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Joan Romero y Andrés Boix coordinan un foro en el que especialistas en diversos campos aportarán opiniones sosegadas y plurales sobre temas de fondo para una opinión pública bien informada

Cómo combatir la corrupción en España

Cientos de personas claman en Valencia contra la corrupción y exigen justicia

Fernando Jiménez Sánchez

Basta echar un vistazo al excelente post de Joan Romero que publica eldiario.es para constatar que la corrupción política en España se ha registrado en cuatro ámbitos principales con fuertes vinculaciones entre ellos. Se trata de la financiación irregular de los partidos, la contratación pública de bienes y servicios, el urbanismo y la distribución de subvenciones. Muchos de estos casos de corrupción en estas áreas principales de riesgo presentan muchos elementos comunes. En casi todos ellos, nos encontramos un intercambio de financiación irregular para los recaudadores del partido a cambio de decisiones públicas que favorecen a los donantes, muchas veces con incumplimiento de la normativa. Lo más preocupante es que para que un partido político pueda conseguir que las administraciones públicas que están bajo su control se presten a contribuir a estos intercambios, se necesita que quienes trabajan en tales organizaciones cuenten con un sistema de incentivos tal que estén dispuestos a incumplir los mandatos legales.

Las administraciones públicas de los países del sur de Europa se caracterizan en general por su extensa politización. Sotiropoulos (2006) señalaba como ese mayor grado de penetración de las influencias del partido en la burocracia pública se evidenciaba mediante dos tipos de clientelismo: por arriba y por abajo. El clientelismo at the top se refiere a la profundidad que suelen tener los nombramientos políticos en los escalones superiores de la administración. A diferencia de lo que ocurre en los países del norte y el oeste de Europa, en los del sur los nombramientos políticos no se limitan a los de los niveles más altos (ministros y secretarios de Estado o equivalentes), sino que descienden bastantes niveles hasta puestos claramente técnicos para los que se selecciona a aquellos funcionarios públicos que tienen claras simpatías por el partido o partidos de gobierno.

El clientelismo at the bottom se refiere al control interesado que los partidos de gobierno ejercen en la contratación de quienes ocuparán los puestos de trabajo de los escalones inferiores del sector público. Como señalaba Víctor Lapuente, esta politización de las administraciones públicas extiende entre los funcionarios y los empleados públicos una clara conciencia de cuáles son las verdaderas reglas de juego: “Si una joven promesa, que acaba de entrar en una administración, tiene ambiciones profesionales, se dará cuenta de que dedicar el 100% de su esfuerzo a hacer un trabajo impecablemente profesional quizás no sea la mejor manera de llegar a lo más alto”. Y es más, con suma frecuencia, esta politización excesiva de las administraciones públicas se extiende también preocupantemente hacia las agencias independientes de control (Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial, Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, Tribunal de Cuentas, etc.) dificultando con ello la efectividad y la imparcialidad con la que necesitan desarrollar su labor.

Seguramente, los problemas de funcionamiento del sector público que revelan los casos de corrupción no se den por igual en todas las administraciones públicas españolas. El intenso y acelerado crecimiento de las administraciones autonómicas, por un lado, así como los cambios normativos y organizativos introducidos en la administración municipal para acrecentar la autonomía local (García-Quesada et al. 2013), por otro, habrían dado lugar a una politización mayor en estos niveles de gobierno. En líneas generales, tal y como concluye el informe de Transparencia Internacional sobre el Sistema Nacional de Integridad de España (Villoria, 2012), la preocupación por asegurar la gobernabilidad del sistema político ha ido empujando a lo largo de los años del régimen democrático a reforzar la facilidad para la toma de decisiones públicas hasta un punto claramente excesivo que dificulta el funcionamiento efectivo de los controles que limitan el ejercicio del poder político.

Gracias a los recientes trabajos de instituciones como el Quality of Government Institute de la Universidad de Gotemburgo o el European Research Centre for Anti-Corruption and State-Building (ERCAS), sabemos que un elemento clave que está presente en aquellas sociedades donde la corrupción está bastante controlada es, precisamente, la aparición en un determinado momento de su evolución histórica de instituciones que limitan con suficiente eficacia al poder ejecutivo como parlamentos, medios de comunicación, tribunales, etc. Lo importante no es si estas instituciones existen o no, sino si son suficientemente eficaces a la hora de limitar y controlar el papel de los gobiernos.

Por ejemplo, Alina Mungiu-Pippidi (2013) distingue dos tipos de restricciones diferentes. Por un lado, las medidas disuasorias legales administradas por la maquinaria del Estado como un poder judicial autónomo, responsable y eficaz capaz de hacer cumplir la legislación, así como un cuerpo de leyes eficaces e integrales que cubren los conflictos de interés y la aplicación de una clara separación de las esferas pública y privada. Por otro, lo que ella llama medidas disuasorias normativas, que incluyen tanto la existencia de normas sociales que incentivan la integridad pública y la imparcialidad del gobierno, como la vigilancia de las desviaciones de esas normas a través del papel activo y eficaz de la opinión pública, los medios de comunicación, la sociedad civil y un electorado crítico.

De este modo, si de lo que se trata es de reducir la probabilidad de la corrupción, al mismo tiempo que mejoramos el funcionamiento de nuestras instituciones de gobierno reforzando el importantísimo pilar de su representatividad para conseguir un diseño más equilibrado que potencie unas políticas públicas no sólo más efectivas, sino también más razonables, y una mayor confianza de los ciudadanos en el sistema político, es necesario introducir reformas que limiten eficazmente el ejercicio del poder de los gobiernos.

