Cuando el 21 de enero de 2014 la compuerta del crematorio del Cementerio General de València empezó a abrirse para tragarse el cadáver de Jorge Ballester en medio de un silencio espeso, alguien de entre el público levantó la voz para preguntar si eso era todo y afirmar indignado que la ceremonia había sido una vergüenza y que la sociedad valenciana era otra. Sabía lo que se decía porque había sido uno de sus máximos dirigentes. Y porque conocía muy bien al muerto y su importancia. Este estaba siendo incinerado sin ceremonial alguno. Ningún prócer había pronunciado unas últimas palabras, ningún familiar, ningún amigo. Y, por supuesto, ningún cura. Fue el propio finado quien había protagonizado un simulacro de despedida a través de una grabación, y no por decisión postrera, sino porque a unos cuantos allegados les pareció una buena fórmula para salir del paso, lo que acabó siendo un responso muy particular. Eran palabras suyas que formaban parte de un documental que se le había dedicado un par de años atrás. Allí, entre otras cosas decía: «Cuando haces la ecuación correspondiente y ves lo que pasa, y ves lo que ha pasado históricamente, y ves e intuyes lo que puede seguir pasando, el resultado es negativo a todas luces. Entonces es cuando aparece algo que no sé exactamente de dónde procede, pero seguramente es de lo que he mamado, que viene a decir: “Pues a pesar de todo”. Es decir, aquello de “venceréis pero no convenceréis”. No me sale de los cojones el sentirme derrotado».
Amén.
A Jorge Ballester sólo le derrotó la muerte, derrota que no cuenta, pues la sufre hasta el más victorioso de los vencedores. Pero tuvo que renunciar a muchas cosas para mantenerse incólume. Hasta mediados de los años setenta estuvo encaramado en una ola que parecía imparable, la de las libertades que estaban a punto de abrirse con la muerte del dictador. Había luchado por ellas desde su particular trinchera, que era la de la pintura, la de la cultura, poderosa punta de lanza en aquellos años de mudanza que acabó siendo un simple traspaso por liquidación. Formó parte junto a Joan Cardells del Equipo Realidad, duo pictórico que en un momento dado fue considerado punto de inflexión en la historia de la pintura valenciana, y su obra, en opinión de Facundo Tomás y Enrique Tormo, considerada «una de las reflexiones más lúcidas sobre la sociedad española a partir de sus recuerdos históricos conformantes». Practicaron una pintura beligerante, en la que ética y estética iban unidas, vigilándose la una a la otra. Nunca como en aquella época el arte por el arte estuvo tan mal visto, y nunca la vida cultural española, y muy especialmente la valenciana, estuvo tan viva como entonces: Equipo Crónica, Equipo Realidad, Toledo, Genovés, Martí Quinto, Jarque, Calatayud, Boix, Heras, Anzo, Armengol, Rosa Torres, Ramírez Blanco, Carmen Calvo, Gorrís y tantos otros que a Carlos Pérez todavía le hacían pensar que Valencia era una tierra en la que la modernidad era posible. La mayoría de ellos estaban vinculados en sus orígenes al movimiento Estampa Popular o a su reemplazo, Crónica de la Realidad, cuyos postulados ideológicos —realismo social, objetivismo, antifranquismo— pusieron en práctica desde diferentes perspectivas. Hasta que llegó la democracia, quien lo iba a decir. A partir de ese momento la convicción de que había un proyecto colectivo se esfumó, se atomizó en una miríada de pequeños proyectos personales. Porque lo que había llegado bajo el nombre de democracia era el libre mercado.
