El ring de la decadencia o la decadencia del ring
El boxeo ya no es lo que era. El que iba a ser el gran combate del siglo ha terminado pasando con más pena que gloria. De hecho, la victoria a los puntos del avariento Floyd Mayweather sobre el evangelista filipino Manny Pacquiao será más recordada -si es que llega a serlo- por los 400 millones de dólares que generó con sus entradas y derechos de retransmisión, que por los 460 jabs que se intercambiaron ambos púgiles sobre el cuadrilátero durante los doce asaltos que se prolongó el combate.
En este nuevo capitalismo del espectáculo, hace tiempo que el boxeo perdió aquella aureola que poseía cuando mezclaba en un coctel simbólico malditismo, lucha de clases, racismo y desesperanza. Y tragedia, claro, como la que se cobró la vida de Benny Kid Paret, o la de Davey Moore, cuya muerte cantara Bob Dylan. Por lo contrario, la pelea que enfrentó a Mayweather y Pacquiao, ambos ya casi cuarentones, está más cerca del frío marketing de la industria audiovisual, que de la poética de cine negro que envolvía los combates de Joe Louis o Rocky Marciano, del exhibicionismo libertario de Mohamed Ali contra Joe Frazier, del choque sangriento de Tommy Hearns y Marvim Hagler, o los combates crepusculares de George Foreman, Evander Holyfield o Mike Tyson a finales del pasado siglo. Hasta la perra suerte que acompañó entre nosotros a un Urtaín o a un Poli Díaz contiene más drama que el reunido la pasada semana en el ring de Las Vegas.
En cualquier caso, más allá de evocaciones o sadismos, el duelo Mayweather vs. Pacquio no pasará a la historia sobre todo porque el boxeo cada vez interesa menos. Y no creo que ello se deba a una aversión políticamente correcta hacia la violencia surgida en el seno de nuestras sociedades avanzadas, como afirman los biempensantes. Más bien creo que el boxeo ha terminado perdiendo su fuerza metafórica conforme nuestras sociedades se han ido pareciendo cada vez más a un triste combate amañado, a un vulgar tongo anunciado en el que se nos ha reservado sin consultarnos el precario papel de sparring caído en la lona. Más que alegoría, el boxeo es hoy espejo. Un espejo demasiado descarnado, al que ni Narciso quiere asomarse ante la certeza de que solo encontrará el deforme reflejo de su rostro magullado.
Por otro lado, resulta difícil sentirse impresionado por la violencia desnuda de dos hombres golpeándose, cuando a nuestro alrededor la violencia se presenta desbordada en nuestras cotidianidades. Hoy sería necesario recuperar toda la sangre que empapó la arena de los circos romanos para hacernos salir de la indiferencia con que nos hemos acostumbrado a recibir la muerte. Esa que se traga los cuerpos a millares frente a las costas de Libia, Lampedusa y Gibraltar sin provocarnos el más mínimo estremecimiento. Amasijo de muertos sin cara, sin historia, sin palabras, sin siquiera ese consuelo póstumo de un espectáculo benéfico con el que recaudar fondos para sufragar el recuento de cadáveres en catástrofes naturales y otros dramas de guardar. Demasiada violencia en el mar. Y en Baltimore, o en las favelas pacificadas de Rio de Janeiro, o en los suicidados desahuciados de nuestras calles tranquilas, o en la bomba nihilista estallando en Alepo, Slaviansk, o en la mujer asesinada en cualquier casa decente. Demasiada violencia ahogándonos como para poder percibir alguna transcendencia en un intercambio de puñetazos retransmitido por pay-per-viewpay-per-view.
Sí, definitivamente hace mucho que el boxeo entró en decadencia. Hoy se le ve como una pasión de otro tiempo, trasnochada, sudor viejo de gimnasio de barrio y olor a zotal. Deporte sin matices, básico, tosco y rudo, incapacitado estéticamente para transformarse en arte. Como diría el ministro Wert: si al menos tuviera un toro…
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