La libertad privatizada
Desconfío por principio de quienes nos dicen que la libertad de uno termina donde empieza la de los demás. Este tipo de limitaciones siempre me han resultado tan sospechosas como esas alabadas reconciliaciones postdictatoriales que pasan por perdonar los crímenes del verdugo y olvidar la memoria del torturado, el encarcelado o el enterrado en una cuneta. Por mi parte, me resulta difícil concebir una libertad que no comience junto a la de los demás y termine donde nos dé la gana y no donde nos sugiera –en el mejor de los casos- el cuartel, la sacristía o la troika comunitaria.
No menos suspicacias me despiertan aquellos individuos que muy bondadosamente se empeñan en explicarme las diferencias entre libertad y libertinaje. Siempre he pensado, en mi modesta opinión, que la auténtica libertad no se acaricia cuando nos movemos en los márgenes de lo tolerado, sino cuando traspasamos las barreras de lo prohibido, lo tabú, cuando nos atrevemos a la irreverencia frente a lo más sagrado. Libertarios y libertinos nos han abierto con sus transgresiones caminos para el goce personal y colectivo que sin ellos permanecerían cerrados. No es extraño que ambos aspectos confluyeran en la figura del Divino Marqués cuyo 200 aniversario de su muerte se conmemora estos días.
En el fondo, quienes tanto insisten en aclararnos qué es la libertad lo que realmente esperan de nosotros es que voluntaria y libremente acatemos los límites que ellos mismos pretenden imponernos. Es así como todo se transforma en correcto mientras se sigan los derroteros marcados por el catecismo, las normas de urbanidad o lo políticamente correcto. El debate sobre la libertad queda de este modo fuera de la política –menos aún de la calle- para quedar constreñido al ámbito de una ética o una moral que, por lo común, pocas veces superaba la simple moralina. O al menos así ocurría hasta ahora. Porque las cosas, hay que admitirlo, han cambiado.
La evolución sufrida por aquella lejana ética protestante, que a juicio de Weber marcó el arranque del capitalismo, hasta alcanzar su actual fase neoliberal y posmoderna ha puesto patas arriba todos estos planteamientos. No en vano, hace mucho que quedaron atrás las veleidades humanistas del liberalismo originario en su lucha contra el absolutismo, de modo que su discurso sobre la libertad hace tiempo que quedó en el olvido sepultados por toneladas de pragmatismo. Es así como, finalmente, la única libertad que tiene algún sentido para el discurso oficial no es otra que la libertad de mercado.
Ya Marx había subrayado que en el capitalismo todo es susceptible de convertirse en mercancía y la libertad, obviamente, no podía quedarse al margen de estas tendencias. El fenómeno, por otro lado, no es nuevo. Al fin y al cabo, la libertad ya quedó cuantificada cuando el dinero permitía retener o liberar al esclavo, o cuando la riqueza otorgaba derechos ciudadanos en las primeras democracias burguesas. Incluso cuando el vil metal facilitaba el desahogo erótico desenfrenado al más casto siervo de Dios bien servido de monedas y doble moral. De estas tradiciones mercantilistas y no de supuestas inclinaciones autoritarias es de donde bebe la actual reforma legal de Mariano Rajoy que algunos, equivocadamente, se empeñan en denominar como Ley Mordaza.
Y es que erramos de perspectiva si analizamos su articulado en términos restrictivos. El nuevo texto legal, pendiente solo del trámite ritual en el Senado después de que el PP impusiera su mayoría en el Congreso, no pretende coartar libertades, sino sencillamente privatizarlas. En un mundo donde todo se espectaculariza y se pone a la venta, los cansados ciudadanos saben ahora a qué atenerse y que, por ejemplo, pueden insultar libremente a un policía que les esté aporreando por el módico precio de 600 euros. O podrán participar en el nuevo deporte de aventura de oponerse a un embargo abonando 30.000 euros. Incluso podrá darse el placer de manifestarse a las puertas del Parlamento pagando, eso sí, la nada despreciable cifra de 600.000 euros.
Es cierto que de este modo la libertad en España se convierte en un lujo solo al alcance de esos jeques árabes tan estrechamente unidos a nuestro anterior monarca. Pero eso es otra historia. En cualquier caso, el resto ya tenemos suficientes problemas cotidianos como para plantearnos jugar a ser libres. Con todo siempre nos quedará el recurso de contratar algún préstamo ahora que nuestros bancos están tan saneados y darnos de vez en cuando un capricho libertario. Solo espero que llegado el caso no me hagan pagar una tarifa especial si llevado por la emoción ese día no controlo los límites y me da por entregarme al libertinaje.
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