pues eso. Ceguera y obcecación.

También “por un escepticismo respecto a la izquierda ecologista como el que yo había sentido desde siempre; o por desinterés por los destinos de ecosistemas remotos, como el que también había experimentado toda mi vida”, sigue diciendo Foster Wallace, reconociendo en si mismo una ingenuidad rota en el duro contraste con la realidad, y una ceguera superada (“había”) por las evidencias.

A nuestro pequeño nivel local (una mota en el desastre global que nos amenaza) la inquietud de estos poderes fácticos disminuye de forma ciertamente mezquina ante la posibilidad de que Nadia Calviño esté al frente de la cosa económica, pues ello asegura que todo cambie para que no cambie nada, y el desastre siga avanzando en línea recta hacia su destino.

Opinamos que ante este nuevo intento de imponer una política que no sale de las urnas (no hace tanto Sánchez repudiaba esa reforma laboral), y cuyas consecuencias ya conocemos, solo cabe ejercer la santa y sensata virtud de la desobediencia.

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