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2022, el año de la gran crisis energética que España capeó gracias a la intervención del mercado

Fotografía aérea de la fuga de gas del gasoducto Nord Stream 2 en el mar Báltico frente a Bornholm, en Dinamarca, este martes. EFE/EPA/Comando de Defensa Danés

Antonio M. Vélez

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2022 será recordado por el inicio de la mayor crisis energética desde los años 70, con un desenlace todavía incierto, como consecuencia de la guerra en Ucrania. El cataclismo ha dejado al descubierto las costuras de la política de Alemania y su adicción al gas ruso. España lo ha capeado en mejor posición que la mayoría de países europeos, gracias a una red de regasificadoras única en la UE y a la intervención del mercado eléctrico a través de la excepción ibérica.

2021 ya fue un año loco en el mercado de la energía, con casi una treintena de récords históricos del precio de la luz que palidecen en comparación con los valores que se llegaron a alcanzar en marzo. Entonces, la factura media se situó en la friolera de 143,03 euros, según las estimaciones de la OCU.

Hace un año, las perspectivas para este ejercicio ya eran muy inquietantes y los peores vaticinios se cumplieron cuando las tropas rusas invadieron Ucrania en febrero. El estallido del conflicto se tradujo en una subida exponencial de precios de petróleo, carburantes, gas (sobre todo el gas), y por ende, de la electricidad, por el diseño del mercado mayorista de la luz.

Un cóctel tóxico que hizo explotar los precios, en una espiral alcista que en España tocaría su techo en julio, con el IPC en el 10,8%, la tasa más alta desde 1984. Tras el verano esa dinámica alcista se ha desacelerado rápidamente y en noviembre España se convirtió en el único gran país de la UE donde bajó la inflación.

Solo unos días después de la invasión de Ucrania salieron a la palestra los beneficios caídos del cielo de las energéticas. Ya en marzo la Agencia Internacional de la Energía los cifraba en más de 200.000 millones de euros solo en la UE. En España, el malestar social tuvo su máxima expresión con la huelga de transportistas que paralizó el país en marzo, y que llevó al Gobierno a aplicar una subvención indiscriminada a los carburantes que en enero podría tocar a su fin.

Esta medida fue acompañada de varios anuncios de descuentos extra por parte de las grandes petroleras que ahora han propiciado una investigación de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) a esas tres compañías con capacidad de refino en España: Repsol, Cepsa y BP.

Esas subvenciones, unidas a las bajadas del IVA de la luz o el gas o las ayudas al transporte, forman parte de un esfuerzo fiscal que ha ascendido a 38.500 millones, un 3,2% del PIB, según la última estimación del think tank Bruegel.

Entre las más medidas recientes están los 3.000 millones destinados en octubre a financiar vía presupuestos el tope a las subidas de la tarifa regulada del gas fijado a finales de 2021 y extenderlo a las comunidades de vecinos. Esa medida y la cercanía del invierno provocaron un aluvión de solicitudes y una investigación de la CNMC por los problemas para contratarla.

Para financiar parte de las cerca de 30 medidas desplegadas hasta ahora para hacer frente a la crisis energética, el Ejecutivo lanzó en verano un impuesto extraordinario que actualmente tramita el Congreso y que ha puesto en pie de guerra a las energéticas afectadas, aquellas con una facturación superior a 1.000 millones.

Grandes petroleras y eléctricas, que han disparado beneficios este ejercicio (solo hasta septiembre, las cinco grandes han ganado más de 10.000 millones, un 41% más), han anunciado que recurrirán el gravamen, que ya han diluido en el Congreso vía enmiendas los nacionalistas vascos y catalanes al dejar fuera de la tasa al negocio regulado fuera de España.

Ese impuesto se anunció semana después de la entrada en vigor en junio del tope al gas, una intervención extraordinaria del mercado eléctrico que España y Portugal lograron arrancar en la UE con el argumento de su escasa interconexión energética con el continente.

Las eléctricas trataron de tumbarlo en Bruselas, con algún exabrupto posterior del primer ejecutivo de la mayor eléctrica española, Iberdrola, llamando “tontos” a los consumidores acogidos a la tarifa regulada, el precio voluntario al pequeño consumidor (PVPC).

El mecanismo ideado para evitar que el gas siguiera contaminando el mercado mayorista ha mostrado este mes de diciembre su mejor cara. Los consumidores españoles han logrado un ahorro récord con lo que el PP llegó a calificar de “timo ibérico”. Mientras, los precios de la electricidad se descontrolaban al norte de los Pirineos. A pesar de los múltiples obstáculos y de la presión de Alemania, tras meses de debates los países de la UE consiguieron aprobar un tope de gas a nivel europeo en diciembre, cuyo funcionamiento está en duda ya que el techo a la cotización de esa materia prima se ha puesto en 180 euros.

El tope al gas del mercado ibérico tiene contrapartidas y, para darle su visto bueno, la UE obligó a España a reformar el PVPC, que en enero debería estar vinculado a referencias a futuro para hacerlo menos volátil.

Esta crisis ha dejado al descubierto el lado perverso de esta tarifa (indexada a la cotización horaria del mercado mayorista). También ha sacado a la luz las carencias de muchos sistemas eléctricos europeos. Empezando por Francia, tradicional exportador de energía que lleva meses arrastrando graves problemas en un tercio de su envejecido parque nuclear.

Esta situación ha colocado al país vecino en la diana de posibles cortes de suministro este invierno, en una sucesión de alertas que no ha afectado a España y que ha puesto en guardia a buena parte de la UE. En verano, ya antes del corte de los envíos de gas ruso a través del gasoducto Nord Stream, que en septiembre fue objeto de sabotajes no esclarecidos todavía hoy, los socios europeos acordaron una reducción de su demanda de gas del 15%. España logró modular ese recorte a menos de la mitad dadas sus especiales características, con un tercio de la capacidad de regasificación de toda la UE.

