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Entre la relatividad y la deriva

José Manuel Rambla

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Hace cien años Albert Einstein nos confirmaba que el tiempo y el espacio eran relativos al depender ambas variables de las caprichosas relaciones mantenidas con la velocidad. Aquel mismo año de 1915, otro científico, el meteorólogo y geofísico alemán Alfred Wegener también formulaba en su libro El origen de los continentes y los océanos la teoría de la deriva continental que venía a explicar esa extraña coincidencia entre los perfiles continentales que no había pasado desapercibida a numerosos sabios que, sin embargo, no habían acertado hasta entonces en encontrar una respuesta al fenómeno.

Relatividad y deriva. El azar ha querido reunir en un mismo aniversario la conmemoración de ambos descubrimientos. Un encuentro doblemente destacable pues a la importancia científica de ambas teorías, se suma la capacidad explicativa de estos tiempos tan relativos y la deriva en que nos ha tocado vivir. Porque relatividad y deriva son en buena medida la plasmación de lo que nos rodea, de estos tiempos licuados, donde las inercias parecen marcar la marcha de los acontecimientos a ambos lados del Mediterráneo con la misma implacable fuerza que separa las masas continentales y con la misma relatividad insensible de quien observa el movimiento de los objetos dando sentido a los tiempos de cada caso.

Es la relatividad que, por ejemplo, hace oscilar la materia política de la condena implacable a la condescendiente preocupación, como la mostrada estos días por Bruselas ante las detenciones de Can Dundar y Erdem Gül, director y editor respectivamente del diario opositor turco Cumhuriyet. Ambos fueron encarcelados a principios de noviembre después de que su periódico sacara a la luz un video en que se veía un camión cargado de armamentos siendo escoltados por la seguridad turca. Su destino: grupos armados sirios, entre los que se incluía el Frente al Nusra vinculado a Al Qaeda. Detenciones, en cualquier caso, dignas de relativizar: al fin y al cabo este tipo de hechos son normales en la Turquía de Erdogán, tal vez hasta una costumbre del país a la vista de que ya son más de un centenar de periodistas detenidos durante su mandato. Raras tradiciones, como rara es la habilidad del presidente turco para generar aguas revueltas –y a menudo sangrientas– en las que pescar a costa de la oposición democrática y la minoría kurda.

Como moderada es la reacción de las cancillerías occidentales ante la inminente ejecución de Asharaf Fayad, poeta palestino condenado a muerte por su supuesta apostasía del Islam. La sentencia no ha partido de ningún recóndito y tenebroso cuartel general del Daesh. El veredicto fatal cuya cuenta atrás ya está en marcha, surgió de un tribunal de Arabia Saudí, paradójicamente el que analizó su recurso a una primera condena a 800 latigazos y cuatro años de cárcel. Fayad ve como el misericordioso tribunal sustituye los azotes por la horca. Castigo de nuevo relativo procediendo de un régimen tan relativo por antonomasia como el saudí, capaz de conjugar al mismo tiempo la Edad Media y su amistad –calculada en tantos por cien, según algunas malas lenguas– con la democrática monarquía española.

Relatividad condescendiente con el integrismo otomano, con el wahabismo intransigente del feudalismo arábigo; relatividad implacable con el musulmán de la periferia de nuestras ciudades, con el que huye de la barbarie. Relatividad, en fin, de doble uso, como la última cabriola política con la que hoy pretenden que odiemos y anhelemos al mismo tiempo a Bashar al-Asad. Y junto a todas las relativas relatividades, la deriva, la inercia que empuja las políticas europeas hacia el otro lado del Mediterráneo marcadas por la fuerza aburrida del continuismo, como continentes zozobrando sin más destino seguro que el hundimiento final, como Atlántidas de la desesperanza.

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