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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

La libertad y el cazo

George Grosz - Los pilares de la sociedad, 1926 (detalle).

Joan Dolç

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Estábamos pacientemente al pairo, esperando recuperar esa modesta autonomía individual a la que hiperbólicamente llamamos libertad, temiendo que nos la devolvieran mermada, cuando de repente nos dimos cuenta de que unos energúmenos habían aprovechado para patentar la palabra, monopolizarla y arrastrarla por las calles entre golpes de cacerola, espumarajos y coléricos berridos.

El grito de libertad se entendía bastante bien en las gargantas de la muchedumbre que asaltaba la Bastilla, cuando la pedían los campesinos en la España de Alfonso XIII, cuando la gritaban los argelinos mientras se estaban sacudiendo a los franceses de encima, o cuando Franco acababa de palmarla y se había quedado en el aire como una pelota lanzada por el árbitro. Pero que en EEUU o en Alemania haya quienes se nieguen a llevar una mascarilla protectora y escupan literalmente a sus paisanos apelando a la libertad, o que la exijan cazo en mano los habitantes de los barrios más pudientes de Madrid y otras capitales, que nunca han conocido restricciones para ejercerla, genera no poco asombro. No puede ser que ese término designe siempre lo mismo. Así que, en la mente de muchos, la pregunta ha aflorado como un champiñón en un estercolero: ¿de qué libertad hablan estos?

Para los antiguos, la libertad era un atributo social. Su máxima expresión era poder participar en los asuntos públicos. No tenía ese sentido universal y metafísico, de atributo consustancial al ser humano que adquiriría con el tiempo. Eso comenzó cuando el cristianismo se convirtió en religión de Estado, y cuajó cuando el Concilio de Trento estableció que la libertad era un valor absoluto que nos había concedido Dios bajo la forma de libre albedrío. Pero solo para hacer el bien, que no era sino la voluntad divina, la de ese Dios en manos de ventrílocuos que ponía y quitaba reyes y cobijaba todo tipo de arbitrariedades y tiranías. La libertad así definida apestaba a timo a quilómetros de distancia.

Los primeros ilustrados republicanistas, con sus ansias emancipadoras, intentaron reconducir el tema. Establecieron que la libertad era una herramienta de la razón. La libertad individual, entendida como parte inseparable de una tríada —liberté, egalité, fraternité—, debía engarzarse en el tejido social y apoyarse en un Estado que, regido igualmente por criterios de racionalidad, garantizara la libertad de todos, es decir, su participación en la res pública. Pero con la consolidación del estado burgués esta ecuación resultó ser demasiado larga, así que le pegaron un buen tajo. De aquellos tres conceptos, el que más, si no el único que atraía a los ideólogos de la nueva clase dominante era la libertad, que pasó a considerarse el conjunto de derechos de los individuos y grupos en pugna con el Estado y sus leyes.

A partir de ahí el Estado dejaba de ser el instrumento que debía garantizar la libertad de todos —dejó de ser «todos»—, para pasar a ser el principal factor que constriñe la esfera de la acción privada. Los liberales convirtieron la libertad en una cuestión arbitraria que se dirime a través de una lucha de poderes, y al Estado en enemigo de las libertades individuales per se, con independencia de su grado de legitimidad. Aunque, significativamente, cuanto menos legítimo es un Estado, cuanto más se aleja de su razón primordial, que es garantizar el interés general, menos se les oye protestar, porque ante la imposibilidad —y la inconveniencia— de eliminarlo totalmente, tienden a corromperlo, a convertirlo en el instrumento de sus intereses espurios.

Más o menos ahí nos hemos quedado. La Comuna de París y sobre todo el período soviético fueron interregnos desde el punto de vista liberal, experiencias que la historia ya ha dado por liquidadas pero que, aun así, todavía no dejan dormir a algunos, que se despiertan en medio de la noche gritando «socialcomunista». Durante un tiempo y en un ámbito geográfico que la historia ha dejado ya acotados, los marxistas recuperaron la concepción tutelar del Estado y, dizque provisionalmente, la elevaron a la máxima potencia. En 1920, cuando se encontraron Lenin y Fernando de los Ríos —quien, como Indalecio Prieto, era «socialista a fuer de liberal»—, el español le preguntó al líder soviético cuándo pensaba que Rusia estaría en condiciones de pasar a un régimen «de plena libertad». Lenin replicó: «¿Libertad para qué?».

