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“Desde 'Te doy mis ojos' a hoy, hemos avanzado poco contra las muertes por maltrato”

Icíar Bollaín presenta en el festival de San Sebastián 'Yuli'

Laura García Higueras

San Sebastián —

Un niño nacido en un barrio humilde de La Habana quiere ser futbolista “como Pelé”, pero ha nacido con un don en una disciplina que nada tiene que ver: el ballet. Su talento le llevará a entrar en el selecto y prestigioso Royal Ballet de Londres, convirtiéndose en el primer bailarín negro en interpretar a Romeo. En su camino le acompaña el estricto y contradictorio apoyo de su padre, la persona que más confía en él y que no duda en empujarle a que marche fuera de Cuba, a trabajar duro y a triunfar.

El libro Nunca mirar atrás, escrito por el célebre bailarín Carlos Acosta, vertebra el último largometraje de la directora Icíar Bollaín. Su título, Yuli, remite al nombre de pila con el que le llamaban en su infancia. El filme cuenta el gran arraigo que el artista sentía y siente hacia su país, y cómo su sacrificio y éxito nunca le alejan de la tierra en la que nació. Ni en mente, ni mucho menos en corazón.

La cineasta presenta su película en el Festival de San Sebastián, primera y única directora que compite en la Sección Oficial desde hace ocho años. En este certamen estrenó también su crudo retrato del maltrato, Te doy mis ojos, en 2003. Sus intérpretes principales, Luis Tosar y Laia Marull, fueron premiados entonces con la Concha de Plata, antes de que la cinta cosechara siete Premios Goya, incluyendo Mejor película, Dirección y Guion.

El pasado mes de agosto le preguntamos a Tosar sobre cómo pensaba que había evolucionado -o no- la violencia machista en España en estos quince años. El actor no se mostró optimista entonces. Tampoco la cineasta ahora.

En 2003 dirigió la durísima película sobre el maltrato Te doy mis ojos. Estamos en 2018 y sigue siendo tema de actualidad. ¿No hemos aprendido nada?Te doy mis ojos

Hemos avanzado poco, sobre todo en cuestión de cifras. Sí que ahora es algo inadmisible, cuando hicimos la película la reacción fue hasta casi de sorpresa. La gente decía, “¿pero esto pasa en España? ¿Tenemos un problema de maltrato?”, porque entonces era privado. Te doy mis ojos abundó en señalar que era un problema que existía y que apelaba a la salud pública.

Más visibles pero mismas muertes. ¿Qué tiene que pasar?

Está claro que la visibilidad no ha impedido que siga habiendo el mismo número de muertes por maltrato. Es muy triste. Esperemos que las nuevas generaciones lleguen con otro concepto de las relaciones, de lo que significan el amor y el respeto. Aunque ahora también hay un bombardeo contrario. Ni las películas ni la televisión que vemos son especialmente inspiradoras.

El mensaje que se manda en muchos casos es hasta machirulo, y las redes y tecnología dan menor posibilidad de control. Hace falta un cambio cultural muy fuerte, con el que no sólo se conciba el maltrato como inadmisible, sino que no ocurra y que se rechace, también entre los chicos.

Volviendo a Yuli, su última película. Después de hacer El Olivo, una historia tan arraigada a España, decide enraizarse en Cuba. ¿Por qué?YuliEl Olivo

Paul Laverty [guionista y pareja de la directora] y yo queríamos hacer un proyecto juntos. La historia se la propusieron a él y decidimos hacerla. Me pareció preciosa, habla de un chaval humilde en La Habana que ni si quiera quiere ser bailarín y termina siendo una estrella. Paul indagó y descubrió que el apellido Acosta viene de una plantación de esclavos, por lo que se trataba de un bisnieto de un esclavo que terminó viajando en Londres.

Me atrajo la relación que Carlos tiene con su padre, tan contradictoria y que vertebra toda la película. Le dedicó su libro, es alguien a quien quiso mucho a pesar de la dureza con la que le trató a veces. En cuanto a Cuba, siempre está en el ojo del huracán, pero aquí quería reflejar una Cuba distinta, la del arte y de las familias.

Parece que, como le insisten al protagonista, la concepción europea es que hay que venir aquí para poder triunfar. ¿Piensa que realmente es así?

Carlos Acosta no tuvo que marcharse porque su país no valiera. Es una cuestión de que para alcanzar la élite en una disciplina internacional, hay que viajar al lugar donde haya más oportunidades. Él fue pionero porque rompió el tabú del bailarín negro interpretando a Romeo en el Royal Ballet de Londres, que es una de las cuatro grandes compañías del mundo. Aun así, le costó mucho alejarse de Cuba. Es un hombre muy apegado a su tierra. A veces le dolía tanto estar lejos que parece como que la nostalgia hacia su hogar le impedían bailar.

De toda la vida del bailarín, la infancia goza de mayor protagonismo. ¿Qué tiene de interesante esta parte de la vida?

La infancia es donde definimos quienes somos. Cuando nos preguntamos quiénes somos la respuesta es quiénes fuimos, dónde empezamos siendo y a dónde llegamos. Carlos insiste en decirle a su padre, “soy hijo tuyo, puedo triunfar en todos los escenarios del mundo que esto es lo que soy”.

Las disciplinas de élite exigen afrontar momentos de soledad. ¿Qué importancia tiene cómo la gestionemos?

La soledad fue lo que hizo que un guionista escocés conectara con un bailarín cubano. A él le mandaron a estudiar fuera de casa muy joven y empatizó con los sentimientos de Acosta. El bailarín expresa su soledad en sus coreografías, pero no de forma melancólica, sino con rabia. La que le produce estar solo en el mundo. A veces es en la soledad donde uno encuentra su camino. A él le pasó. Su refugio era el baile, que a la vez era su cárcel.

Llama la atención cómo una disciplina tan férrea puede terminar siendo tu liberación y el sitio en el que te encuentras más a gusto. Hoy Acosta es un hombre que ha triunfado, tiene familia y gestiona mil proyectos, pero sigue habiendo algo ahí que todavía le duele, y que tiene que ver con este sentimiento tan profundo.

¿Cómo planificó las secuencias de baile?

Descubrí durante el proceso de documentación que hay un montón de películas que giran en torno al baile y en las que, sin embargo, nadie baila. Empezando por Billy Elliot o Cisne negro. Nosotros apostamos por lo contrario. De hecho, en el casting elegimos un bailarín, y después nos preocupamos de que actuaran.

En cuanto a la cámara, la planificación ha sido todo un viaje. Era un reto no perder la atención del espectador en estas secuencias, porque tenía claro que debíamos incluirlas. La dificultad estaba en que acercar demasiado la cámara implicaba perder el movimiento, mientras que alejarla daría la impresión de estar asistiendo a una obra de teatro o una emisión de televisión.

La música es un elemento esencial de la película. ¿Cómo ha sido trabajar con uno de los compositores más reputados de nuestro país, Alberto Iglesias?

Yuli comienza con una presentación de la ciudad de La Habana, al tiempo que suena el ballet La Bayadera. Quería un arranque festivo y alegre, que acompañara las imágenes de la iconografía de revolución que siguen presente en sus calles. A Iglesias le pareció buena idea y lo dejamos así en montaje. Salvo otra pieza de ballet, el resto de la banda sonora es suya. El trabajo con él y con la coreógrafa María Rovira han sido vitales en el desarrollo de la película.

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