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Que nos encuentren en la calle

Protestas contra el decreto migratorio de Estados Unidos en Glasgow.

Adriana Ribas

Coordinadora de Amnistia Internacional Catalunya —

Tiempo atrás habría sido exagerado comparar la actual situación política global con los peligros de la Europa y del mundo de los años 30. Pero ahora creemos que la cuestión es pertinente: ¿Estamos regresando a la misma atmósfera peligrosa que precedió a la Segunda Guerra Mundial?

En el reciente informe anual de Amnistía Internacional alertamos de que 2016 fue un año horrible para los derechos humanos, caracterizado por una manipulación venenosa y divisiva por parte de gobernantes que, utilizando la retórica del “nosotros contra ellos” y de “demonización del otro”, azuzaron el odio y el miedo para ganar votos. Si nuestros gobiernos continúan recurriendo a estas políticas y pidiendo descaradamente limitaciones a las libertades civiles, la igualdad, la privacidad y otros derechos humanos, las consecuencias pueden ser terribles.

Trump, Orbán en Hungría, Erdogan, o Duterte en Filipinas se consideran antisistema y mantienen una agenda tóxica que persigue y convierte en chivos expiatorios grupos enteros de personas, buscando deshumanizarlos. ¿Inseguridad? Los culpables son los inmigrantes irregulares y los refugiados, dicen. ¿Drogas? Los culpables son los consumidores y los traficantes y hay que exterminarlos, añaden. Y así todo.

Y lo peor es que ningún grupo de personas puede sentirse seguro cuando esta retórica se desata. Porque si ahora son las personas migrantes o refugiadas, o de minorías étnicas o religiosas, pronto puede tocar a grupos de mujeres por el simple hecho de serlo, de organizaciones feministas, o colectivos LGBTI. El aumento de la política del “fortachón” ya ha coincidido, sin duda, con un crecimiento de discursos de odio que buscan preservar la dominación patriarcal y los roles tradicionales de género. 

Esta retórica ya ha empezado a impactar en políticas reales y decisiones gubernamentales. Algunos gobiernos han conseguido acuerdos que reducen el derecho a solicitar asilo, han aprobado leyes que violan la libertad de expresión, han incitado a asesinar personas simplemente para consumir drogas, han ampliado poderes policiales y han legitimado una vigilancia masiva de las comunicaciones que empequeñece la distopía imaginada por Georges Orwell en el libro 1984.

Hasta 33 países enviaron ilegalmente a personas refugiadas de regreso a países donde sus derechos corrían peligro. En 22 países se asesinaron defensores y defensoras de derechos humanos. Y en 23 se cometieron crímenes de guerra (Siria, Yemen...) mientras la mayoría de gobiernos miraban hacia otro lado.

Esta situación amenaza con llevarnos hacia un mundo más caótico y peligroso. La política venenosa, la inestabilidad y el miedo ponen en entredicho el compromiso de los gobiernos con una Declaración Universal de Derechos Humanos, creada después de la carnicería de la Segunda Guerra Mundial. La amenaza tiene nombre: un aumento vertiginoso de la desigualdad como terreno inestable en el que hunden sus cimientos la libertad, la justicia y la paz en el mundo. La ausencia de justicia y dignidad, la desigualdad, están creando una humanidad de dos niveles: personas ricas y personas pobres, personas apátridas y personas con ciudadanía: “Nosotros y ellos”. Están en juego principios básicos que van desde el derecho de asilo hasta la necesidad de poner fin a atrocidades masivas de las guerras que tienen en el punto de mira el castigo a la población civil. 

En lugar de defender la cooperación y las instituciones internacionales, los Estados con el poder para asumir el liderazgo en el escenario mundial dan muestra de una creciente tendencia a rebajarlas. Las instituciones y los tribunales de derechos humanos se describen como entidades que “reducen la soberanía nacional y amenazan los intereses nacionales” y asistimos a los efectos negativos del debilitamiento de la ONU y otras instituciones multilaterales en la protección de personas y la justicia. La indiferencia global ante las atrocidades masivas ya es normal y por ejemplo algunos países ya actúan como si estuvieran haciendo una 3a Guerra Mundial por poderes en Siria, con un Consejo de Seguridad de la ONU paralizado por las rivalidades entre países.

En 2017 la situación se agravará por esta ausencia de liderazgo. En un orden mundial tan polarizado, costará más conseguir que Estados poderosos asuman sus responsabilidades y lleguen a acuerdos en cuestiones globales urgentes como la crisis de refugio, que es global y no afecta sólo al Mediterráneo, o los efectos del cambio climático.

Si más países den marcha atrás en sus compromisos fundamentales con los derechos humanos, más alto será el riesgo que se produzca un efecto dominó global, un auténtico alud de retrocesos en derechos humanos. Si los Estados intentan revocar derechos humanos establecidos, se necesitarán apoyos fuertes y movilización pública para defenderlos. No podemos permitir que los Estados los laminen sin resistencia. Tenemos que seguir el ejemplo de activistas como el movimiento Black Lives Matter en EEUU, los movimientos contrarios a la austeridad en Europa, los movimientos pro democracia en la RD Congo o las enormes multitudes que salieron a la calle en Polonia cuando el gobierno presentó una nueva y restrictiva ley sobre el aborto que afectaba derechos básicos de las mujeres.

¿Quién va a defender por tanto los derechos humanos en el mundo en 2017? Ya no podemos confiar en los gobiernos. No hay que esperar que los Estados o las instituciones se ocupen de garantizar la justicia si no reciben presión organizada; la gente debe unirse para defender los derechos humanos. Nunca ha sido tan evidente que la lucha por los derechos humanos, que siempre ha empezado en el ámbito local, debe surgir de la base.

Tenemos que poner luz a este horizonte distópico. Es importante recordar que, en tiempos oscuros, las personas que luchan por la justicia global pueden cambiar las cosas. En la batalla por los derechos humanos, el frente se encuentra ahora por todas partes, y todas las personas podemos convertirnos en activistas. Lo primero que hay que hacer para combatir las amenazas a los derechos humanos es apoyar a alguien que haya sufrido riesgos para defenderlos. Tenemos que estar preparados para defender a cada activista. Quienes con sus activismo impugnan leyes, presionan gobiernos y denuncian abusos necesitan red y apoyo público porque se los escuche.

Si la ciudadanía no se indigna y se suma a las personas que con su activismo se enfrentan a los gobiernos, sus esfuerzos podrían quedar en nada. La solidaridad no puede ser viral un día y después esfumarse, como pasó con la imagen de Aylan Kurdi ahogado en la playa o los bombardeos de Alepo. En la era digital, las oleadas de indignación y compasión fugaces no pueden combatir la injusticia y las atrocidades. La indignación debe canalizarse mediante actos continuados y significativos de solidaridad que confronten pacíficamente el poder. Sólo así alejaremos el fantasma de los años 30 que vemos tan próximo.

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