72 horas en La 72, el albergue mexicano que da refugio a quienes huyen de la violencia en Centromérica
Lunes por la mañana. La rutina en La 72 es la misma: en pie a las seis y media y limpieza general. Luego, aseo personal hasta las ocho, y de ocho a ocho y media, hacer cola para el desayuno. Entonces, toca esperar a que abran el portón de entrada. En la espera, sentados en los bancos redondos del patio, Abraham, un salvadoreño de 40 años, explica el callejón sin salida al que las deportaciones desde los Estados Unidos están abocando a los ciudadanos de El Salvador.
Llegó a los 18 años a los EEUU, conoce más Houston que el barrio que le vio nacer. Lleva trabajando para la misma empresa de construcción desde 1998. Tiene más familia en Houston –madre, primos, tíos–, que en El Salvador. Sus dos hijas, de 16 y 14 años, nacieron allí.
A Abraham lo apresaron, relata, porque un familiar a quien habían pillado en una infracción grave de tráfico no se presentó a una firma. Los policías acabaron en su casa, pidieron papeles y se inició una orden de deportación que acabó con Abraham en un avión junto a otros 150 salvadoreños en dirección a un país que ya no podía reconocer como suyo.
“En según qué barrios no se puede salir si no eres de allí, te controlan todo el rato, hasta la Policía parece estar implicada en las 'clicas' (bandas), los mareros pasan con motos, controlando. Solo unos días después de yo llegar, me llaman al teléfono, me dicen mi nombre, saben dónde está mi familia en los Estados Unidos, cuánto tiempo he estado allí, y me dan 24 horas para reunir 2.500 dólares y si no...”, explica.
Abraham no les dio ni cuatro horas. Tan pronto recibió el mensaje se puso en camino. Su meta, dice, ya no es EEUU. “No puedo entrar, es mejor que me quede en México, que pida asilo aquí, tal vez puedo montar un negocio de tacos y en cinco años mi hija mayor, que entonces tendrá 21 años, me podrá reclamar”. Abraham explica su situación con resignación: no puede ir al sur porque las maras lo perseguirán y no puede ir al norte sin riesgo de que lo vuelvan a deportar.
México es su destino. El destino desesperado de miles de centroamericanos cuyo objetivo en un primer momento no es llegar a EEUU, solo huir de unos países donde ya no pueden vivir. “México ya no es país de tránsito, el objetivo ya no es el sueño americano, muchos de ellos salen porque sus vidas corren peligro y después de haber vendido o malvendido su casa o alguna finca, o si tienen algún familiar fuera que les haya facilitado dinero, lo que quieren es quedarse aquí, después de haber dejado el peligro atrás”, explica Karen Martínez, trabajadora social de Médicos Sin Fronteras (MSF), que cuenta con un equipo en el albergue La72.
“En la ruta nos secuestraron, me dieron por muerto”
En el camino hacia el norte, albergues como La 72 son pequeños oasis en los que reponerse, encontrar información, tener acceso a un ordenador o a un teléfono con el que contactar a los suyos. La 72, además, está cerca de las vías de un tren al que, –cada vez con mayor dificultad–, se aferran los que no tienen dinero para un autobús con la esperanza de ganar metros a un México enorme, que los lleve a Ciudad de México, a Monterrey, adonde sea que haya un familiar, un conocido, una oportunidad de trabajo. El tren es difícil.
Alex va con muletas. Tiene 29 años y es de Honduras. Está nervioso, porque hoy espera a su mujer, que va a cruzar la frontera con Guatemala. “Estaba yo en el tren, subido arriba, y hubo un retén y los guardias de seguridad comenzaron a tirarnos piedras para hacernos caer. Conseguí no caer en eso, pero no me di cuenta de la rama que se acercaba. Esa sí me tiró”.
Alex es de los veteranos. Ya es el cuarto viaje que hace con destino a EEUU, todos frustrados. En 2014, dice, fueron los temidos Zetas los que abortaron su camino. “Fue en San Luís Potosí. Ibamos unos 15, nos agarraron a todos, nos secuestraron. Nos apalearon. Me dieron por muerto, me dejaron envuelto en cinta adhesiva en la vía del tren”. Los Zetas es uno de los carteles a los que se responsabilizó de la masacre de 72 migrantes en San Fernando, en Tamaulipas, en 2010, en teoría por rivalidades entre carteles por el control de las rutas migratorias. Y la razón por la que el albergue de Tenosique, gestionado por franciscanos, se llama La 72, como homenaje y como denuncia de la violencia a la que los migrantes se exponen en su ruta. Huyen de la violencia de sus países de origen y la violencia les persigue. En los años siguientes, encontraron 193 cadáveres más en 47 fosas clandestinas en Tamaulipas.
Son las nueve de la mañana y abren el portón de La 72. Aquellos que tienen que arreglar papeles, ir a comprar algo, hablar con alguien de su consulado, se dirigen al centro urbano. Muchos se quedan, a la espera de recibir una llamada o de tener un rato de Internet, o ven a los psicólogos, o consultan a la médica de MSF, u obtienen más información por parte de los voluntarios del albergue.
Alex se moviliza, espera que su mujer pueda cruzar la frontera, que alguien del albergue en el que ella y sus dos hijos están en la parte guatemalteca pueda acompañarlos, y que desde la parte mexicana también se pueda ir a buscarla, porque, dice, “se oyen muchas cosas, es una parte peligrosa, dicen que violan a las mujeres, ella tiene 25 años y mis pequeños ocho y seis años”.
