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El dogal de la reforma laboral

Simón Alegre

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Cuando se aprobó la reforma laboral, a principios de 2012, no fueron pocos los que dudaron de que la flexibilización de las condiciones de despido pudiera generar más puestos de trabajo. A botepronto, parecía, más bien, al contrario.

Un año más tarde, de las 5.273.600 personas que engrosaban las listas del paro, cuando se firmó el Decreto-Ley, se había pasado a rozar las 6.000.000 (un 27% de la población activa). Actualmente, esta coyuntura de emergencia se ha suavizado, sin que haya remitido el problema estructural del desempleo. Especialmente, en el sector juvenil. Huelga decir que factores perversos, como la emigración de nuevo cuño y la precariedad, coadyuvan a dulcificar la dramática tesitura. Más allá de ciertos indicadores inequívocos de recuperación, los cuales son interpretados en clave del más que probado incremento de la desigualdad entre ricos y pobres, propio de países subdesarrollados. El personal, por tanto, se resigna: se dice que las cosas van mejor, pero no lo nota en su ámbito más cercano. Sí, algunos vuelven a conseguir un trabajo, pero, ¿en qué condiciones?

Por debajo de las magnitudes macroeconómicas, existe un conflicto soterrado sobre el que conviene llamar la atención, por el sobrecoste que está originando a trabajadores y empresarios, en términos de judicialización. Se trata de las divergencias palpables entre la interpretación de los procesos de despido (en especial, los colectivos) por parte del legislador y poder judicial.

Antes de la reforma laboral, se tomaban los artículos 51 y 52 del Estatuto de los Trabajadores como base de la procedencia de los despidos, en función, respectivamente, de la “situación económica negativa” o “una mejor organización de recursos” de la empresa. La jurisprudencia solía aportar como justificación la amortización del puesto de trabajo, por vaciado de contenido o solapamiento con otros empleos. Por su parte, las novedades en el tratamiento de estos espinosos procesos estribaban, con la reforma, en una disminución persistente (baremo que se fija en tres trimestres consecutivos) de las ventas e ingresos. El resultado de esta modificación se ha plasmado en un aumento exponencial de litigios.

Por otra parte, la puesta en práctica de estos cambios legales ha sido puesta en tela de juicio por un cúmulo de causas de nulidad, errores formales y, en definitiva, despidos fraudulentos. Con el aumento de costes procesales y la impugnación de determinados mecanismos de la reforma laboral, en términos de seguridad jurídica, que implican estas disfunciones.

Resultado: aproximadamente, la mitad de los despidos colectivos han sido declarados nulos por los jueces. Como ejemplo paradigmático, puede citarse el de Coca-Cola, con prácticas de esquirolaje de por medio.

De igual manera se está procediendo con el fin de la ultraactividad de los convenios colectivos que también perseguía la reforma laboral. Los magistrados consideran que han de seguir rigiendo (en lugar de las disposiciones más genéricas del Estatuto de los Trabajadores), como condiciones contractualizadas al inicio de la relación laboral.

Son razones que incitan a pensar en el fracaso de algunos aspectos de una reforma laboral que no se llevó a cabo con el mismo consenso que la de 1997.

Y quiero acabar pidiendo una oración laica para los autónomos y freelances, que sufrimos la tortura tributaria sistemática del Estado, en lacerante agravio comparativo con nuestros colegas europeos. Amén.

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