Con Estados Unidos aprovechando la crisis para disparar sus exportaciones de gas natural licuado (GNL), y con el precio de esta materia hundiéndose en octubre por el rápido llenado de los almacenamientos en Europa, el otoño ha sido mucho más tranquilo de lo previsto hace solo unos meses, pero Bruselas insta a no bajar la guardia y hace unos días urgía a prepararse ya para garantizar el suministro de gas para el invierno de 2023.

España ha encarado esta situación con una holgura mucho mayor que otros países, pese a los pronósticos apocalípticos de algunos sectores tras el inesperado giro promarroquí de Pedro Sánchez sobre el Sáhara y el enfado de Argelia, tradicional proveedor clave de gas, que ha seguido cumpliendo sus compromisos.

Caída de dogmas

La gravedad de la crisis energética ha hecho caer viejos dogmas, con decisiones impensables hace años: de la aprobación de la excepción ibérica a la prometida reforma del mercado marginalista europeo que España lleva más de un año reclamando, o la puesta en marcha de un tope al precio del petróleo ruso por parte de la UE y el G7. O la oleada de rescates de energéticas europeas, con la nacionalización total de la francesa EdF o las gasistas alemanas. Este año también será recordado por el abandono del tratado que blinda las inversiones en energías fósiles por parte de los principales países de la UE, España incluida.

La sacudida de la crisis va a propiciar la apertura de infraestructuras concebidas en los años del boom que nunca se utilizaron, como la regasificadora de Gijón, y ha propiciado el anuncio de un aumento de capacidad adicional de regasificación en la UE de 195 miles de millones de metros cúbicos de gas que podrían entrar en funcionamiento hasta 2026, según las estimaciones de Global Energy Monitor. Todo ello a pesar de que la Ley Europea del Clima y los planes REPowerEU de la Comisión Europea implican reducciones de la demanda de gas de la UE del 35% y el 52% respectivamente para 2030. 

Y la crisis también desenterró un viejo proyecto olvidado, el del gasoducto Midcat a través de los Pirineos. Tras la negativa de Francia a construirlo, se alcanzó un acuerdo político entre España, Francia y Portugal para lanzar un corredor de hidrógeno verde que conectará Barcelona y Marsella a través del Mediterráneo. Con un coste total estimado en cerca de 3.000 millones, el proyecto no estará listo hasta 2030. Todavía afronta interrogantes y España espera que la UE sufrague hasta el 50% de la inversión.

Mientras, la derecha ha aprovechado la coyuntura extraordinaria para pedir la resurrección de la fractura hidráulica o fracking, pese a que no solucionaría esta crisis energética, o pedir que se revoque el calendario de cierre nuclear pactado con las eléctricas. Algo que rechaza de plano el Gobierno, que este año ha renunciado definitivamente al proyecto de construir un almacén temporal centralizado de residuos nucleares (ATC), con la vista en el futuro almacén geológico profundo. En cualquier caso, faltan todavía cinco años para el apagón del primer reactor en 2027.

Otra de las consecuencias de esta crisis es la de haber sacado a relucir las ventajas de las renovables y el enorme potencial que tiene España en este campo, que puede otorgar al país una ventaja competitiva inédita en décadas, en un contexto de relocalización industrial tras la traumática experiencia de la COVID.

Este 2022, España ha copado un tercio de los acuerdos bilaterales de compra de energía renovable (los conocidos como PPA) firmados en Europa, según estimaciones de la consulta Pexapark. También ha continuado y ampliado la explosión del autoconsumo eléctrico. Y, gracias a sus privilegiadas condiciones para las renovables, se ha convertido en un hervidero de proyectos de hidrógeno verde, llamado a ser el gran vector energético de futuro, según la UE.

Esta tecnología tiene un presente todavía incierto y entre las iniciativas destaca la inversión multimillonaria que la naviera Maersk podría concretar en España en los próximos meses para suministrarse de metanol verde.

Entre los retos inmediatos que afronta el Ministerio para la Transición Ecológica está el del creciente rechazo social en algunas zonas a la instalación de grandes plantas de energía renovable. O decidir el futuro de los miles de megavatios (MW) verdes que van a perder su permiso de conexión el próximo 25 de enero si para entonces no tienen concedida declaración ambiental favorable.

La Administración está siendo incapaz de gestionar la avalancha de expedientes. Y esto puede derivar en reclamaciones de responsabilidad patrimonial de las empresas que pierdan las garantías depositadas una vez expiren esos permisos.

En un entorno de altísima volatilidad e incertidumbre, tipos de interés al alza y encarecimiento de equipos, el ejercicio ha estado marcado por el fracaso de la última subasta de renovables, celebrada en octubre. Había 3.300 MW en liza, pero no atrajo a los inversores por los bajos precios ofrecidos.

Entre los muchos daños colaterales de esta crisis va a estar, previsiblemente, un nuevo incremento de la pobreza energética, pese a los sucesivos refuerzos del bono social y las medidas de acompañamiento aprobadas. También se ha quedado en el camino alguna operación corporativa como el troceo de Naturgy, anunciado pocos días antes del estallido de la guerra y que se ha quedado por ahora en el congelador.

Y ha quedado aparcado el fondo para sacar el coste de las primas a las renovables de la tarifa y cargarlo al conjunto del sector energético, planteado hace ya dos años, al igual que el mecanismo para detraer los ingresos extra de las eléctricas por la subida de los derechos de CO2.

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