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La cuarta ola feminista trajo consigo la aceptación del término “feminismo” en una gran parte de la sociedad española y, por consiguiente, la reivindicación del sistema patriarcal. Como todo movimiento social, acabó por politizarse. Y como toda causa política, pasó a ser abrazado o repudiado por unos u otros medios de comunicación.
El papel de los medios más progresistas ha sido fundamental para democratizar y normalizar la etiqueta de “feminista”. Y el duro trabajo realizado para conseguir explicar el significado igualitario que esconde la palabra “feminismo” también. La batalla dialéctica parece más o menos superada, y ahora, todos y todas nos conocemos lo suficiente como para saber quién se considera feminista y quién no.
Sin embargo, el término “radical” ha aparecido como un nuevo jugador, y colocado al lado del feminismo, se ha presentado como su enemigo: una escisión extremista y doctrinal. Esta vieja y usada palabra es relativa a “raíz” y ha conformado en muchos medios –sobre todo en aquellos que negaron que el feminismo implica la igualdad– la vertiente del “feminismo radical”; cuyo objetivo es, simple y llanamente, calificar de totalitario a un sector del feminismo con el que no están de acuerdo, o al que no soportan.
Lo que no parecen conocer en estas redacciones es que el feminismo radical nació en Estados Unidos en los años 60 durante la segunda ola feminista, y supuso la organización política de las mujeres por primera vez en la historia. Una actividad que, para la sorpresa de todas y todos, ya era un derecho exclusivo de los hombres unos cuantos años antes.
Este movimiento consiguió que las mujeres decidieran comunicarse, y a través de su visión personal, se dieran cuenta de que compartían experiencias tan aleatorias, pero relevantes, como la ausencia de placer sexual o el maltrato ejercido por sus maridos. Como respuesta a ello, muchas de ellas proclamaron su incomodidad frente a un sistema que sostenía y amparaba las desigualdades que sufrían: el famoso patriarcado. Asimismo, fue en este contexto cuando se originó el lema “lo personal es político”, de Kate Millet.
Opacar la lucha de tantas mujeres que el siglo pasado consiguió, entre otros logros, algo tan sustancial y urgente como el derecho al aborto o la creación de clínicas para mujeres maltratadas, supone acabar con la función más pedagógica del periodismo. Además, sesgar semánticamente la información demuestra intereses puramente políticos.
Asimismo, y aunque tuviera una etiqueta formal y social muy distinta, desde Castilla-La Mancha muchas mujeres contribuyeron a que en España tuvieran lugar cambios sociales transformadores. Alicia Giménez Bartlett y María Antonia García de León Álvarez son dos escritoras manchegas que, desde finales del siglo XX, aportaron su granito de arena en la construcción de una sociedad más feminista a través de la literatura y el cine.
Hace 60 años fue necesaria una legislación que protegiera a las mujeres en los ámbitos privados y que las tuviera en cuenta en los espacios públicos. Los medios de comunicación se encargaron de trasladar a la sociedad la existencia de esta lucha que protagonizaban muchas mujeres en Estados Unidos, pero también en zonas de España como Castilla-La Mancha: desde la necesidad de una ley de protección frente a brutales palizas hasta la reivindicación de las mujeres creadoras en las élites. Fue entonces cuando los medios hicieron de lo personal lo político.
Ahora lo siguen haciendo mientras denuncian asesinatos machistas. Y cuando otros, por el contrario, publican titulares sexualizándonos o nos reducen a la mujer de alguien, dejan al descubierto la obligación de continuar con este deber. En periodismo, o denuncias o respaldas, pero lo personal siempre es político.
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