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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Y al principio fue el desorden

Gabriel Moreno González

Rómulo mata a Remo y Roma es fundada como Monarquía. El hijo del Rey Tarquinio el Soberbio viola a la joven Lucrecia y la República es proclamada. La sangre de César da origen al Imperio Romano como el asesinato de Cristo es el alfa y fundamento del Cristianismo. En el universo simbólico que intenta explicar el inicio de nuestras sociedades pareciera como si el crimen fuera siempre la causa primera. La existencia del orden social se justifica sobre la hipótesis del desorden anterior: la anarquía, el crimen, la sangre y la guerra fundamentan el nuevo imaginario. Con el surgimiento y consolidación del Estado contemporáneo, esta realidad es aumentada exponencialmente a través del voluminoso corpus de un contractualismo del miedo que tendrá a Hobbes como referente. La única manera de superar la “guerra de todos contra todos” es creando un orden normativo que, mirando con temor la etapa precontractual, esté diseñado para evitar el regreso a la selva de la injusticia.

Europa misma como concepto no escapa a este principio. Su nombre descansa en un rapto divino, en un crimen mitológico que se prolonga en el tiempo y consigue hundirse en pleno siglo XX. El relato de existencia de la Unión Europea, de su razón de ser, se asienta en el temor al regreso de la guerra fratricida. Es innegable que los primeros pilares de la construcción del proceso de integración bebieron en gran medida de un movimiento europeísta que tenía por meta superar los seculares conflictos nacionales que habían abocado a la destrucción del continente y al cuestionamiento mismo del ser humano en los campos de exterminio. El proyecto europeo se rodeó de símbolos, tratados e instituciones que, bajo el aura del europeísmo, se enraizó en el rechazo al sangriento balance of power y a su propia devastación en las dos guerras mundiales. Spinelli, Monnet o Madariaga tenían muy presente la cercana catástrofe europea, y en aras de su superación, idearon un proyecto que, tras no pocas tensiones, se vertebró finalmente en torno a la creación no de una federatio política, sino de un mercado económico común. Pero el propio mercado común, la misma naturaleza eminentemente económica de las entonces Comunidades Europeas, se nutrieron de ese discurso áurico de la superación del conflicto bélico, del europeísmo pacífico que en su día soñaran Kant o Hugo. Ése era el relato fundante, mecido y adornado por las bondades del libre mercado y de los principios del ordoliberalismo alemán, y esa fue la fórmula discursiva que amparó las primeras décadas de la integración.

El nuevo imaginario colectivo funcionaba. Los países fueron sumándose al proyecto común, abrazando una Europa diseñada en teoría frente a los raptos y las guerras. Los Waterloo, Austerlitz, Sedán, Somme, Verdún o Ardenas ahora se verían sustituidos por la palabra de los representantes en el Parlamento europeo, por la voluntad concurrente de los gobiernos del viejo continente, por la melodía inconfundible de la Novena Sinfonía. Por debajo, en el corazón del proceso de integración, los principios de la (mal entendida) Economía Social de Mercado, tamizados a veces por elementos neoliberales de corte más anglosajón, iban asentándose y acomodándose bajo la coartada del relato kantiano. El comercio sustituiría los nacionalismos, las tensiones y las fronteras. El libre movimiento de capitales, bienes, servicios y personas (ciudadanos europeos, se entiende) iría creando una conciencia común del ser europeo, creando una nueva identidad y unos nuevos intereses supranacionales.

El éxito o fracaso de tales pretensiones, desde sus propios postulados internos, constituye sin duda un campo abonado para debates apasionados. Pero sin entrar en ellos, sin llegar a abrazar lo que algunos no dudan en calificar como pretenciosos maniqueísmos, lo cierto es que el relato justificador de la Unión Europea y su proceso de integración ha mutado contundentemente en los últimos años. Una nueva Unión se yergue en nuestros días al calor de los mecanismos de gobernanza económica, de los nuevos tratados e instrumentos normativos que han hecho aflorar la corriente (neo)liberal del libre mercado a la superficie institucional mediante la creación de un nuevo marco jurídico supraestatal de difícil encaje constitucional/democrático. El MEDE, el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza, el Semestre Europeo, las nuevas reglas presupuestarias y de cumplimiento de los objetivos de déficit, los sucesivos “rescates”, etc…están conformando (si no lo han hecho ya) un nuevo corpus institucional viviente que se asienta en un relato diferente al originario que fundamentaba la Unión. Si entonces era la guerra y el crimen, y la panacea frente a éstos del mercado y sus “valores”, ahora es el desorden económico y la crisis a él aparejada que se viene produciendo en Europa (y en el resto del mundo) desde 2007, los que sirven de marco de referencia en el que intentar asentar el nuevo rumbo.

La conversión en Derecho con pretensión de inmutabilidad de los principios neoliberales aparejados a la estabilidad presupuestaria y monetaria, su juridificación en un entramado institucional alejado de los ciudadanos y de sus habituales parámetros simbólicos, ha provocado la creación de esferas de impunidad dialéctica donde el poder, en su tosca materia, es ejercido y proyectado sobre los Estados. La conversión de lo otrora político en ahora jurídico, de lo que antes era decidible en democracia y susceptible de cambio en principios inalterables dados por la “ciencia” económica hegemónica, se reviste de aura técnica difícil, aunque no imposible, de desentrañar. El paso de la decisión política a la mera gestión y administración de lo dado por un campo acotado en férreos límites jurídicos, supone la irrupción de un nuevo modo de ver y entender el proceso de integración europeo, el cual, al tiempo, se intenta autojustificar en la superación de la crisis económica como “selva” precontractual. Ahora bien, en esta operación, en esta pretensión de crear un nuevo relato que dé cobertura a la nueva Unión Europea, la falta de correspondencia entre el discurso y su materialización se hace cada vez más evidente conforme se van apuntalando las nuevas instituciones. Si el discurso oficial habla de diseñar jurídicamente la nueva Unión desde el temor al regreso de la situación de crisis económica… ¿cómo es que los nuevos mecanismos comunitarios sólo se centran en los presupuestos públicos de los Estados y apenas rozan la regulación bancaria? Teniendo la crisis origen en el sector financiero y no en las deudas soberanas de los Estados, que crecieron al calor de aquélla, el marco institucional que se está terminando en la Unión Europea se vertebra alrededor del principio de estabilidad presupuestaria y de la contención del déficit público, y no aborda ni el ridículo y ominoso régimen fiscal del gran capital europeo ni las zonas de impunidad financiera que reinan en las altas esferas del poder económico. El relato que blanden no encuentra asidero en sus políticas, por lo que desde el interior de sus propios planteamientos la deriva actual del proceso de integración no encuentra fundamento. Sin recurrir a formulaciones exógenas, desde el corazón de sus teorías y de su discurso se pueden desnudar los verdaderos propósitos del nuevo marco institucional de la Unión Europea: la reducción del margen de maniobra económica y política de los Estados y su constreñimiento en un campo jurídicamente acotado a priori e indisponible para las mayorías sociales.

Los intereses del capital juridificados al más alto nivel. El cierre de lo político con las pretendidas cadenas de lo técnico. De ahí la necesidad de desenmascarar la falsedad e inconsistencia del relato y de descubrir, continuamente, la naturaleza verdaderamente política e interesada de la conformación de tales marcos falsamente inmutables. Que cuando nos hablen del Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza o de la regla del déficit cero, seamos capaces de rebatir sus deseos de tecnicidad con la roca desnuda de lo político y de los intereses que a él subyacen: ése ha de ser uno de los objetivos, y de los logros, de cualquier proceso de transformación democrática.

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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

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