La frontera como tránsito
La idea de fronteras puede aludir, en un primer momento, a los límites, separaciones o barreras que establecemos para demarcar la diferencia entre sujetos o grupos. Entre tú y yo, entre éstos y los otros, existe una frontera: algo que nos delimita, nos posiciona en lugares diversos, nos mantiene al margen, y nos permite llamar al otro “otro”, diferenciarnos de él, tomar distancia.
Siendo así, la reflexión sobre las fronteras implica necesariamente una tarea íntima de deconstrucción de las subjetividades y de las intersubjetividades (relaciones que se establecen entre subjetividades). Un replanteamiento sobre la manera en que configuramos nuestra identidad, en constante interacción con las demás. Lo dijo Rodrigo Alsina, “no hay identidad sin el otro”. Nuestra identidad está conformada por las relaciones que establecemos entre yo y nosotros con el otro.
¿De qué manera entender que, como sociedad y como individuos, podamos permitir y asumir sin conmovernos los muros y vallas que día a día se alzan, se ensanchan y se militarizan ante nosotros? ¿Cómo hemos podido banalizar todo este dolor? ¿Tan lejos hemos colocado al otro? ¿Cuán otro es el que se encuentra al otro lado?
Analizar el modo en que estamos categorizando y construyendo al otro –frente al que nos defendemos– y a nosotros mismos –a los que protegemos– se convierte entonces en una tarea esencial. Otro, construido como diferente, como extraño. Otro, que no es ni nunca será nosotros. Otro. Algo opuesto. Otro, que una vez problematizado se convierte en amenaza, en peligro, y acto seguido en enemigo. Ese otro del cual nos separa el miedo y la desconfianza. Ese otro que día a día nos muestran al otro lado del televisor, una construcción de una imagen generalizada y estereotipada que tiende a simplificar la identidad otra. Un modelo cognitivo interiorizado –una forma de pensar y conocer– que sitúa en un plano lejano al otro y que se ve reflejado en nuestras cotidianidades.
El objetivo marca la frontera
Así, el debate que gira en torno a las fronteras en los medios de comunicación, es producto y productor de una determinada imagen del otro, del que se encuentra tras la frontera. Esta imagen impone una barrera mental que permite normalizar y aceptar como necesarias las barreras físicas a través de la retórica de la seguridad, la vigilancia, el riesgo, la defensa y la contención del conflicto. Las barreras físicas y las herramientas de las políticas migratorias –concertinas, vallas “antitrepa”, CIE, vuelos de deportación– son plausibles solo si creemos que existen para proteger y blindarnos una seguridad frente a un enemigo.
Incansablemente, televisores y diarios nos ofrecen imágenes de “presión migratoria descontrolada”, “saltos masivos” o incluso “avalanchas” o “asaltos” –nótese el carácter bélico del término– con un “potencial desestabilizador” que crean alarma social. Imágenes que se acompañan de noticias sobre refinados dispositivos “necesarios” para el “control de las fronteras”. Ejemplos de la problematización de la movilidad transfronteriza, que estimulando mediáticamente una imagen de amenaza y de peligro del otro, criminalizándole, justifica así el aumento de los presupuestos en los “sistemas de control” fronterizos.
Cabría preguntarse además cómo en un mundo globalizado existen cada vez más y más sofisticados mecanismos fronterizos. Esto es posible porque si bien es cierto que la globalización intensifica los flujos transfronterizos, lo hace de una manera selectiva. Los frenos frente al libre movimiento de personas, mercancías, e ideas, siguen rigiéndose por formas de dominación, lo que ocurre es que éstas se han redefinido. De este modo se puede explicar que algunos celebren el 25 aniversario de la caída del Muro de Berlín mientras refuerzan los presupuestos destinados al “control” de las vallas de Ceuta y Melilla.
El poder que rige en torno a las fronteras no ha dejado de existir, sino que se ha desplazado. Vemos entonces cómo existe un ejercicio transfronterizo del poder que redefine a quién colocamos al otro lado de la frontera. Un nuevo orden mundial que pauta frente a quién y cuándo es deseable trazar fronteras bajo el dominio de una lógica global –política, económica y social–, y en nombre del progreso, la civilización –nosotros–.
Deconstrucción del ser para evitar barreras
Pero el potencial humanitario de la globalización no será fecundo mientras no exista una deconstrucción de quiénes somos, de quién es el que está al otro lado de las fronteras y de qué papel cumple la diversidad en la conformación de nosotros mismos. Una conformación que, entiendo, debe ser dinámica, permeable, flexible y tolerante, de tal modo que rechacemos el imperativo que afirma y naturaliza, como si no pudiese ser de otra manera, que la negación del otro potencia nuestra propia identidad, y que es necesaria por seguridad, respondiendo a un orden lógico.
Una conformación de nosotros mismos entienda al otro como diverso, pero que reconozca su potencial. Un nosotros que acepte las diferencias –tanto intra grupales como inter grupales– y que una vez aceptadas, sea capaz de articular las mismas. Una identidad basada en la dialéctica y no en la oposición, que establezca nuevas formas de organización de la interacción con los demás, a través de un juego multidireccional y enriquecedor en el que seamos capaces de negociar desde posiciones simétricas que, no por reconocer al otro, son menos propias.
¿Existirían las fronteras bajo esta nueva auto concepción? A mi parecer, mientras exista diversidad social y cultural, existirá el otro y existirán límites intersubjetivos. Fronteras entendidas como ricos puntos de intersección y desprovistas de un significado negativo y destructor. Quizás no sea tanto preguntarse si es posible eliminarlas, pues no se trata de negar las diferencias, sino cuestionarse de qué manera podemos crear unas fronteras que no nos lleven a la destrucción del otro por temor, que no sean entendidas como un enfrentamiento. Fronteras asumidas no como la oposición entre yo y el otro, sino como un tránsito permeable. Una frontera, sí, que reconozca la diferencia y la considere en su doble juego: como límite constructor de identidades diversas, y como potencial dialéctico y creacional de identidades más híbridas. Unas fronteras que podamos atravesar sin que éstas nos atraviesen.