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Del cigarrillo al gimnasio: la reinvención del artista maldito en la era del bienestar

Amy Winehouse, en un concierto de 2008 en Escocia

Daniel Soufi

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Últimamente a los malditos se les ve con mejor color. Como si alguien les hubiera obligado a pasear al sol o a hacer yoga a las siete de la mañana. La figura del artista atormentado, marginal, autodestructivo, que durante décadas ha fascinado al público, se ha desdibujado en una era obsesionada con el bienestar, en la que la salud emocional y física son prioridad. La gente quiere vivir más y mejor. Y eso, quedándose toda la noche escribiendo poemas en la esquina oscura de un bar, entre roncolas y humo de tabaco, suele ser complicado.

Hasta Lana del Rey se ha pasado al vaper. Pero no es la única. El año pasado, antes de aparecer vestida de monja en la portada de Lux, Rosalía dijo en Omega, su canción con Ralphie Choo: “Ya no bebo, ya no fumo, no consumo y lo presumo”. Se ha terminado fardar de fumar muchos porros o meterse rayas de cocaína “como la M-30”. Los borrachos dan pereza. El orgullo es abstemio. Si alguien quiere alardear de algo mejor hacerlo de los días seguidos sin fallar en el gym o de haber sacado un 90 sobre 100 en la app Sleep Cycle. Incluso Fernando Gálvez, AKA Yung Beef, maldito entre los malditos, ingresó en una clínica de desintoxicación el año pasado para dejar la mala vida. “Acabé conectando con mi niño interior”, dijo quien ha sido el gran pionero del trap en España.

Uno de los síntomas del giro del malditismo hacia la cultura del wellness es cómo ha cambiado el mito del vampiro. El personaje nació con Polidori, médico italiano que acompañó a los Shelley y a Lord Byron en aquel célebre verano narrado por Gonzalo Suárez en Remando al viento (1988). De ese juego literario surgieron Frankenstein y también El vampiro, cuyo protagonista estaba inspirado en el propio Byron: seductor, hedonista, entregado al exceso. Un maldito en toda regla. Más de un siglo después, tras innumerables adaptaciones, el vampiro de nuestra época es Bryan Johnson, el multimillonario que quiere vivir 150 años, cena a las once y media de la mañana y presume de beber la sangre de su hijo.

La industria global del bienestar alcanzó una valoración de 6,32 billones de dólares en 2023, según el Global Wellness Institute. Es un aumento del 26% respecto a 2019. Al mismo tiempo, todo un ecosistema económico, cultural y médico se ha articulado en torno a la promesa de vivir más tiempo. El nuevo estatus socioeconómico es la juventud y la longevidad. En 2024 se publicaron casi 6.000 papers sobre longevidad en PubMed, cinco veces más que hace dos décadas. El Financial Times contaba que, en los centros financieros de Londres y Nueva York, ha dejado de presumirse de agendas imposibles o millas aéreas: ahora el orgullo pasa por las ocho horas de sueño registradas por un anillo Oura o por los minutos resistidos en una sesión de crioterapia.

Los artistas malditos

Esta tendencia va en contra de uno de los rasgos que define a los artistas malditos: la brevedad de sus vidas. El caso más evidente es el célebre Club de los 27, integrado por músicos que murieron de forma prematura —Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Kurt Cobain, Amy Winehouse— convertidos con el tiempo en parte imprescindible de la mitología del malditismo. Hay quienes ni siquiera encajan en ese supuesto canon porque se fueron antes, como Ian Curtis, el líder de Joy Division, que murió con 23 años. O Isidore Ducasse, el Conde de Lautréamont, poeta autor de Los cantos de Maldoror (1869), admirado por el grupo de surrealistas de André Breton, que falleció a los 24.

Jimi Hendrix durante un concierto en Estocolmo en 1967

El culto al malditismo viene de lejos. Siempre ha habido personajes dispuestos a autodestruirse, y seguramente siempre se haya encontrado algo fascinante en ellos. El primero en ponerle nombre a esta estirpe de artistas fue el poeta francés Paul Verlaine, en su libro Los poetas malditos (1884). En él, analizaba la figura de varios autores franceses entre los que se encontraban Stephane Mallarmé o Arthur Rimbaud, examante del propio Verlaine, y por entonces ya retirado de la poesía. Franciso Umbral escribió un ensayo —brillante en su atrevimiento— en el que retrataba a Federico García Lorca como un poeta maldito. Ahí da una definición muy precisa de este género de artistas: “Un desarraigado, un desclasado, un ser que sufre complejo de autodestrucción y que hace de ese complejo y esa autodestrucción su obra de arte”.

Al público burgués, todavía con un poso romántico en las venas, le gustan las historias de descarriados: bohemios bebedores, genios rotos por su propio talento. Segundo premio (2024), de Isaki Lacuesta, reconstruye el universo de Los Planetas, un grupo cuya trayectoria real está marcada por adicciones, conflictos internos y autodestrucción. Fernando Navarro, coguionista del filme, explica por teléfono que lo que verdaderamente se romantiza en un personaje maldito son los restos de ternura que aún conserva. “Si es un autodestructivo narcisista que se comporta como un imbécil, el espectador lo percibirá exactamente así”.

