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Bernedo no es un caso aislado, es una historia más de desprotección
Lo que ha sucedido en el campamento de Bernedo no es una excepción ni un hecho puntual. Es una historia más —una entre muchas— de violencia y desprotección que viven niñas, niños y adolescentes en espacios que deberían ser seguros. Es el reflejo de un sistema que, demasiadas veces, falla en lo esencial: prevenir, proteger y escuchar.
Las denuncias de las familias, los testimonios de menores y la respuesta institucional no solo evidencian que realmente en la práctica la protección a la infancia no ha sido una prioridad. Cualquier actividad que involucre a la infancia debería desarrollarse en un entorno que cumpla con unos requerimientos mínimos exigidos por las entidades o instituciones públicas correspondientes. Los hechos recientemente conocidos revelan no solamente un entorno inseguro durante la celebración de los campamentos de verano, sino que evidencian esa falta de exigencia y seguimiento institucional necesario.
Siguen existiendo muchas situaciones de violencia contra la infancia en nuestra sociedad. Y sigue habiendo muchas violencias que no se denuncian. Algunas porque se han normalizado tanto que ya no se reconocen como tales. Otras porque duelen demasiado, porque cuesta ponerles palabras, porque el miedo o la vergüenza las silencian. Y muchas porque quienes las sufren no encuentran personas adultas que les escuchen, que les crean, que les protejan y las acompañen en un proceso que no es sencillo.
Algunas reflexiones concretas sobre el caso de Bernedo desde una perspectiva de derechos de infancia:
1. Falta de supervisión institucional. Ninguna administración vasca supervisó la actividad del campamento previamente a su celebración, ni dió seguimiento a situaciones previamente denunciadas. Y esto es grave. La legislación estatal y autonómica exige vigilancia activa en cualquier espacio en el que se trabaje con personas menores de edad. No cumplir con la obligación de supervisar en el fondo es una forma de permitir.
2. Prácticas que vulneran la intimidad y el pudor. Duchas mixtas obligatorias, monitores desnudos, juegos humillantes como chupar dedos o cocinar sin ropa… No son dinámicas educativas. Son acciones que violentan y que pueden dañar el bienestar de un niño, niña o adolescente. La ley lo dice claro: hay que proteger la intimidad, la integridad física y moral, y evitar cualquier trato degradante.
3. Falta de intervención preventiva. Alguna educadora o educador de varias personas menores de edad en situación de protección foral en Gipuzkoa conoció por boca de alguna de ellas las situaciones de agresiones vividas en ediciones anteriores del campamento. Se avisó a la Ertzaintza hace un año y se comenzó un periodo de investigación sin que se tomase ninguna
4. Ausencia de comunicación interinstitucional y exposición a riesgos. Si algún departamento de alguna institución pública tenía conocimiento de esta realidad y se había presentado denuncia a la Ertzaintza, llama la atención de que no se comunicará internamente dentro de la institución, ni se hiciese externamente a otras administraciones que pudieran estar concernidas. Todo ello con un único fin y es que mientras hay abierto un proceso de investigación ante supuestas situaciones de agresiones sexuales, hubiese sido fundamental establecer alguna medida provisional para no celebrar este campamento con la entidad y personas que están en investigación. Dicha ausencia de una medida provisional ha podido suponer exponer a riesgos a las personas menores de edad que han acudido en posteriores ediciones.
5. Ausencia de protocolos de protección. No había canales seguros para que las personas menores de edad pudieran contar lo que vivían y les dañaba de una manera inmediata dentro del campamento. ¿Había nombrado oficialmente una persona responsable de protección a la infancia en la entidad? ¿Todos los monitores/as contaban con el certificado negativo de delitos sexuales al día? Son preguntas que quedan en el aire.
6. Normalización de dinámicas violentas. Juegos que simulan persecuciones con palos, agresiones como lanzar cazuelas, control físico… No son parte de un entorno educativo. Normalizar situaciones de violencia vistiendolas de procesos educativos que se ofertaban a la infancia no solamente es condenable, sino que puede sustentar otros tipos de violencia escalables.
¿Qué deben exigir las familias? Para que un campamento sea realmente protector, las familias pueden fijarse en:
- Un programa educativo claro y accesible.
- Una política de protección infantil real y aplicada.
- Privacidad e higiene garantizadas.
- Supervisión externa y transparente.
- Un equipo profesional formado y con experiencia.
- Participación infantil activa y respetuosa.
La implementación real de las leyes que protegen a la infancia como escudo protector.
La LOPIVI, la Ley Vasca de Infancia, la estrategia vasca para la erradicación de la violencia contra la infancia no son solamente textos legales. Deben ser herramientas para prevenir, detectar y actuar ante cualquier forma de violencia. Las familias deben exigir su cumplimiento. Las instituciones deben garantizar. Y las entidades que trabajan con menores deben respetarlo.
Lo ocurrido en Bernedo (aunque no sea desgraciadamente excepcional) debe servir como punto de inflexión para la implementación verdadera de medidas de seguimiento y fiscalización de las actividades en las que participan personas menores de edad por parte de las Administraciones Públicas. Todas las actividades que proliferan especialmente en verano, vacaciones o aquellas actividades extraescolares donde la infancia invierte gran parte de su tiempo deben cumplir con unos requerimientos mínimos en materia de protección a la infancia. Y cumplir con ellos debería ser condición sine qua non para su celebración.
Porque proteger a la infancia no es una opción: es una obligación legal, ética y humana.
Y una verdad incómoda que no podemos ignorar.
Hay muchas violencias que no se denuncian. No porque no duelan, sino porque duelen demasiado. Porque a veces se disfrazan de juego, de costumbre, de “así se ha hecho siempre”. Porque hay niñas, niños y adolescentes que no saben cómo contarlo, que no encuentran a quién, o que temen no ser creídos.
Y también porque hay agresiones tan profundas, tan invasivas, que cuesta incluso ponerles palabras. El silencio no siempre es olvido. A veces es miedo. A veces es protección. A veces es supervivencia.
Por eso necesitamos entornos donde la infancia se sienta segura para hablar. Donde haya adultos que escuchen sin juzgar. Donde cada gesto, cada mirada, cada palabra construya confianza. Porque solo así podremos ver lo que hoy permanece oculto. Y actuar antes de que sea demasiado tarde.
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