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Ceguera en la Bienal de la ciudad del ojo

Chiharu Shiota en la Bienal de Venecia | Foto: Sunhi Mang

Juan José Santos Mateo

El poeta Joseph Brodsky decía en Marca de agua, su carta de amor a Venecia, que era imposible tener pesadillas en “la ciudad del ojo”, donde “las demás facultades desempeñan un borroso papel secundario”. La Bienal se está convirtiendo en una fiesta secuestrada por los ricos, donde el resto de elementos, artistas, comisarios, y sobre todo, espectadores, juegan un rol de agregado. Y donde es perfectamente posible tener pesadillas.

Okwui Enwezor, comisario general de esta edición, se paseaba por la Bienal como un Humberto I. Ya se conocían los premiados del jurado: mejor participación nacional, República de Armenia (con el genocidio armenio de 1915 de fondo); mejor artista, Adrian Piper; mejor artista joven, Im Heung-Soon. Menciones especiales a Joan Jonas, Harun Farocki, el colectivo sirio Abunaddra, y al argelino Masinisa Selmani. La propuesta curatorial de Enwezor, así como sus decisiones electorales, han configurado una Bienal pretenciosa (desde el título, Todos los futuros del mundo) y políticamente correcta; varias obras se solidarizan con conflictos sociales y económicos pero sin ser excesivamente contundentes, con alguna excepción, como Who is Building the Guggenheim Abu Dhabi de Gulf Labour Coalition.

Hay propuestas simbólicas, como la desatendida lectura del Capital de Marx en el nuevo espacio Arena, intercaladas con grandes pinturas abstractas, que nada dicen sobre los posibles futuros del mundo. Un batiburrillo en ocasiones agobiante cuyo mayor problema es la ausencia de un sentido unitario; las obras no dialogan unas con otras, ni con los espacios. Las comparaciones con la anterior Bienal, la sugestiva tesis de Massimiliano Gioni, dejan a Enwezor en un triste lugar.

El espectador que ambicione intuir hacia dónde va el arte actual (algo que debe reflejar este evento) quedará desangelado. Verá muchos pabellones con obras que no es que no sean ni de centro cívico. No son ni de Aeropuerto de Barajas. Las exposiciones colaterales, que forman parte de la programación oficial, se abren a puja; quien tiene dinero para mostrar sus trabajos, entra. Y así, ese espectador desorientado nota como se le irritan los ojos, y decide hacer una estadística a mano alzada. Levanten la mano los que están aquí y son galeristas y coleccionistas. Vale, vale. Ahora, ¿algún intelectual en la sala? ¿Un escritor, un filósofo? ¿Nadie?

El rapto veneciano

Los venecianos están fino allo sfinimento. Quedan poco más de 55.000 habitantes permanentes. Cada año mil venecianos abandona la isla. Cada año 22 millones de turistas secuestran Venecia. Entre los carnavales y las bienales (de arte, danza, teatro, cine y música), hay macroeventos diez meses al año. Okwui Enwezor tuvo la feliz idea de prolongar la Bienal un mes más. Por supuesto que están contentos de que vengan artistas, de ser centro cultural, y de tener trabajo asociado al turismo. Pero, ¿qué tipo de visitante? ¿Y qué cantidad? ¿Qué hay de los megacruceros que quieren llegar al centro de la isla rellenos de turistas, algunos de los cuales ni siquiera llegan a bajar del barco?

Como alegoría perfecta, diremos que Venecia está gobernada por un comisario. En el 2014 el entonces alcalde, Giorgio Orsoni, y otros 34 políticos y empresarios, fueron detenidos por corrupción urbanística, acusados de enriquecerse a costa de la gran obra de ingeniería Moisés, con la que se pretendía liberar a la isla de los efectos de las mareas y el fenómeno de “agua alta”. Orsoni dimitió y fue sustituido por el comisario Vittorio Zappalorto. Mientras todo esto ocurre bajo las nubes de Tiépolo, Venecia se sigue hundiendo, unos milímetros cada década mientras prevalecen las discusiones para ampliar canales que permitan acceder a los grandes cruceros al centro.

Venecia es un pueblo; de comerciantes, de artesanos, en el que no hay automóviles, todo se lleva en barca o en carro. El ritmo de vida es lento, pausado. El que todos los futuros del mundo, de repente, arriben a la isla, es de difícil digestión. El que todos los turistas del globo lo hagan, es una tragedia. Por eso algunos venecianos fantasean con la idea de dar una nueva vida a la siniestra Isla de Poveglia, antes de que sea vendida por los políticos, y enviar allí a los visitatori indesiderati. Por ahora, se contentan con el accidente ocurrido en el pequeño muelle de la Fundación Prada; los elegantes invitados al cóctel de apertura de la exposición Clásicos portables acabaron mojándose el culo tras la ruptura de la estructura. Los cocodrilos no llegaron a tiempo.

