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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

De estrategias y feminismo

Uno de los lemas de la concentración que clama contra la actuación judicial en el juicio contra "la manada".

Isabel Elbal

El juicio contra cinco hombres, la “manada”, por la posible comisión de una violación en grupo a una joven en el encierro de los “Sanfermines” de 2016, está siendo objeto de un encendido debate.

Evidentemente, un juicio acerca de un hecho presuntamente criminal nunca da respuesta a los problemas sociológicos, por muy hondos que éstos sean -y el machismo lo es, sin duda-. Los jueces y tribunales se limitan a aplicar y a interpretar las leyes, una vez que valoran las pruebas practicadas. Es decir, los jueces aplican un método, que es el aceptado en las sociedades democráticas: el principio de presunción de inocencia. Sobre este concepto gira todo el proceso penal desde la fase de investigación hasta la sentencia firme, consistente en que todo ciudadano es inocente hasta que se demuestre lo contrario en sentencia firme.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? En 1764 César Beccaria escribió un pequeño libro, “De los delitos y las penas”, que sirvió de base hasta nuestros días de los principales principios que sostienen nuestro sistema penal. En el S. XVIII la Justicia era impuesta por el Soberano contra sus súbditos, de forma voluntarista y despiadadamente implacable. La Justicia se impartía tras procesos secretos, en los que las pruebas se armaban sin que el acusado pudiera participar, se arrancaban confesiones bajo tortura, se castigaba a familias enteras por el impago de una deuda del padre de familia y era habitual practicar el “tormento” como castigo ejemplarizante, a la vista de la ciudadanía, quien asistía entusiastamente al espectáculo.

Beccaria consideró que las ordalías eran propias de desalmados que no daban la oportunidad al acusado de defenderse. Así, se estableció la base del proceso penal que hoy conocemos, sistema que exige a quien acusa probar su acusación, por lo que el sospechoso debe defenderse del delito concreto que se le imputa: no debe defender su inocencia -prueba diabólica- sino defenderse de la acusación concreta. Ese delito ha de constituir delito previamente y ha de llevar una previsión de castigo perfectamente descrito en la ley, con anterioridad a la comisión de la acción criminal.

Llegados a este punto, si algún lector o lectora considera que hay un sistema mejor, no dude en proponerlo, antes de seguir avanzando.

Evidentemente, Beccaria no pensó en la defensa de las mujeres -por aquella época todavía persistían las cazas de brujas-, porque sencillamente, las mujeres no eran sujeto de derechos.

Tuvieron que transcurrir más de 200 años para que, en virtud de profundas transformaciones sociales, las mujeres fuéramos consideradas personas y sujetos de derechos: la inclusión en el denominado “sufragio universal”, la capacidad de contratar, de administrar sus bienes, la no criminalización de la conducta social contraria a la institución matrimonio …

La violación, como delito, tuvo serias resistencias, primero a ser incluido en el Código Penal y luego, a ser correctamente aplicado. Partiendo de que la violación es la acción de forzar a una mujer, mediante violencia o intimidación, a realizar un acto sexual, con el fin de satisfacer los deseos “libidinosos” del autor, hubo no pocos problemas al momento de su aplicación. Si el autor era el marido, debía estar legitimado para agredir sexualmente a su mujer: bienvenido el ataque, en aras a la procreación y a la protección del matrimonio como institución de orden y de paz social.

Así mismo, cuando el agresor era un desconocido que había caído rendido ante la provocación de una perversa mujer, fuera porque ésta llevaba ropa provocativa o porque la señora en cuestión no era una mujer de buenas costumbres o profesión, se establecía una suerte de “concurrencia de culpas”, que aminoraba en gran medida la pena del delincuente o, incluso, le exoneraba de toda responsabilidad.

Pasó el tiempo, se promulgó la Constitución Española y se introdujo el principio de “procedimiento con las debidas garantías”, que implicó una profunda transformación en el proceso penal. La jurisprudencia, además, fue evolucionando hacia el concepto de “prueba única”. Se introdujo la exigencia de permitir con una sola prueba, el testimonio de la víctima violada, la imposición de altas penas de prisión para el acusado. Todo ello vino acompañado de un aumento significativo de la pena para los delitos contra la libertad sexual, hasta el punto, incluso, que hubo que rebajar las iniciales expectativas porque, de tan altas las penas de prisión, se podría poner en peligro la vida de las futuras víctimas, ante la búsqueda de impunidad por sus autores.

Se consideró que, dados los bienes jurídicos atacados ante los delitos contra la libertad sexual, éstos debían ser seriamente castigados y debía “aliviarse” la carga de la prueba en perjuicio del sospechoso: la dignidad de la mujer, como persona, la humillación infligida como persona, la libertad sexual, en suma, de todas las mujeres y su consideración de sujetos de derechos -también de obligaciones- cuyas capacidades y habilidades no debían minusvalorarse, por razón de su género.

Este tipo de ataque se produce en la mayoría de las ocasiones, en ámbitos inaccesibles a testigos, en la intimidad o en lugares solitarios buscados por el autor para quedarse a solas con su víctima y conseguir su doble propósito: consumar el delito y procurarse la impunidad. Por eso, decimos, “se alivió la carga de la prueba” y se permitió que el testimonio de la víctima bastara para condenar al culpable.

Sin embargo, que baste con el testimonio de la víctima no significa que basta con la interposición de la denuncia. Es misión del Tribunal valorar las pruebas que tiene ante sí, principalmente, el testimonio de la mujer violada. Además, se requerirán detalles, con el fin de apreciar no sólo si el hecho se produjo, sino la existencia de circunstancias agravantes o atenuantes. En el caso de “la manada”, el Tribunal tendrá que determinar que la participación del grupo, sin exclusión de ninguno de los cinco atacantes, fue determinante para restar posibilidades de defensa a la víctima -agravante-.

Pero que nadie se confunda, hay un principio no escrito -porque es de sentido común- que establece que nadie denuncia si no se siente agraviado, aparte de las consecuencias penales de presentar una denuncia falsa: sea el robo de un coche, sea una agresión sexual. Deberá ser el acusado quien pruebe fehacientemente que la víctima tiene motivos para faltar a la verdad. Esta misión es, normalmente, casi imposible.

De ahí que, salvo la defensa de los cinco hombres de esta “manada”, casi nadie piense que la joven denunciante haya mentido. La defensa tiene derecho a intentar probar que la víctima miente, dentro del proceso y el Tribunal debe velar por protección de la dignidad de la víctima, pues a ella no se la juzga. Resulta, sin embargo, intolerable, que fuera del proceso, sin el control judicial debido, se hayan difundido imágenes y datos privados de la joven violada, para intentar crear opinión favorable a los 5 acusados, pues con ello, se habría podido lesionar el derecho a la intimidad y a la propia imagen de la denunciante.

Esta pésima y dañina estrategia no ha debido caer en saco roto: la reacción de la ciudadanía ha sido unánime en un gesto solidario, que como único grito se ha debido escuchar hasta la Sala de enjuiciamiento. La víctima no está sola y se merece la defensa de su dignidad y la restitución o reparación de su dignidad, esa que quedó maltrecha en el portal de una vivienda, bajo el dominio y la violencia desplegada por cinco hombres enardecidos.

Lo demás, sin duda alguna, ya es trabajo que corresponde al Tribunal, previa valoración de las pruebas, bajo los principios y garantías del proceso penal.

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