Desde entonces esas palabras siempre han tenido la consideración de blasfemia y han sido citadas una y mil veces para denunciar el despotismo comunista. Se ha pretendido hacer creer que era una pregunta retórica, un exabrupto desdeñoso que, por extensión, demuestra el desprecio de cualquier tipo de estatismo hacia las libertades individuales, con lo que, de paso, ha servido también para recalcar el valor absoluto que estas representan. La manera como relata De los Ríos esta conversación en Mi viaje a la Rusia sovietista ha facilitado esa interpretación. Pero, teniendo en cuenta el contexto, parece más razonable pensar que se trataba de una pregunta abierta que así se quedó. No hubo debate, por mucho que De los Ríos, en su libro, tratara de zanjar el tema con una digresión en solitario. A lo mejor Lenin no entendía qué prisa podía haber para volver a dar cancha a una burguesía colonialista que, en connivencia con la tiranía zarista, hacía apenas un lustro había metido al país en una guerra de proporciones monstruosas, y quería que su colega se lo explicara. Quién sabe si De los Ríos le volvería a dar alguna vuelta al asunto años más tarde, en su amargo exilio republicano.

Pero, quién es uno para tratar de meterse en la mente de aquellos dos. El caso es que, al tiempo que la pregunta de Lenin se convertía en tabú, la palabra libertad volvía al ámbito de la escolástica, se convertía en un talismán que, mágicamente, otorga autoridad moral a quien la esgrime, un fetiche intocable, perfectamente hermético y separado de su contexto, tan impreciso como aparentemente categórico, quirúrgicamente apartado del pensamiento crítico. Un regalo para los demagogos, en definitiva. Los que vomitan estos días la palabra libertad rebozada en odio y enfardada en una bandera, lo hacen convencidos de que a estas alturas se trata de un concepto que nadie se atreve a cuestionar sin miedo a caer en la herejía y con la esperanza de que las masas se dejen seducir por su magia. Así que envuelven cínicamente sus malintencionadas protestas con lo que para ellos no es más que un escudo populista.

Quitarle a la palabra libertad el carácter sagrado que le ha dado el solipsismo liberal parece que es tarea imprescindible para devolverle su sentido, algún sentido. Hay libertades que para los que están abajo no son más que una piñata inalcanzable. Tenerlas no nos convierte automáticamente en seres libres. Nada nos gusta más que nos digan que lo somos, y no nos damos cuenta de que muchos de los derechos que nos son reconocidos sobre el papel, a la mayoría nos sirven para bien poco en la práctica. En la práctica, la libertad de unos pocos suele ser el sometimiento de muchos. A menudo, la libertad de unos está en relación inversa a la de otros, eso lo han sabido y lo saben todos los oprimidos que en el mundo son y han sido, ya se trate de los esclavos en la antigua Roma, de los niños en las fábricas de zapatillas de Bangladés o de las chachas en las cocinas de Núñez de Balboa.

Contra el Estado que se atreve a coartar su pretendido derecho a campar por sus respetos es contra lo que los anarcocapitalistas norteamericanos, los neoliberales alemanes o los señoritos españoles gritan libertad junto a sus respectivos palafreneros y mastines. Una nómina a la que hay que añadir un nutrido grupo de mostrencos sin oficio ni beneficio que les han comprado el discurso. Gritan contra ese Estado —Estado liberal, al fin y al cabo, con un gobierno medianamente decente al frente— que, en una situación extrema, para proteger al conjunto de la población, ha paralizado temporalmente sus maquinitas particulares de generar plusvalías y ha puesto en suspenso sus privilegios, que van de lo tonto a lo criminal. Los de ellos y también los de esas corporaciones privadas de ámbito transnacional, que son los monstruos que ha generado toda esta dinámica histórica, por muchas distinciones entre liberalismo y neoliberalismo que queramos establecer, esas corporaciones todopoderosas que, ahora mismo, pretenden pleitear contra los Estados en busca de indemnizaciones. Todos se movilizan contra la suspensión coyuntural de sus «libertades» y por el miedo a que a alguien se le ocurra modificarlas a la baja estructuralmente.

La libertad por la que braman todos esos es un camelo que no debería impresionarnos lo más mínimo, pero sí ponernos en alerta, sobre todo teniendo en cuenta que esto no se ha acabado. Necesitamos saber cuándo es lícito invocar la libertad y cuándo se convierte en un sarcasmo siniestro en boca de unos liberticidas. No siempre es tan evidente como en la mascarada a la que estamos asistiendo estos días.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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