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El lenguaje renace en la danza de Jesús Rubio

Jesús Rubio durante el estreno en Roma de 'El hermoso misterio que nos une'

Pablo Caruana Húder

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Decía Wittgenstein en su Tractatus logico-philosophicus, ese libro escrito en las trincheras que el vienés publicó justo hace cien años: “De lo que no se puede hablar, hay que callar la boca (…) los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Hay cosas que no se pueden decir con el lenguaje pero que se reflejan en el lenguaje, diría también, cosas que están en los intersticios entre las palabras y la frase. Los huecos de la transcendencia, la secreta escala de San Juan de la Cruz. Este es el planeamiento de la nueva pieza de Jesús Rubio, pieza en la que junta lenguaje y danza y los confronta. Por un lado, la palabra, un texto confesional, cotidiano e íntimo en el que el lenguaje no nombra pero evoca, donde la consecución de las palabras va buscando. Por otro, el movimiento, la danza de un Rubio maduro, asentado sobre el escenario, con el equilibrio como centro y el desplazamiento como eje.

Pocas veces los geiseres creativos, la madurez de cuerpo y mente y la circunstancia temporal adecuada se alían. Pero a veces sí. Esos astros caprichosos se han confabulado en El hermoso misterio que nos une, la pieza que Jesús Rubio presenta la semana que viene dentro del madrileño Festival de Otoño. Rubio ya eclosionó en 2019 con su trabajo anterior, Gran bolero, pieza para doce bailarines que le llevó a ganar los premios Max a mejor espectáculo de danza. Pero aquella obra también supuso un espaldarazo a nivel europeo. Gran bolero, por ejemplo, conquistó al público de Roma y el festival de aquella ciudad decidió producir este nuevo trabajo, un evento donde este coreógrafo acaba de estrenar la pieza.

Rubio, sabiamente, decidió no repetir, cambiar, abandonar el gran formato, replegarse, mirar hacia dentro. Un proyecto que Rubio lleva trabajando desde finales de 2017, y durante el que se encontró con una pandemia, pandemia que cruza muda el espectáculo. No es baladí la cantidad de trabajos artísticos surgidos tras esta época de trastoque, aislamiento y desconcierto que intentan buscar caminos que trasciendan una realidad tan imperante. Pero pocos como el de Rubio que sepan despertar el espíritu de ese Wittgenstein que compone su Tratactus después de la Gran Guerra europea. Un lugar descreído pero abierto, consciente de las limitaciones pero buscando espacios de escucha del cuerpo, del sonido entre fonema y fonema, de la materia presente en la estela del movimiento.

Además, este sábado Rubio 20 de noviembre estrena en el mismo festival, como intérprete, la obra dirigida por la coreógrafa Elena Córdoba, Criaturas del desorden. La figura de Córdoba, que ha acompañado a Rubio en el proceso de creación de su pieza, se revela como fundamental. “Elena Córdoba ha sido clave para mí. Me ha devuelto a las cuestiones verdaderamente importantes. Me puso al principio del camino cuando yo lo había perdido. Elena tiene la capacidad de encontrar correspondencias entre el cuerpo y el pensamiento. Entre la acción y la sensación profunda. Tiene la facilidad para que los espacios del adentro se multipliquen e irradien hacia el afuera. Eso es para mí lo misterioso de la danza, hacer visible lo que emana más allá del cuerpo, desde el cuerpo”, comenta Rubio.

Cuerpo y memoria

La pieza habla de la muerte, del amor, del ansia de trascender y de la soledad. Y lo hace de manera torrencial, dejándose llevar por la palabra y el movimiento. Un modo de bailar, el de Rubio, particular, donde todo va uniéndose, donde la repetición nunca es milimétrica. “Intento comenzar con movimientos sencillos del cuerpo, cambiar la presión de las plantas de los pies en el suelo, encontrar la manera en la que se pliega una rodilla o entra y sale el aire”, explica Rubio a este periódico. “Intento prestar atención a la forma en la que ese cuerpo que va cambiando en la acción empieza a producir también una serie de sensaciones que, quizá, van transformándose en imágenes. Estas imágenes son a veces visuales, otras verbales. A veces tienen que ver con recuerdos o con cosas que se imaginaron o que se imaginan, de repente, por primera vez. Se produce entonces un amasijo hecho de texturas diversas, materiales e inmateriales, visibles e invisibles, nombrables e innombrables, que, de alguna forma, retrata nuestra naturaleza y potencia humana. Es esta conexión entre la acción física, la escucha y la producción de espacios imaginarios la que me va alimentando. Es esta conexión la que me sigue maravillando a veces, la que sigue abriendo un leve espacio en el que lo posible gana a lo imposible”, intenta explicar con dificultad este creador que es consciente de la fragilidad de la materia que se trata en la pieza.