Objetos, trabajo y turismo

Una de esas exposiciones esparcidas por la isla está en la Fundación Querini Stampalia. Antes de abordarla, un vistazo a una de las obras de su colección; “Charlatanes en la Piazzeta de San Marco”, de Gabriele Bella (1730-1799). Comediantes, músicos, espectadores, pícaros, reunidos en la plaza principal de Venecia. Sólo falta ver palos de selfie.

Porque sobre el fenómeno del turismo en la isla ha trabajado Jimmie Durham en su muestra “Venice: Objects, work and tourism”. Con inteligencia, sensibilidad y mucha ironía, Durham realizó una investigación de campo en Venecia, rescatando objetos y souvenirs rotos, reciclándolos y recomponiéndolos, para situarlos en inadvertidos recovecos del palacio de la fundación. Al igual que se fusionan los pedazos encontrados para generar nuevas formas, se mezclan historias locales poco conocidas, industria veneciana, los detritus del turismo, la majestuosidad de los palacios para concebir lecturas críticas y divertidas. Sólo por disfrutar de exposiciones así, a pesar de todo, merece la pena venir a la Bienal.

Es compatible gozar de algunas obras de arte e invocar el espíritu de la Bienal de Sao Paulo del 2008 (“la bienal vacía”). Las polémicas de este año son; la mezquita construida dentro de una iglesia, las protestas de los aborígenes australianos frente a “su” pabellón, la ocupación ucraniana del pabellón ruso, y el pabellón anónimo sin estado. Y por encima de todas ellas, la venta al por mayor de los espacios de los pabellones. Gracias a denuncias, peticiones de firmas y protestas, conocemos los casos de Kenia, de Azerbaiyán (con representantes como Andy Warhol), y, sobre todo, de los casos latinoamericanos.

Tenemos el pabellón de Guatemala, atestado de artistas no-guatamaltecos (Emma Anticoli Borza, Sabrina Bertolelli, Mariadolores Castellanos, Max Leiva, Pier Domenico Magri, Adriana Montalto, Elmar Rojas, Paolo Schmidlin, Mónica Serra, Elsie Wunderlich y Collettivo La Grande Bouffe), curado comisarios no-guatamaltecos (Stefania Pieralice, Carlo Marraffa y Elsie Wunderlic), titulado con un idioma no-guatamalteco (Sweet death), y financiado de manera misteriosa. Como resumen del entuerto, no se puede entrar en su sitio web; en su lugar aparece el mensaje “not acceptable”.

El caso ecuatoriano; país representado por una instalación de la artista María Verónica León, residente en París, que repite presencia, y cuya obra no ha sido muy bien recibida por los ecuatorianos, como por Patricio Palomeque; “al parecer está muy buen relacionada y cuenta con dinero para autosustentarse”. La exposición es, la mires por donde la mires, inaceptable.

Lo del Pabellón Ítalo-Latinoamericano es indignante. Voces indígenas es una propuesta curatorial del comisario (parece que vitalicio) del pabellón, Alfons Hug, la reproducción de una recopilación de grabaciones de indígenas hablando en su idioma. Lo más cuestionable no es el contenido artístico (aunque el curador “someta” a los artistas, cuya huella es únicamente la grabación o obtención de grabaciones), ni la hipocresía de los participantes e invitados (el 95% de los asistentes y responsables de las “Voces indígenas” son mestizos u occidentales de clase media y de clase alta), sino la intra-historia; los artistas participantes tienen que pagar los 6.000 dólares de cupo, más viaje, alojamiento, etc…si quieren estar en la expo. En algunos casos, el artista ha invertido 16.000 dólares para poder poner en su currículum “Bienal de Venecia”. Ese es, finalmente, el objetivo.

No han podido escribir esa línea en sus portafolios los artistas costarricenses. Al gobierno de su país le entraron sudores fríos cuando el comisario de su pabellón les anunció que había conseguido a artistas capaces de pagar 5.000 dólares para poder sufragar los gastos. Eran 50. El gobierno retiró su participación, temeroso por la tremolina que se iba a liar.

Los futuros posibles de la muestra

El porvenir de Okwui Enwezor se ve tan brumoso como Venecia en invierno. Sus aciertos (selección de algunas obras, reivindicación de artistas africanos, presencia de más mujeres) se ven oscurecidos por su poco trabajado concepto curatorial, sus forzadas decisiones y la ausencia de manejo del contexto.

Por su parte, Paolo Baratta, presidente de la Bienal, ha anunciado que “podrían” haber nuevas regulaciones en la manera de seleccionar curadores por parte de los gobiernos nacionales. Sin duda, es un paso necesario aunque insuficiente. El futuro de la Bienal depende de un más exhaustivo control financiero de los pabellones, y de una moderación del evento. Por ponernos poéticos (y quizás, utópicos): por poner diques al mar.

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