La Transición fue, sobre todo y por encima de las apariencias, un proceso de transformación económica. Como dijo Vázquez Montalbán, a partir de un determinado momento «el franquismo aparecía dentro de un estuche lo suficientemente poderoso como para modificarlo: el neocapitalismo». Paradójicamente, en el mundo del arte, uno de los ámbitos desde el que más explícitamente se le criticaba, el neocapitalismo —hoy transmutado en salvaje neoliberalismo— encontró una de las vetas más generosas. Una veta abundante en egos deseando ser inflados, avidez de gloria y también de prosperidad. Coincidiendo con la homologación política y, sobre todo, económica de España con los demás estados de Europa Occidental, los cantos de sirena empezaron a sonar cada vez más fuerte. Los antiguos camaradas de Ballester entregaron sus pinceles de miliciano, fueron dispersados o se dispersaron voluntariamente en busca de un lugar al sol, unos discretamente y otros entre traiciones y puñaladas, como la que les propinaron a Ballester y a Cardells excluyéndolos de la bienal de Venecia del 76, oscuro episodio con el que empezó a dibujarse el mapa de los triunfadores y los perdedores de la Transición en el ámbito específico de las artes plásticas.
El Equipo Realidad exudaba demasiada heterodoxia, demasiada aspereza, demasiada mala leche, suscitaba demasiada incomodidad, continuaba señalando con el dedo hacia donde creía que debía hacerlo, en una época en que la buena educación se imponía como melífico barniz que todo lo cubre. Pintaban con excesiva nitidez y había que arrinconarlos como se arrinconaron sin contemplaciones ciertas posturas políticas «anacrónicas». Cardells, deseoso de abandonarse en solitario a su fuerte subjetividad, dejó el equipo, y Ballester se quedó con el pincel en la mano, colgando de esos cielos que intentaba asaltar. Se encontró en la misma disyuntiva que todos: o se convertían en peones de los poderes fácticos e institucionales, y en particular de la trama que se estaba tejiendo a toda prisa para mercadear con el producto de los artistas, es decir, a disposición de marchantes, críticos y gestores culturales, todos prestos, como él mismo escribió en una ocasión, «a ofrecer trucos para blanquear plusvalías necesariamente hijas de la cloaca, con la convicción lacaya de que el arte es oficio de bufones o simple manufactura de pelucas empolvadas», o hacían eso, o quedaban fuera de la nómina y sin chalet adosado en el olimpo artístico de la nueva España democrática que algunos estaban construyendo a toda prisa.
Eligió desaparecer de la escena pública. Pero no para convertirse en el paradigma del sabio que, consciente de que su discurso no es escuchado, opta por el silencio. Eso habría equivalido para él a una derrota —guardar silencio es el honor de los esclavos, según Tácito—, y ya sabemos que no le daba la gana sentirse derrotado. Tampoco practicaba el Tao ni era un Bartleby. Al contrario que el escribiente de Melville, él sí que habría preferido hacerlo, habría preferido seguir en la brecha. Así que, dadas las circunstancias, lo hizo a su modo. Su silencio se parecía más bien al profundo silencio de los cañones cargados, según la expresión apócrifa de Heine. Vivió de lo que pudo y siguió pintando, ajeno a las modas, a los dictados del mercado, de los galeristas, de los críticos o del público, sin preocuparse por el estilo, el éxito o la fama. Siguió pintando en la soledad de su estudio mientras otros, con mayor o menor fortuna, se dedicaban a comerciar con sus habilidades. Lo hizo durante treinta y cinco años, al cabo de los cuales descargó su munición sobre las paredes del Centre Cultural La Nau, mediante una exposición que recogía buena parte de su producción en solitario. El título era elocuente: Ucronías, autopsias y vendette. Ahora se está exponiendo una amplia retrospectiva de toda su carrera en el Centro Cultural Bancaja bajo el título de Jorge Ballester, entre el Equipo Realidad y el silencio. En ambas queda claro que, si había alguien sobrado de habilidades para hacer de bufón en la corte del mercado artístico, era él. Pero no lo hizo, se dedicó a cargarse de razón y de razones, y la onda expansiva de su estruendoso silencio está a la vista, poniendo al descubierto, con su elocuencia, el vacío de muchos de los discursos —algunos de ellos profusamente aplaudidos y remunerados— que han acaparado el espacio artístico durante todos estos años.
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