El pasado renace en ese torrente verbal que contiene la pieza. Rubio vuelve a 1992, a casa de sus padres, donde comparte tiempo con su abuela. Tiene 18 años, espera irse a Londres a comenzar su vida. Su abuela está, en cambio, esperando la muerte. Vuelve a marzo del 2020 en plena pandemia, encerrado pero escapándose por su balcón donde tiene una planta que llegó de un viaje y que ahora crece y se ramifica… Un recordar que va pasando por espacios de la memoria llenos de soledad, de relación amorosa, por espacios del cotidiano donde se escapan transcendencias a cada momento, una memoria que incluso se proyecta sobre su futuro imaginando un último baile en 2072 donde ya no queda técnica… Pero ese transitar por el tiempo tiene al mismo tiempo su espejo, Rubio transita por el espacio a través de su danza, y la danza, su cuerpo, también recuerda: “Aparece a menudo mi pasado, sí, ese deseo inicial al ver bailar a otros, al sentir que yo también quería bailar. Yo deseé bailar de una forma concreta, no sé si diría clásica, pero sí relacionada con el uso de la materia del cuerpo para una conquista de lo espiritual, para el vuelo, para el giro, para compensar la sensación de falta, de frustración o de carencia con algo que yo imaginaba como plenitud. Me gusta pensar que la danza es una de las cosas que da esperanza al cuerpo, que propone la posibilidad de que el cuerpo se entregue a algo que lo salva de su herida. Y, al mismo tiempo, va pasando el tiempo y bailar también te conecta con la imposibilidad, con la carencia, con la dificultad. Ahí comienza una especie de negociación en la que hay aceptar todo el lastre y confiar en que quizá, en algún momento, se llegará, como digo en el texto, a un lugar hermoso, pero aceptando que quizá no pase”, explica.

La escondida escala tras la gramática y el movimiento

En la pieza traza un paralelismo entre el lenguaje, base de la lógica del ser humano, y la danza. Se explicita con palabras la búsqueda de la transcendencia, la búsqueda de lo innombrable, de lo no decible, al mismo tiempo Rubio acciona el cuerpo: “El lenguaje verbal y el movimiento son los dos códigos que me han sido dados. Con ellos, a lo largo de mi vida, he ido teniendo relaciones diversas. Me han servido, me han coaccionado. Me he enfadado con ellos y he sentido mucho placer gracias a ellos. Hay un momento breve en el que se tiene la certeza de algo así como que esas materias (de palabras o movimientos) son corrientes que te toman, que te llevan, a pesar de ti. Y entonces puedes relajarte un segundo, abandonar la voluntad y dejarte llevar. Esos momentos son misteriosos, son mágicos. Luego miras atrás y no sabes cómo recorriste esa parte del camino. Esta es la búsqueda que me inquieta y está expuesta en este trabajo”, explica Rubio.

Rubio al hablar de esta relación de reflejo entre lenguaje y movimiento dice: “Si se presta atención, si se es sensible con los límites, se puede ver que una cosa siempre desemboca en otra. Así vamos enlazando palabras, vamos uniendo pasos, movimientos. Me interesan mucho esas fronteras. El cómo una idea se asocia a la siguiente, la manera en la que una acción empieza a transformarse en otra. También el hecho de que le pongamos nombre a las acciones y que la transformación de las acciones desafíe estos nombres y que haya nombres tan complejos que es difícil encontrar acciones para ellos”.

Todo esos materiales están presentes en esta obra íntima donde el espectador comparte el viaje al que se somete Rubio. En un momento de la obra baila La Chacona, pieza que Johann Sebastian Bach compuso al enterarse de la muerte de su mujer. Rubio prefiere una versión de guitarra, más íntima, versión que parece dejarle más hueco para realizar un baile luminoso, donde su cuerpo está centrado y abierto como pocas veces nos es dado contemplar desde platea. El espectador cuando la obra termina percibe haber sido testigo de un viaje agotador, Rubio a su vez dice quedarse “con la sensación de haber transitado por una especie de túnel. Acabo con una sensación de satisfacción porque siento que el cuerpo y la mente han sido capaces de atravesar ese tiempo y ese espacio. A veces, cuando pienso en que voy a hacer un pase del solo, antes de hacerlo, me viene a la mente que no voy a ser capaz, que será imposible que haya algo que se movilice sin fin durante todo ese tiempo. Cuando luego lo hago, hay algo de mí que vuelve a confiar en la potencia del cuerpo, de la música y de la imaginación. Y a la vez no tengo un recuerdo nítido de cómo ha sido. Siento que me he perdido un rato, que me he ido”.

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