El grupo que protagoniza ?Segundo premio', de Isaki Lacuesta

Sugiere Navarro que el malditismo, para que exista, siempre ha de venir de fuera. No se puede ser maldito por elección, ni por marketing. “Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio”, decía Lorca. “El malditismo no deja de ser un disfraz bajo el que se oculta alguien con una herida”, añade el guionista. Y sostiene que esa figura hoy vende menos que nunca. “Ahora todos quieren ser su propia empresa. Hay una sensación de que el capitalismo lo ha ocupado todo: la imagen, la autopromoción en redes, la cultura del cuidado y la salud. Hay artistas que hablan como si fueran delegados del Gobierno. Ese autocuidado no sé si es igual de máscara que el malditismo”.

La romantización de la locura

Antes de Los Planetas estuvo Arrebato (1979), la última película de Iván Zulueta, un director convertido en figura maldita en parte por su adicción a la heroína. Es una obra misteriosa, incomprendida en su estreno y que el tiempo ha rescatado hasta el punto de que El País la nombró recientemente la mejor película española de los últimos 50 años. Pero quizá el caso más paradigmático sea el de Leopoldo María Panero, hijo del poeta Leopoldo Panero y uno de los protagonistas de El desencanto (Jaime Chávarri, 1976). Pasó más de treinta años internado en un psiquiátrico. Aunque uno de sus biógrafos, Benito Fernández, aseguró que en realidad estaba cuerdo, el propio Panero escribió en un verso: “La locura fue mi Beatriz”.

Esta romantización de la locura choca de frente con la fuerte sensibilización actual en torno a la salud mental. Durante décadas, el sufrimiento y la autodestrucción se leyeron casi como síntomas de genialidad. Pero en una generación que ha llegado a la adultez acompañada por psicólogos, mediación y un abanico de diagnósticos, ese mito ha ido perdiendo fuerza. Rosana Corbacho, psicóloga especializada en artistas musicales, celebra que en los últimos años se hable con naturalidad de los problemas de salud mental en la música, sin recurrir al morbo. “Hay una conexión natural entre salud mental y artistas porque muchos vienen de un pasado traumático y han utilizado la música para canalizar esos sentimientos”, explica.

Iván Zulueta en los decorados cinematográficos aportados por Samuel Bronston para el pabellón español de la Feria Mundial de Nueva York de 1964

El problema, advierte Corbacho, es que un artista no puede depender de sus traumas ni de sus heridas personales para sostener una carrera. Si muchos lo hacen es, en parte, porque persiste el tópico del creador atormentado. “En el proceso creativo puede servirte para un momento puntual de inspiración, pero para desarrollar un trabajo sostenido es mejor estar sereno y en buenas condiciones mentales”. Lo mismo ocurre con el consumo de sustancias: “El problema aparece cuando se asocia la creatividad con los estupefacientes y se construye la falsa idea de ‘yo solo puedo componer si estoy ciego’”.

En los últimos años también ha cambiado la relación entre drogas y creatividad. Durante décadas existió una asociación casi automática entre el consumo de sustancias y la inspiración artística: ahí están los experimentos de la generación Beat —Burroughs, Kerouac, Ginsberg— o, más atrás, la ensoñación opiácea con la que Coleridge escribió Kubla Khan. Esa idea de que la genialidad exigía atravesar zonas oscuras, peligrosas o directamente autodestructivas ha sido sustituida por la era de la microdosis. Inspirados por los gurús y multimillonarios de Silicon Valley, muchos creadores buscan hoy la chispa sin destrozarse el cuerpo: producir el destello sin pagar la resaca. Una inspiración calibrada e higiénica.

Las tendencias cambian. Lo que antes parecía revolucionario hoy suena antiguo. Dante Spinetta, hijo del mítico músico argentino Luis Alberto Spinetta, lo resume en su camerino antes de un concierto: lo más subversivo ahora es no drogarse. “Yo crecí en un ambiente de rock and roll y vi a gente perderlo todo por la droga. Yo ya dije desde chico: ‘En esta mierda no me meto’. No necesitas cosas externas para poder flashear y tener ideas y alcanzar esa psicodelia también”.

Lo inaceptable de lo maldito

En los últimos años se han activado mecanismos muy visibles para denunciar comportamientos inapropiados o inaceptables. Muchas figuras malditas, tan fascinantes desde fuera, resultan moralmente inestables o directamente dañinas para quienes las rodean. Fernando Savater sostenía que, en la vida real, “los malditos suelen ser inaguantables”. Benito Fernández, biógrafo de Panero, coincide. En sus encuentros con el poeta, confiesa, esperaba casi con alivio la hora de devolverlo al manicomio. Ahí está Bukowski —difícil de admirar tras verlo pegar a su mujer en directo— o el caso más reciente de Cecilio G., cuyos vídeos, consumido por la droga y detenido una y otra vez, muestran el reverso menos romántico de lo que antes se leía como rebeldía.

Por mucho que guste ver a estos personajes rehabilitados, lo cierto es que ni ellos mismos terminan de creerse eso de comer verduras y levantarse pronto para ver la luz del día. En una de las entrevistas que Sánchez Dragó le hizo a Joaquín Sabina, el cantante apareció rejuvenecido, con buen color y la mirada despejada. Lo había dejado todo después de un serio percance de salud. El presentador celebró su buen estado, pero Sabina, aun consciente de que es lo que le toca, lo dejó claro: “Lo cambiaría todo por un cigarrillo”.

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