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Juanita sigue muy viva

June Fernández

La primera Juanita que conocí, en 2012, era bella, alta y esbelta; tenía la piel tostada y lucía melena azabache hasta la cintura. Yo impartía un taller de comunicación feminista y Juanita era una de las participantes que más se divertían; le gustaba ruborizarme en los descansos con sus desinhibidas pláticas sexuales. La Juanita era, y sigue siendo, una chica extrovertida, tranquila, a ratos algo escandalosa y teatrera. Si me leyera, gritaría con su latiguillo: “¡No, niiiiiiñaaaa!, ¡qué valoooor!”.

Esa primera Juanita utilizaba mucha base de maquillaje para ocultar la sombra de la barba, lápiz de ojos y sombra oscura para resaltar su mirada, a juego con unas uñas largas pintadas de negro. Vestía camisetas ajustadas y shorts para presumir de piernas largas y finas. O camisolas largas con leggins. Completaba su look con sandalias y aretes grandes. Aunque llevase unos tejanos y una camiseta corriente con algún mensaje reivindicativo, siempre se veía arreglada y bonita.

Era una de las trans más activas y carismáticas de Nicaragua hasta que, tres años después, decidió cortarse la cabellera. En seguida corrió el rumor: “La Juanita vuelve a ser Juan Carlos”. En realidad, la Juanita sigue siendo Juanita: bella, alta, esbelta, extrovertida, tranquila, a ratos algo escandalosa y teatrera. Ahora su físico —pelo corto engominado, barbita perfilada, camisa vaquera— cuadra con su nombre oficial, Juan Carlos Urbina. Solo cambió de aspecto, pero eso lo cambia todo.

“El acoso de los machos era insoportable. Me sentía muy expuesta, muy vulnerable. Cuando entré al salón [de belleza], qué clase de vulgareo la de los hombres que estaban a la entrada. Cuando salí, ya con el pelo cortito, ni me miraron”. Dejó de maquillarse y de afeitarse la barba. Pocos meses después me mandó fotos por Facebook de un apuesto joven vistiendo camisa, cinturón, jeans y zapatos de vestir. “Así ando ahora”.

Juanita dice que esto de la masculinidad es algo temporal, dice que bueno, no sabe. Por ahora es un refugio.

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Si sos mujer y te subís en hora punta a una ruta (autobús urbano) en Managua, no te extrañe que algún hombre aproveche el gentío para frotarse contra tus nalgas. Si sos mujer y te movés en bici, no te extrañe que un motorista te adelante despacito para tocarte tu trasero. Si sos mujer y caminás sola por una acera, no te extrañe que un carro disminuya su velocidad y te siga, formando tráfico incluso, con los vidrios bajados para que escuches los insultos que te gritan sus ocupantes. Si sos mujer y pasás por delante de un autolavado, no te extrañe que sus empleados te ofrezcan su manguera: “Ya verás qué rica, mojadita”.

Desde el cielo, Managua es un vergel de chilamates, palos de mango, almendros y malinches. Managua también es agua. “Mana-ahuac” en náhuatl significa “junto al agua” o “lugar rodeado de aguas”. Los primeros pobladores se asentaron, hace 15 000 años, a orillas del lago Xolotlán, de 10 000 kilómetros cuadrados y un sospechoso color gris pardo, vertedero de las aguas fecales de esta urbe que hoy tiene más de dos millones de habitantes y que cuenta también con seis lagunas cratéricas. Apenas dos edificios altos —el Banco de América y el edificio Pellas, de 15 y 10 alturas respectivamente— sobresalen en la maraña desordenada de casitas bajas con las que se repobló la ciudad, hecha añicos por el terremoto de 1972.

Desde el suelo, Managua es puro asfalto hirviendo, rotondas, tráfico caótico, autobuses antiguos de colores a los que hay que encamararse en marcha, cláxones de carros impacientes que, a cada rato, sortean imprevistos previsibles: chavalos jugando en torno a una portería de fútbol, perros callejeros, borrachos desplomados, caballos desbocados. Cruzar la carretera es un deporte de riesgo, los escasos pasos de cebra no se respetan.