Guadalupe ha sido una de las víctimas de la peligrosidad de la frontera entre Guatemala y México en Tenosique. También hondureña y madre de cinco niños, separada de su marido por violencia machista, explica que se vio forzada a dejar su país cuando las maras empezaron a “ojear” a su hijo mayor, de catorce años. Guadalupe notó que su hijo, “un chaval tímido, humilde”, de repente se volvía rebelde.
“La 18 quería que vigilara para ellos. Por eso me fui con los niños”. Cruzó al anochecer la frontera de Guatemala, caminando. “Los tres mayores iban más adelantados y yo iba con los dos pequeños de ocho y cinco años. De repente salieron tres hombres. Uno empezó a tocar a la niña. Me hinqué de rodillas y les supliqué que no le hicieran nada. Me agarraron por el pelo, me llevaron fuera del camino. Tuve que hacérselo, con la boca, a dos…. Lo que más me duele es que los niños estaban ahí, delante”. Guadalupe, después de haber estado en La 72 ya no piensa en ir más al Norte, si no en quedarse en Tenosique y ayudar a otros migrantes, a otras mujeres.
Martes, mediodía. Durante la mañana se inician las tareas de cocina. Grupos de jóvenes, recién llegados, con su vista todavía en el camino, no han salido a Tenosique, tienen que conservar su dinero. Conversan, juegan, hacen planes, ríen. Los niños, muchos, ayudan a soportar el tedio, juegan con lo que sea, buscan atención de forma persistente.
“Hemos detectado en los últimos meses un aumento de familias enteras huyendo, de mujeres y niños. La falta de protección y vulnerabilidad de la población migrante y refugiada, aumenta en su caso, la violencia que antes se cebaba en los hombres jóvenes ahora también les afecta a ellos”, explica Ramón Márquez, director de La 72.
Candy Hernández, médica de MSF, lo corrobora: “Vemos lo que podrías esperar de gente en movimiento: llagas, deshidratación, fiebres. Pero también vemos los efectos terribles de la violencia de bandas que los asaltan en el camino para robarles: machetazos, golpes, abusos y violencia sexual. Historias crueles e inhumanas”.
A la una, se retoman las tareas de limpieza, son mucha gente –la 72 tiene capacidad para 250 personas– y hay que colaborar en mantener el espacio. El responsable del centro, Fray Tomás, se dirige al huerto que ha puesto en marcha y que ayudará a mantener llenas unas bocas itinerantes, unas se van pero otras enseguida vienen. A eso de las dos se forma la cola, ordenada, para la comida.
Unos dicen que los asaltadores son mexicanos. Otros, hondureños o salvadoreños. Dicen que las maras también están cerca. “Nosotros íbamos caminando, un grupo de once, siguiendo las vías del tren, tranquilos, era mediodía. Nos salen tres tipos enmascarados, con pistolas y machetes. Nos tiran al suelo, nos atan las manos con los cordones de los zapatos. Nos empiezan a golpear. Mi amigo Denis y yo, con las manos atadas, salimos corriendo hacia el bosque, nos persigue uno. Denis iba delante. Y le dispara. Le da en el costado”, recuerda Joel, hondureño de 33 años.
“Yo pude esconderme. Al rato fui a él, me pidió que buscara ayuda, 'vete, vete, corre'. Murió en el hospital. De los otros del grupo no sé nada. No regresaron al albergue. Dentro de La 72 sí te sientes protegido. Fuera, no”, asegura el hombre, que se confiesa muy afectado por el asalto. “Pero tengo que salir. Tengo tres sobrinos que dependen de mí en Honduras”.
Miércoles tarde. Después de comer, se retoman las tareas, se lava la ropa por turnos, se espera a que lo llamen a uno a voz en grito para correr al teléfono y escuchar una voz familiar. Y cuando el sol deja de apretar tanto, salir al descampado del lado y disfrutar del fútbol, el equipo local contra un equipo de migrantes.
Pese a que a primera vista no se evidencia un rechazo a la población migrante y refugiada en Tenosique, desde el albergue alertan sobre “el discurso cada vez más normalizado de criminalización del refugiado, lo que es muy peligroso en un país como México, que no está preparado, no dispone de recursos, de personal capacitado y sin una estrategia frente a este fenómeno de gente que escapa de la violencia y que sigue encontrando violencia en el camino y en México mismo”, explica Ramón Márquez.
MSF ha alertado de las consecuencias que el endurecimiento de la política migratoria está teniendo para la población que huye de la violencia en Centroamérica y de las consecuencias que tiene el acuerdo entre EEUU y México para que las solicitudes de asilo puedan tramitarse solamente en México, impidiendo a la población centroamericana acceder a EEUU para solicitar la protección internacional debida.
“Más de 100.000 personas de Honduras, Guatemala y El Salvador iniciaron en 2017 los trámites para acceder a la condición de asilado en EEUU. México no es un país seguro para ellos y no está preparado para proporcionar atención médica y protección a la población que huye de la violencia. Forzar a la población a quedarse es condenarles a quedar expuestos a más violencia”, concluye el coordinador general de MSF en México, Bertrand Rossier.
Los que estaban en el pueblo van regresando al albergue, situado en las afueras. El partido hace un rato que se ha acabado. Los recién llegados tienen los ojos como platos, como si no se creyeran haber cruzado la frontera y estar a salvo de momento, después de ser registrados, se acoplan pronto a la rutina. A las siete y media se cena. Las nueve es la hora de ir a la cama. Aquí podrán, por fin, descansar.