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Análisis

La actriz Isabel Torres: una carrera que ha zanjado debates

Isabel Torres durante la presentación del Orgullo 2020
16 de noviembre de 2021 13:37 h

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“Sostenidita, mi amor”. Así decía Eugenia La Moraíta que debería ser la vida. Eugenia había pasado por Desengaño, Ballesta, Montera, La Casa de Campo, tres o cuatro polígonos y vuelta al centro de Madrid en su madurez. Siempre vencedora.

Sostenidita, decía. Con tiempo para lo amargo, para lo dulce y para ese aburrimiento que queda entre medias, que, al cabo, suele ocuparlo casi todo. Llegar tarde a la vida obliga a apurarla como una perra hambrienta. Por el camino se muerden hasta piedras que revientan los dientes, pero da lo mismo, el tiempo, cuando se ha llegado tarde, es un dealer de ansiedades que no deja parar, esa es la idea primaria, no parar, la calma es el lujo de las que nacen con apellidos y un patio en el que peinarse tranquilas en verano.

Las vidas de las mujeres trans de mi generación y de las anteriores, más o menos, han consistido en una mitad de niebla cerrada, un frío que empapa los huesos; y otra, bastante más corta, que arde de pura necesidad. Esa consunción como de fuego artificial no es innata, ni, como dicen las voces del odio, es culpa de las hormonas. Es todo arrebato, es todo reconstrucción, es todo un intento legítimo de dejar huella más allá de la desgracia, del pobrecita cuánto ha sufrido.

Porque mira que se sufre.

La despedida

La actriz Isabel Torres acaba de despedirse de su público, de nosotras, de la vida pública a través de un vídeo cortito que ha colgado en su Instagram y revienta el pecho de amor, de pena y de una ira que lleva a saltar hogueras y a gritar contra el mundo con voz de duende malo. Duele mucho escucharla. Parece que su cáncer avanza ya irremediable y la cosa es cuestión de un par de meses, eso dicen sus médicos.

La esperanza de vida, más allá de la puñalada en el callejón o de la paliza caníbal del pánico trans, se acorta por este llevar la propia existencia a empujones, de logro en logro, de cuneta en cuneta, como completando un mapa que termina con la carta de naturaleza de ser humano, de mujer, como si hubiera una diosa al final que permite la entrada en el gineceo. Y no es justo.

Sostenidita. Decía Eugenia, mi moraíta, que ya se fue al cielo de las travestis.

Imagina una vida sostenidita para forjar una carrera serena, para elegir caminos en tanto la clase lo permita, para formarse, para no apurar cada opción como si fuese el primer y último copón de reconocimiento al que se puede acceder. Para no tener que competir contra la vida misma desde que se nace.

Isabel Torres, pionera de muchas cosas importantes, portada de Interviú, presentadora de televisión y mujerón desde que se quitaba muertos de asco de encima en el patio del colegio solo tuvo una oportunidad de verdad, una de las grandes, de las que prometen memoria o debacle. E hizo mucho más que limitarse a aprovecharla. Resulta que teníamos a una actriz de las memorables agazapada entre la maleza de la transmisoginia y el figurantismo golfo al que la cultura popular había condenado hasta hace casi nada a las más vistosas de entre las mujeres trans. Su trabajo en Veneno, la serie escrita y dirigida por Javier Ambrossi y Javier Calvo sobre el libro de Valeria Vegas, recuerda a las asperezas dramáticas de toda una Lola Gaos y a las exuberancias bien medidas de la mejor Victoria Abril.

El debate

La conversación sobre la pertinencia o no de quién interpreta a quién en las ficciones que incluyen personajes trans, tiene que ver con esto. Con las oportunidades, con la equidad. Hasta que las historias trans no se cuenten por personas trans, van a sobrar clichés y faltar matices. Por qué, desde el punto de vista de quien se sienta delante de una pantalla, vas a preferir las inconsistencias de Eddie Redmayne tratando de resolver la interpretación de una mujer desde el pestañeo exagerado, el ladeo de cabeza de cachorra sometida y la sonrisita boba, que la bofetada de verdad que puede darte una Isabel Torres, una MJ Rodríguez o una Abril Zamora. Dejando para otro momento qué diablos hace un hombre interpretando a una mujer existiendo las actrices. Este debate, cíclico y que siempre se da en las coordenadas erróneas, no tiene que ver con el talento, o no solo, tiene que ver con una imagen incompleta de las vidas trans que hasta ahora han sido contadas por quienes las ven desde lejos y se las tienen que imaginar. Faltaba la versión original, ese desmentido que solo puede darse a través del testimonio en primera persona, ese “nosotras no somos así” que afina las narrativas. La enorme brecha de inclusión laboral que sufren las mujeres trans no es, ni mucho menos, ajena al arte dramático, acaso es una brecha aún más ancha y más profunda. Solucionarla, alcanzar la equidad, es lo que acabará por relajar las tensiones entre quienes necesitan contar sus propias historias y quienes acaban por contarlas.

Isabel

Isabel Torres es la viva, vivísima imagen de esta verdad palmaria. La encarnación de esa verdad incontestable. Su talento pasó desapercibido muchos años y de repente explotó en la cara de medio mundo. No sirve para nada fabular sobre qué hubiera podido hacer Isabel desde el privilegio de la normalidad, de la inclusión, de la igualdad de condiciones, pero conviene dejarlo escrito para que quien quiera, lo piense en casa. Sí es justo y necesario celebrar la vida de una actriz excelsa que ha enriquecido la cultura de un país en ocho episodios. Que ya forma parte de la mejor historia del entretenimiento y del arte.

Sean dos, cuatro, diez o cien los meses que tenga por delante, sean testigos de los honores que merece recoger, que retumbe la memoria de las que no pudieron llegar aplaudiendo a la que lo ha hecho, que no dejemos de mirarla y agradecerle el camino abierto y pavimentado de alegría que deja.

Eterna en vida, reina canaria. Eterna en vida.

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