Managua no es ciudad para peatones, pero menos aún para peatonas. Según un estudio del Observatorio contra el Acoso Callejero, en Managua nueve de cada diez mujeres han sufrido algún tipo de acoso en la vía pública. Incluyen silbidos, comentarios sobre su cuerpo (“qué rico ese culito”), miradas y gestos lascivos, comentarios sexuales (“te mamaría las chiches”) e insultos sexistas, por ejemplo, el consabido “fea” a la mujer que protesta ante el acoso. Y, lo más habitual, el aparentemente inofensivo “adiós, amooor” con el que son interrumpidas a cada cuadra. Pero el 40,7% también aseguró haber vivido agresiones como exhibicionismo, manoseos y persecuciones.

Este goteo cotidiano se convierte en diluvio si sos una trans despampanante como la Juanita. Al acoso machista se suma el rechazo transfóbico: el de la persona que se cambia de asiento en la ruta después de haberte mirado una y otra vez intentando averiguar si sos hombre o mujer. Y se suma también la amenaza de ser vejada, golpeada, violada, si “descubren” que no sos una mujer “de verdad”: el 80% de las mujeres trans afirma haber vivido algún episodio de violencia por su identidad de género . Ese es uno de los grandes miedos con los que vivía Juanita: ¿y si un nuevo amante enfurecía al descubrir su cuerpo, y la mataba?

En un video realizado en 2012 para el colectivo feminista en el que trabaja, La Corriente, Juanita —vestida con camiseta de tirantes, falda por encima de la rodilla y sandalias de tacón— camina con decisión hacia la polvorienta estación de autobuses de la Universidad Centroamericana, y las miradas se le clavan como aguijones. Apoyado en un microbús, un hombre la mira de arriba abajo, se ríe y se abanica; otro camina muy cerquita de ella con risita burlona, ella le asesta una mirada dura. Cruza la carretera y una pareja, chavala y chavalo agarrados de la mano, también se fija en ella. Sus miradas son igual de inquisidoras, pero solo el chico se voltea para mirarle el culo. No es una performance, es una recreación consciente de su día a día. Juanita habla a la cámara con su voz dulce y su tono expresivo pero pausado:

“Me sentí estresada por ver todas las miradas, todas las palabras y todas las ofensas. Me siento… No tengo una palabra para expresar lo que siento ahorita. Pero sí siento que siempre que salgo a la calle y yo soy tan evidente, eso me golpea mucho emocionalmente. Me causa mucha tristeza, la gente te ve como una persona extraña, como que no sos de este mundo. Y pienso también que es evidente ver que la sociedad no entiende que un hombre quiera ser mujer”.

Tres años después, decidió darse el permiso de experimentar el gozo de pasar desapercibida. Ya no se siente observada por las calles de Managua, los hombres ya no la chiflan a cada rato, los carros ya no se detienen a su paso ni asoman cabezas por los vidrios.

Pero el refugio tiene sus grietas: hay un nuevo miedo con el que no contaba. Cuando andaba vestida de mujer se encaraba a los acosadores sin que le temblase la voz; ahora, cuando un homófobo le lanza un grito burlón —“¡Locaaaa!”— intenta ignorarlo y seguir caminando. “Créeme, ahora jamás regresaría adonde un hombre a decirle: ”Oe, ¿qué te pasa?, ¿cuál es tu problema?“. El miedo a que me agredan es más palpable. Como soy de su colectivo, me hablan en el mismo código, de hombre a hombre”. Y, entre hombres, los problemas se solucionan a golpes.

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(1) Según el estudio sobre la situación del colectivo LGTB, «Una mirada a la diversidad sexual en Nicaragua», editado en 2010, las mujeres trans son la identidad sexual más vulnerable, las que viven mayores niveles de discriminación y violencia, tanto por salirse de las normas de género como por el machismo que implica asumirse públicamente como mujeres.

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