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Bienvenido a Karibu

Gabriela Sánchez / Stéphane M. Grueso

La planta baja es un ir y venir constante. Se va Bridget, entra Aissa. Sus estrechos pasillos están a rebosar. Esperan para recibir comida mientras cogen algo de ropa. Hasta que llegan donde se les espera: “¡Tacha el número 42!”. Allí está Victoria, o Vicenta o Carlota. “Tú necesitabas lote familiar, ¿no? Guarda primero la leche, hija, que pesa más”, aconseja una cercana y enérgica voluntaria de 90 años que dedica dos tardes semanales a entregar alimentos a inmigrantes de origen africano.

Este es tan solo uno de los centros a través de los que, desde 1990, la ONG Karibu ('bienvenido' en la lengua africana Swahili) ofrece ayuda en todas sus expresiones a inmigrantes procedentes de África. Durante el invierno de aquel año, numerosos grupos de subsaharianos se instalaron en los bajos de la Plaza de España y en las naves de Méndez Álvaro de Madrid al no tener otro lugar donde vivir. La muerte de una persona por causa del frío derivó en la creación de esta asociación. Un grupo de personas ligadas a África se plantó. Algo había que hacer. Transcurridos más de 20 años, el ritmo de trabajo continúa. Todavía existe el hueco estatal que les obligó a actuar. Ninguno de los gobiernos ha mejorado la situación de desatención que les llevó a colocar parches. El sacerdote Antonio Díaz, director de Karibu, es contundente:

“Antes no venía a por alimentos porque no lo necesitaba... Pero, ahora, no tengo trabajo y tengo dos niños”, explica la nigeriana, Bridget Etabuko, mientras uno de sus hijos corretea sin parar de un lado a otro de la sala. “Nos han dicho que van a tener juguetes para ellos”. Sonríe. Momentos después, su carro estaba lleno de alimentos.

Cargados con bolsas, mochilas, carros de compra e incluso maletas, llegan hasta aquí para volver a casa con uno de los lotes que alguna de las voluntarias tiene preparado a su llegada. Pueden recoger comida cada 15 días. “Vengo de muy lejos porque aquí me dan ayuda”, dice Aissa, entre sonriente y resignada, mientras recoge los paquetes de arroz, garbanzos y pasta que le corresponden. También guarda potitos. “Tengo tres niños y, tanto mi marido como yo, estamos en paro”.

Evitar las muertes en la frontera

Los recortes sociales del Gobierno afectan a todos, españoles y extranjeros. Pero algunas de las personas que han encontrado un respiro en esta antigua y pequeña casa cargan con una historia a sus espaldas. Saul -nombre ficticio- llegó hace tres años. Se le pregunta cómo e, incómodo, prefiere callar. “Otro día te lo cuento. Aquí, no...”.

El director de la asociación argumenta lo que, según considera, es necesario para solucionar el drama que en ocasiones lleva aparejada la inmigración procedente del continente africano. Para impedir las muertes en el Estrecho. Para acabar con la desesperación que resta importancia al peligro de lanzarse al agua, que hace olvidar el dolor del corte de unas cuchillas. Aquella provocada por la carencia de otra forma de llegar.

¿Por qué es tan difícil para los inmigrantes subsaharianos acceder a España de forma legal? “Las exigencias interpuestas son enormes”, responde Antonio. “No es nada fácil que una persona subsahariana pueda tener acceso a una embajada española en su país de origen. Primero, porque hay países que no tienen ni siquiera embajada. Segundo, por la dificultad de que reúnan las condiciones necesarias. Por ejemplo, tener un trabajo si no hay relación ninguna prácticamente entre algunos de estos países y España. Era muy complicado incluso cuando se necesitaba mano de obra”, continúa. “La inmigración subsahariana siempre se ha estructurado bajo estos criterios. Se va poniendo más en riesgo la vida de las personas en la medida en que esas exigencias de entrada son más duras y más fuertes”.

Buscan una oportunidad pero el día a día es difícil. También la ayuda se complica. Aunque Karibu coloca grandes parches, los agujeros estatales llegan a ensancharse. Hablamos de Sanidad. Aunque antes de la puesta en marcha de la reforma, la sanidad universal estuviese supuestamente garantizada, la dificultades impuestas a los subsaharianos para empadronarse impedían a algunos obtener la tarjeta sanitaria necesaria para acudir al médico. En estos momentos la asociación ya daba asistencia a estas personas pero, tras la aplicación del Real Decreto que deniega la atención a inmigrantes sin papeles, la demanda ha aumentado.

“Lo peor no es que un día no atiendan a un enfermo en urgencias. Eso al final se consigue solucionar porque se trata de un comportamiento fuera de la ley. Lo verdaderamente preocupante es lo que incluye la norma: la imposibilidad de acceso a los tratamientos. Intentamos buscar la solución de cualquier manera pero a veces no llegamos”, lamenta Antonio, quien reconoce encargarse de escribir a los hospitales o administraciones para que, al menos, cumplan la norma y presten atención cuando el decreto lo contempla -embarazadas, menores y urgencias-.

Algunas historias se esconden, otras acaban apareciendo. Lana -nombre ficticio- introduce en el carro todos los productos entregados por el grupo de voluntarias. Antes necesitaba lote de familia. Ahora ya no. Desde que perdió su empleo, solo ve a su hijo un día a la semana. Con la pérdida de un salario y el inicio del cobro del paro (recibe 240 euros mensuales), el niño vive con su padre, un hombre con el que contrajo matrimonio con 15 años por obligación familiar. Se casó en España, bajo la tradición de su país, Guinea Ecuatorial.

Hace dos años tuvo valor para abandonar su casa. Se fue con su hijo. Ahora quiere volver a tenerlo con ella pero entiende que, mientras no cobre más, tendrá que dejarlo con su padre. Lana reconoce no tener a mucha gente con quien conversar y quiere hablar. “Ya no me llevo con mi familia, es muy duro pero yo no podía seguir viviendo más con un hombre al que no quería”. Mientras cuenta que está estudiando para terminar el graduado escolar truncado por su boda forzosa, coloca el arroz sobre la leche. Cierra su carro. “Un día más”.

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