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Tres genios explicados por sí mismos: Andréi Tarkovski, Philip Glass y Frederick Forsyth

Marta Peirano

Atrapad la vida. Lecciones de cine para escultores del tiempo

Andréi Tarkovski

Pocos cineastas enseñan tanto como Andrei Tarkovski. Cada una de sus siete películas -La infancia de Iván, Andrei Rublev, Solaris, El espejo, Stalker, Nostalgia y Sacrificio- nos enseñan a observar, a esperar conteniendo el aliento, pendientes de todo salvo de uno mismo, entregados al asombro del mundo, permeables a las pequeñas manifestaciones de su complejidad infinita. Sus libros tampoco se quedan atrás.

Esculpir en el tiempo era el evangelio de este formidable iluminado. Martirologio, sus diarios, “un recuerdo de mi imborrable y fútil debilidad”. Atrapad la vida, el volumen que publica ahora errata naturae por primera vez en castellano, es un cuaderno de notas sobre la técnica que inauguró el tren de los Lumiere, “donde el ser humano encontró el modo de fijar el tiempo de manera inmediata”. Sus precisas reflexiones sobre el misterio del arte son un bálsamo para nuestras retinas quemadas por el frenético ritmo del capitalismo, pero también para nuestra inteligencia gaseada con productos prefabricados, engranajes pensados para el comercio, y no el misterio.

Palabras sin música

Philip Glass (Malpaso)

“Si te vas a Nueva York a estudiar música, acabarás como tu tío Henry, malgastando tu vida yendo de ciudad en ciudad y viviendo en hoteles”, dijo Ida Glass a su hijo Philip. Este es el relato de cómo esa maldición se convertiría en realidad, salvo por una cosa: Philip Glass no ha malgastado un segundo de su vida.

Sus años neoyorquinos de los 50-60 derrochan esa energía caníbal que tanto hemos mitificado de la gran manzana. De día estudia en el conservatorio Juilliard, por la tarde descarga camiones, por la noche va a conciertos y exposiciones. Mirando piezas de Franz Stella en la histórica 16 Americans tiene su primera gran epifanía: la música moderna está muerta; las artes visuales, no. La noche es del jazz experimental y nocturno de Charlie Parker y Miles Davis, Gerry Mulligan, Chet Baker y Ornette Coleman. John Cage, Morton Feldman, Christian Wolf y Earle Brown expanden el universo acústico. Y también están el yoga y la meditación. Glass es una esponja cuántica, habitada por mundos dispares que en su cabeza colaboran.

En París, son las clases de madame Boulanger, las películas de la nouvelle vague, Bertolt Brecht, el Theatre de L'Odeon y la dramaturga experimental JoAnne Akalaitis, con la que se casa a los 25 años. De la intersección entre la música y el teatro nace su segunda gran epifanía. Hay un capítulo dedicado al maestro hindú Ravi Shankar. Hay tres capítulos dedicados al viaje que hace con Akalaitis a Nepal a estudiar a los maestros de la meditación tibetana, cuyo impacto en su obra le es esquivo.

Su visión es ordenada y cósmica. Para Glass, la música no es un momento en el tiempo sino un lugar “tan real como Chicago o cualquier otro sitio que se le pueda pasar a uno por la cabeza”.

Su última epifanía llega con Satyagraha, cuando entiende que tiene una responsabilidad política. “Supe por qué estaba componiéndola, qué significaba y por qué era importante”. Al final, el libro vuelve al principio de todo, cuando su padre le enseña a jugar al ajedrez sin tablero, como un proceso mental.

El intruso. Mi vida en clave de intriga

Frederick Forsyth (Plaza & Janés)

Cuando tenía seis años, el padre de Frederick Forsyth le consiguió un viaje en la cabina de un Spitfire, el famoso caza con el que la RAF estaba castigando a la Luftwaffe alemana. Aquí despertó su pasión por los aviones y el hambre de aventura. Su padre lo mandó fuera a estudiar idiomas, incluyendo España. A los 18 años se alistó por fin en las fuerzas aéreas británicas. Después de tres años, decidió que encontraría más aventuras siendo periodista.

“Quería verlo todo, desde las nieves del Ártico hasta las arenas del Sahara, de las junglas de Asia a las llanuras de África”. Tras pasar por un periódico regional donde aprendió todo lo necesario, consigue un bolo con Reuters y le mandan a París, donde vivirá en el noveno, “el barrio rojo”, donde residía buena parte del lumpen de la ciudad. “Allí llegué a obtener información sobre los enemigos mortales de De Gaulle”. Y el guiño: “De un modo totalmente imprevisible, me llevaría a un libro llamado El Chacal”.

Le sigue una corresponsalía en Berlín oriental en la que se divierte burlándose de la Stasi, en un episodio que le conecta directamente con el movimiento antivigilancia de nuestros días. Allí vive el asesinato de Kennedy, seduce bellezas locales y, según su propio relato, casi provoca la tercera guerra mundial. De vuelta a Londres, en paro y viviendo en un sofá ajeno, escribe en 35 días la historia de hombre que trata de asesinar a Charles de Gaulle. Lo tituló El día del Chacal.

Durante muchos años, Forsyth se negó a escribir sus memorias porque “implicaban un montón de investigación”. Su mujer sugirió que escribiera una serie de anécdotas que hubieran definido su carrera y le salieron 60 capítulos cortos e intensos que se leen como una bala, lleno de anécdotas deliciosas y llenas de malicia.

Por ejemplo, cuando cuenta que, como Marilyn, el general De Gaulle era bien miope pero se negaba a usar gafas por vanidad, un detalle que no deja pasar sin consecuencias:

En una ocasión, mientras sus guardaespaldas se desesperaban por seguirlo, se fue adentrando cada vez más entre la muchedumbre y entonces se topó con un hombre bajo e inexpresivo. Cogió la mano del individuo y se la estrechó con firmeza. Luego siguió adelante. Unos metros más allá, el mismo hombre. Lo hizo de nuevo. El problema era que, a más de un metro, un rostro se reducía a un borrón. La tercera vez que lo hizo, el hombre se le acercó y le susurró al oído: Monsieur le président, haga el favor de dejar de hacer eso. Es la puta mano de la pistola.

Era Paul Comiti, el guardaespaldas corso, que no habría podido desenfundar la pistola bajo la axila si hubiese llegado a ocurrir algo.

También hay una revelación: los trabajitos del novelista con el MI6, el servicio de inteligencia británico, cuando estaba de viaje investigando sus novelas.

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