De este modo, los objetivos de la lucha contra la corrupción en nuestro país deberían ser evidentes. Se trata, en primer lugar, de reforzar la imparcialidad con la que funcionan las instituciones públicas con la intención de dificultar o impedir la tentación de patrimonialización de las mismas para su uso clientelar. En segundo lugar, es necesario reforzar la confianza social en las instituciones públicas como primer paso para incrementar la confianza mutua entre los ciudadanos. Para ello, es imprescindible que tales instituciones sean fiables y predecibles y, por tanto, no tomen sus decisiones al albur en exclusiva de las conveniencias cortoplacistas de quienes las dirigen. Por último, no deberíamos perder de vista un asunto del que solemos olvidarnos cuando hablamos de la lucha contra la corrupción. Se trata de la desigualdad. Seguramente no es por casualidad que las sociedades que tienen los menores niveles de corrupción son también las que presentan mayores cotas de igualdad social. Una sociedad que no comparte el objetivo de luchar contra la desigualdad, no estará en las mejores condiciones para fomentar el sentido comunitario, el espíritu público y la responsabilidad individual que hacen falta para contener la corrupción.

Y para conseguir tales objetivos es necesario desarrollar una estrategia que tiene dos pilares fundamentales. Por un lado, reducir la percepción de impunidad mediante el fortalecimiento de los controles efectivos sobre el poder ejecutivo (en sus diversos niveles nacional, autonómico y local). Para ello, es imprescindible reforzar el papel de control del poder político por parte del sistema de justicia. En este terreno, hay mucho por hacer: garantizar la independencia/imparcialidad de tribunales, fiscalía y policía judicial; e incrementar su capacidad de acción dotándolo de más medios, reformando por completo el anticuado proceso penal (y no precisamente en la línea en la que ha ido la última reforma del Ministro Catalá), alargando las prescripciones de los delitos relacionados con la corrupción e incrementando sus sanciones. Además del sistema de justicia, los demás mecanismos de control del poder del sistema político habrían de robustecerse también: los órganos de control contramayoritario (como el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, el Defensor del Pueblo, el Tribunal de Cuentas, el Consejo General del Poder Judicial…), los medios de comunicación (despolitización de los públicos y reducción de la dependencia política de los privados vía autorizaciones y subvenciones), y la ampliación de los órganos de control ciudadano para aumentar la responsabilidad de los propios ciudadanos en la persecución de la corrupción.

Por otro lado, el segundo elemento de la estrategia consiste en reducir las oportunidades para la corrupción. Las instituciones públicas se ponen con demasiada facilidad al servicio de intereses particulares con grave quebranto del interés general: se contratan trabajadores públicos despreciando los principios del mérito y la capacidad y sometiéndolos, por encima de sus deberes profesionales, a la ciega lealtad hacia quien los ha colocado; se otorgan contratos públicos no a quien haya presentado la mejor oferta para los intereses de la Administración, sino a quien se comprometa a vehicular parte de los recursos públicos obtenidos para otros fines (financiación del partido de gobierno, etc.), aunque para ello haya que aceptar modificaciones sobrevenidas del importe del contrato que acaban disparando el precio final que se paga por ellos; se otorgan subvenciones o licencias no para quien acredita merecerlas con justicia, sino en función de los intereses cortoplacistas y clientelares de la autoridad otorgante; etc. Se trata de poner fin a la colonización política de las administraciones públicas. Para ello es crucial reforzar e incentivar la imparcialidad de los funcionarios y promover las alarmas tempranas de las irregularidades posibles mediante la protección de los denunciantes y la puesta en marcha de canales seguros y efectivos para hacer llegar tales denuncias, al tiempo que se definen mejor las carreras profesionales y se asegura el valor del mérito en las mismas. Junto a ello también es necesario desarrollar programas de prevención adaptados a cada organismo público para la gestión adecuada de los conflictos de interés que garanticen un funcionamiento de estos organismos con la máxima integridad.

El problema práctico consiste evidentemente en saber cómo es posible poner en marcha este tipo de “limitaciones institucionales al poder ejecutivo” partiendo de una situación en la que ya imperan las redes clientelares, el funcionamiento parcial de las instituciones de gobierno y un sentimiento de desconfianza hacia los demás y hacia las instituciones públicas. Sin lugar a dudas, la situación de crisis en la que estamos instalados y, sobre todo, los niveles que ha alcanzado la preocupación por la corrupción en nuestro país, abren una ventana de oportunidad para llevar a cabo las reformas adecuadas. Pero si las medidas anticorrupción no garantizan verdaderamente la estrategia de la limitación efectiva del poder de los gobiernos, el riesgo que corremos es caer en una política lampedusiana de apuesta fingida por la reforma que tendrá consecuencias graves. Si se trata de reducir la desconfianza ciudadana en la política y los políticos aparentando unos cambios para que en el fondo “todo siga igual”, el peligro es que acabemos una vez más a la italiana, es decir, con un efecto bumerán que acabará disparando aún más la desconfianza.

Pero conviene recordar también que estas reformas institucionales deben necesariamente ir acompañadas por unas actitudes ciudadanas mayoritarias que apuesten claramente por la promoción de la integridad pública y la exigencia del funcionamiento imparcial de las instituciones de gobierno. Sin ese mayor grado de compromiso cívico de los ciudadanos, cualquier reforma institucional estará abocada al fracaso.

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