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'El canto de la selva', la lenta muerte de los pueblos indígenas de Brasil

Kôtô Krahô vive con preocupación la situación de su pareja

Francesc Miró

Brasil es el país con mayor número de pueblos indígenas aislados del mundo. Según publicaba la ONG Survival International en 2018, existen alrededor de 305 tribus de unas 900.000 personas en todo el país. Son el 0,4% de la población brasileña.

Y si bien el Gobierno ha reconocido varios territorios como propiedad de sus habitantes indígenas, la mayor parte de su reserva territorial -el 98,5%, de hecho- se ubica en la Amazonia, una de las zonas con mayor índice de tala, minería y explotación de recursos naturales del planeta por parte de industrias de todo el mundo.

En 2015, Greenpeace afirmaba que esta no había cesado de aumentar en los últimos años, con casi 800 mil hectáreas de selva destruidas a un ritmo frenético. Si en los 90 la selva absorbía 2.000 millones de toneladas de CO2, hoy... la mitad. Situación que se ha agravado de forma dramática desde que el gobierno de Jair Bolsonaro ha entrado al quite en la cuestión, según informaba el New York Times.

Ante nuestros ojos, no solo desaparece la mayor zona tropical del planeta, también el hogar de muchísimas poblaciones indígenas, como los Krahô. Con El canto de la selva, João Salaviza y Renée Nader Messora nos proponen un viaje a su cultura, sus tradiciones y su forma de entender la vida y la muerte, en la primera película de la historia rodada en su dialecto.

La muerte según los Krahô

Ihjãc, un joven indígena krahô, no consigue conciliar el sueño. Hace semanas que duerme mal, que tiene ataques de taquicardia y sufre sudores nocturnos. Una noche decide adentrarse en la selva siguiendo las indicaciones de un sueño. Así llega a una cascada en la que escucha la voz de su padre, fallecido tiempo atrás, que le dice que no puede abandonar el mundo de los vivos por su culpa. Que si no celebra el ritual de su funeral, su fantasma no podrá descansar tranquilo.

Sin embargo, el joven vive con miedo a realizar este rito porque poco a poco ha ido percatándose de que es capaz de ver espíritus -como el de su progenitor- y escuchar sus voces. Y eso significa que está destinado a convertirse en el chamán de su aldea, un reconocimiento que él rechaza pues se trata de una responsabilidad que le alejaría de la familia que acaba de fundar con su mujer, Kôtô. Así que ha ido postergando su deber haciendo como que no pasaba nada. Hasta que la situación se ha vuelto insostenible.

En sus primeros compases, El canto de la selva se asemeja al cine Apichatpong Weerasethakul en muchos aspectos. De hecho, João Salaviza y Renée Nader Messora comparten con el afamado director tailandés reconocimiento en Cannes: Apichatpong se hizo con el premio de Un Certain Regard con Blissfully Yours, y la pareja responsable de El canto de la selva ha conseguido el Premio Especial del Jurado en la misma sección. Más tarde, aquel se coronaría con la Palma de Oro gracias a esa obra maestra llamada Tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas, así que tal vez los realizadores brasileños insistan en el mercado Cannoise y repitan la hazaña. Actitud no les falta.

Los realizadores, como el cine de Weerasethakul, atienden al poder de lo ritual y la influencia de las creencias espirituales en el pueblo Krahô. Al tiempo que miden el peso cultural de la tradición oral y la conexión con la naturaleza, para en última instancia remarcar el sentir de esa comunidad con la vida y la muerte.

Si bien el lenguaje visual de El canto de la selva no cuenta con el poder evocador de tailandés, no es por falta de talento ni pericia: simplemente opta por acercarse al formato documental. La cámara se pega a la piel de los habitantes de la aldea, absordiendo sonidos y texturas del lugar, sin atender al exotismo de la selva sino a las particularidades de quienes conviven con ella. Un viaje sensorial a un rincón olvidado del planeta y sus gentes.

Tradiciones ancestrales en el mundo moderno

El canto de la selva es al mismo tiempo una reflexión sobre la muerte como proceso de duelo individual, y sobre la pérdida paulatina de vitalidad de una cultura herida en lo colectivo. Conjuga con maestría lo textual -un joven que debe enterrar a su padre como es debido-, con lo subyacente -un pueblo olvidado que lucha por sobrevivir y por seguir viviendo según sus tradiciones ancestrales-.

Ihjãc tiene que aprender a decir adiós a su padre, pero eso implica acatar las tradiciones más arraigadas de su pueblo y convertirse en chamán. Algo para lo que no está preparado. Por ello huye de su aldea y recorre los kilómetros que lo separan de la ciudad más cercana.

Sin embargo, una vez allí se encuentra absolutamente desamparado. Las autoridades sanitarias no le pueden tratar el insomnio ni los síntomas que sufre, y por toda ayuda le diagnostican hipocondría. Ihjãc no tiene DNI, ni tarjeta sanitaria, ni nadie que comprenda lo que siente y piensa. Está solo, aislado. Como los numerosos pueblos indígenas brasileños que luchan por subsistir en el país.

Salaviza y Messora convierten El canto de la selva en un arma de doble filo discursivo con muchísima pericia. Los habitantes de la ciudad carecen de rostro, se confunden en multitud, unos y otros son intercambiables. Mientras que los indígenas son únicos a su manera: son miradas cansadas, voces calmadas, cuerpos curtidos y espíritus enfrentados a los avatares de su destino.

Esas dos lecturas, la individual y la colectiva, conviven de forma prodigiosa en una narración que parece contarnos el viaje de ida y vuelta a la malllamada 'civilización' de un joven. Pero también explora sin remilgo el despertar de conciencia y el descubrir de las raíces, materiales y simbólicas, de un indígena en un siglo que no le respeta.

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