Ser o no ser, esa es la cuestión según consenso general, por lo menos desde que lo dijo por primera vez el Príncipe de Dinamarca. Pero una vez se es, la cuestión es cómo. La única cuestión, de hecho. Porque no se puede ser sino siendo. Y se es ante los demás. Si alguna vez pudo ser de otra manera, ya no. Es algo que algunos intuyen con más fuerza que otros, y llevados por el temor de volverse invisibles, por el miedo a desaparecer por un exceso de introversión, se entregan a un exhibicionismo más o menos entusiástico. Es un fenómeno relativamente reciente, porque antes había una cosa que se llamaba sentido del ridículo y otra que se llamaba escarnio público. El sentido del ridículo ha desaparecido, y conseguir que lo escarnezcan a uno, hoy es todo un triunfo. Continúa siendo mejor si te aclaman, pero si te tocan con la punta de un palo al menos es que suponen que estás vivo. No hay nada peor que ser ignorado. Y para que eso no ocurra uno está dispuesto a hacer cualquier cosa, sobre todo si hay una cámara a mano. Esta ha pasado de ser el artilugio que te roba el alma a ser el que te la da.
Todo está pensado para que sientas la necesidad de ser alguien y para que lo consigas. Es algo que parece nacer del interior de cada individuo, pero se estimula continuamente desde fuera, lo que no deja de ser sospechoso. Y para conseguir el anhelado objetivo de existir, cada uno adopta su estrategia en función de lo que considera sus aptitudes y sus posibilidades, si acaso matizando sus actos por una amplia gama de escrúpulos a extinguir. Excepto algún perro verde, aquí no hay quien consiga sentirse alguien a solas consigo mismo. Si no te refleja ese espejo de feria que son los demás, date por inexistente. La mayoría necesita un círculo que nunca es lo suficientemente amplio: la familia, un puñado de amigos, su barrio, su pueblo, la nación, el mundo. De ahí surge una amplia fauna de gente sociable, metomentodos, demagogos, salvapatrias y concejales de festejos, el cielo los confunda a todos. Gente que arrastra a otros desdichados en su necesidad de ser alguien: a su parentela, a sus colegas, a sus convecinos, a sus compatriotas o la humanidad en bloque. Son alguien en la medida en que consiguen que una muchedumbre más o menos nutrida se dé cuenta de que lo son.
En palabras de Margarita Rivière, la fama es nuestra indumentaria vital. Lo que quiere decir que si usted no es famoso, aunque solo sea entre los borrachos del bar de la esquina, es que va desnudo, es que es un desgraciado, un ser ignoto, un don nadie. Por eso hay establecido un amplio sistema de obtención de reconocimientos. Al mejor empleado de la semana, al hijo predilecto, al fallero que mejor desfila, al que tiene el perro que más fuerte ladra, al que escupe más lejos huesos de aceituna o al que mejor canta las esencias del terruño. Competiciones que van acompañadas de sus respectivos galardones: una foto pegada en un tablón, unos buñuelos de oro, un trofeo de latón, una flor natural, la victoria electoral, la bélica, llegado el caso, o el que cada uno se concede a sí mismo cuando elige el avatar para el WhatsApp.
Nuestro modelo siempre había sido el de los artistas. Creíamos que era admiración, pero era envidia lo que sentíamos hacia quienes adquirían relevancia gracias al cultivo de la literatura, el cine o las bellas artes. Ahora que empezamos a tenerlo claro, nuestra atención se dirige indiscriminadamente hacia los que gozan de renombre, que ya no son aquellos esforzados adoradores de las musas, sino los que se refocilan en una extraña y paradójica fama anónima. La medida de su alguienidad son los contadores digitales. No saben quién les ve, quién les lee, les ríe, les odia o les envidia, pero los pueden contar, saben que están aquí, mirándolos, y ese guarismo que crece día a día es lo que les hace sentirse parte de la realidad, parte del universo de las cosas existentes. Todo eso requiere mostrarse —algo que antes no era obligado—, desprenderse del pudor, no tanto en lo que se refiere a perder las formas, la dignidad, el respeto por la propia imagen, como a la pérdida de la vergüenza a la hora de exhibir la propia necedad, que se reivindica con un amplio abanico de prácticos argumentos relativistas («cada uno tiene su opinión», «sobre gustos no hay nada escrito», «a ver si no puedo decir lo que pienso»). Dado que lo que importa es la fama, valor absoluto que se retroalimenta, da igual qué es lo que nos hace famosos. No solo no nos importa el ridículo, sino que hay quienes optan por él abiertamente, porque no se ha inventado una vía más rápida para acumular notoriedad.
Es un fenómeno ético, más que estético, que nos libera de tener que justificar nuestras acciones, nuestras ideas y actitudes. Tan solo necesitamos que un grupo significativo de alter ego las validen. Antes se podía no ser famoso y no pasaba nada, el hecho de existir lo certificaba un conjunto de sensaciones íntimas que han ido perdiendo su valor. Se podía ser más o menos, pero nadie dudaba de que era alguien. Dialogábamos con la naturaleza, con nuestros recuerdos, fumando un cigarrillo, chupando un trozo de regaliz o meando mientras mirábamos el horizonte, como hacía Josep María de Sagarra («Pixo a l'abim: / al fons la mar blava, ⁄ allà el cap de Begur, ⁄ aquí el cap de la fava»), y dialogábamos, sobre todo, en y con la soledad. Hamlet se las arreglaba la mar de bien charlando con una calavera, sin ir más lejos. Ahora todos nos sentimos palmeras cayendo en una isla desierta. Nos han ido cambiando aquellos asequibles medios de interlocución por otros que normalmente van a pilas. Ya se han encargado de devaluar todo lo que no refleja, todo lo que no produce eco. Y si nuestra imagen no se refleja ni nuestra voz reverbera, no somos nadie. De ahí que, si experimentamos alguna emoción que nos hace sentir alguien mientras miramos el crepúsculo, simultáneamente sintamos la necesidad de que conste en acta. Hacemos una foto y la enviamos a un satélite que la esparce por todo el planeta, como quien cumple con un requisito notarial, como quien muestra su fe de vida.
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