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Los jardines que Sorolla convirtió en obras de arte para poder pintarlos a su gusto

Clotilde en el jardín, 1919 - 1920. Museo Sorolla, inv. 1271

Laura García Higueras

14 de julio de 2018 21:03 h

No fue el único. Otros pintores como Monet, Kandinsky o Liebermann también se refugiaron en sus jardines. La irrupción de la I Guerra Mundial obligó a los artistas acostumbrados a realizar grandes viajes para inspirarse a no poder desplazarse. Tuvieron que modificar sus rutinas de travesías y los jardines, a menudo diseñados por ellos mismos, se convirtieron en sus “refugios morales de la guerra”.

Así los describió María López, una de las comisarias de la exposición Sorolla. Un jardín para pintar en su inauguración. Podrá visitarse en el Museo Sorolla de Madrid hasta el 20 de enero del próximo año. La muestra llega a la capital tras exhibirse en Sevilla, Valladolid y Valencia. Aquí se amplia la experiencia de la visita al poder pasear por los mismos rincones que el artista concibió y retrató, dado que la pinacoteca se sitúa en el interior de la propia casa que el valenciano adquirió en 1905 y en la que residió desde entonces hasta su muerte en 1923.

Lejos de la concepción habitual del jardín como espacio de recreo, descanso o contemplación, aquí es planteado como una obra en sí misma, al haber sido diseñado expresamente por Sorolla en función del resultado que darían sus colores, luces y formas una vez desarrollado. El pintor empezó a construirlo en 1912 y no fue hasta 1916 cuando empezó a recrearlo en sus pinturas, una vez plantas, árboles y flores se hallaron en su máximo esplendor.

La exhibición se compone de una selección de óleos, dibujos, esculturas, azulejos y fotografías que relatan cómo el pintor concibió su jardín como lugar para la belleza, el deleite personal y la creación pictórica. Según explicó la directora del museo Consuelo Luca de Tena, diseñó los jardines de tal forma que sirvieran de espacios “con función social, que tuvieran láminas de agua con las que buscar el efecto plástico y que hubiera una pérgola para buscar efectos de luz”.

Los jardines andaluces, la gran inspiración de Sorolla

El artista se inspiró para el diseño de sus estancias en los jardines andaluces que le conquistaron en sus visitas a Sevilla y Granada. Especialmente en los del Alcázar de la primera y la Alhambra de la segunda. Ambos los había pintado en repetidas ocasiones a partir de 1908 movido por su admiración. Éstos eran amplios pero estaban organizados en cuadrantes íntimos y en ellos, “los espacios se iban concatenando de tal forma que a cada nuevo recodo se accedía generando una sensación de descubrimiento”, comentó López.

Antes había conocido otros de carácter más monumental como los de Versalles o La Granja de San Ildefonso, pero en ellos no halló las cotas de intimidad que sí ofrecen los del sur de España. La idea de los “jardines pavimentados, en los que jardín y patio están estrechamente relacionados”, expuso Luca de Tena, “con la presencia de agua que emita un rumor continuo generando sosiego”.

En la exhibición se incluyen varias de las pinturas que Sorolla realizó de los jardines andaluces, de tal forma que se pueden comprobar in situ sus similitudes. También los dibujos previos que el valenciano realizó al concebir cómo distribuiría los diferentes elementos que quería emplazar en sus jardines. No era jardinero y carecía de formación en jardinería, por lo que se basó en el método de prueba y error, hasta que finalmente lograba el resultado deseado. Planteaba perspectivas que le cuadraran a futuro aunque después sus cuadros “no siempre eran reflejos de la realidad”, aclaró la directora.

Sorolla, Clotilde y su amor compartido por las flores

El pintor no era el único al que le gustaba tener siempre flores sobre la mesa. Según reveló Luca de Tena, en la correspondencia que intercambiaba con su mujer Clotilde cuando estaba de viaje, “era habitual que, además de texto, incluyeran flores prensadas, y que Sorolla preguntara por el estado del jardín, ya que ella era quien lo cuidaba principalmente mientras él estaba fuera”.

Precisamente un rosal es el protagonista de un cuadro sobre el que versa una leyenda de su amor. “Tras la muerte de Sorolla, dejó de echar flores y, cuando seis años más tarde falleció ella, el rosal también murió”, relató López. De hecho, hasta hace muy poco tiempo no se había conseguido rebrotar la planta.

En 1920, al tiempo que pintaba en el jardín de su casa el retrato de la mujer de López de Ayala, el artista sufrió un derrame que mermó sus facultades físicas. Contó la comisaria que “de repente se mareó e intentó retomar los pinceles”, pero no lo consiguió. Para el prolífico pintor, cuyo lema era “hay que pintar deprisa porque todo se va”, su debilitamiento le hizo rebajar notablemente su ritmo de pintura, aunque sí que llevó a cabo alguna.

Es el caso de una de sus últimas representaciones de su jardín, con una imagen que a la postre se ha interpretado como una especie de despedida. El pintor retrató su sillón de mimbre en el que solía sentarse tanto para descansar como para pintar, vacío y solitario, rodeado de la belleza de la naturaleza que encerró en sus jardines.

La exposición refleja el profundo cuidado con el que Sorolla se ocupó de su jardín, donde disfrutó de unas cotas de libertad e intimidad únicas. Las obras en las que lo retrató aparecen en su mayoría sin firma, ya que eran realizadas para “su disfrute propio”, como López reconoce. Un disfrute que desarrolló hasta sus últimos días y que ahora puede descubrirse y comprobarse en las mismas estancias en las que se gestó el arte y la imaginación del pintor.

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