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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

¡Qué bien vives, chavala!

El movimiento feminista volverá a salir a las calles el 8 de marzo contra "un modelo social insostenible"

Pablo García de Vicuña

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Probablemente sea una de las frases que más veces oí en casa. Así se manifestaba mi padre, un hombre bueno que murió en esa época en la que las costumbres masculinas no eran nunca cuestionadas. El comentario era su respuesta habitual cuando mi madre –trabajadora por cuenta ajena, como él, y a tiempo doméstico completo, no como él- mostraba malestar por algún trabajo, alguna acción simple, no considerada por su marido.

La escena vívida en la memoria, tantas veces repetida, apenas sufría variación: escuchada la queja correspondiente, mi padre, exaltado por naturaleza, rompía en exclamaciones que paulatinamente suavizaba con recomendaciones, para terminar con frases lapidarias como la que titula este artículo. Curiosamente, mi madre, arrepentida por haber iniciado un pequeño conflicto, le sonreía amorosamente y tras un fugaz beso continuaba con sus interminables tareas.

Nadie cuestionaba en casa la situación. Era tal la fuerza del argumento machista protector del hombre sobre la mujer que incluso en una situación totalmente contraria, como era la que se daba entre mis padres -ella, pendiente 24 horas de toda la familia-, callábamos y aceptábamos la máxima.

He recordado muchas veces aquellos silencios cómplices nuestros que permitían gestos aparentemente intranscendentes, pero cargados de ironía descarnada hacia la mujer: mi padre, durante la sobremesa, plegando concienzudamente su servilleta y repitiendo su cancioncilla “No te quejes; ya te he ayudado a recoger”. Después, se encaminaba hacia la siesta, mientras mi madre lo hacía hacia una fregadera repleta de cazuelas y platos.

El resto de la familia, a sus cosas, pasando apuntes, viendo algún programa televisivo o ultimando la cita de la tarde con la cuadrilla. Nuestros quehaceres personales ignoraban totalmente cualquier ayuda hacia nuestra madre, salvo que estuviese enferma, cuestión que sólo en contadas ocasiones se produjo. Nunca dudamos de su capacidad para asumir todas las obligaciones que descargamos sobre ella.

Únicamente, en remotísimas situaciones, cuestionamos la autoridad paterna y, entonces, tenía más que ver con denegaciones a peticiones juveniles que con reivindicaciones solidarias maternas. El statu quo era sólido y aceptado por el entorno familiar.

Hoy es fácil disculparse con el socorrido “Eran otros tiempos” y justificarlo todo. Nuestro egoísmo, pereza o ignorancia y, especialmente, nuestra indiferencia fueron decepcionantes. En aquel tiempo tan revolucionario, cuando llenábamos las habitaciones con pósters del Che, John Lennon o a la Libertad guiando al pueblo, no pensábamos en la liberación de la mujer. Mientras leíamos a Sartre, Orwell y Saint Exupery, ignoramos a Woolf, Arendt, Beauvoir. Escuchábamos hasta dolernos los oídos a Quilapayún, Jara y Aute, pero no ha sido hasta la llegada de Rozalén, Amaral o Rosana cuando hemos aceptado a cantautoras con mensajes reivindicativos. Algunos no apreciamos las inquietantes letras de Cecilia hasta que fuimos conscientes de su trágica muerte.

Vivíamos en un mundo de, por y para el hombre; y vivíamos bien, a gusto, ignorando las inquietudes de la mitad de la población. Pocas eran las personas que cuestionaban aquel imperio de machos. No lo hacía la escuela, que comenzaba a abandonar lentamente la segregación por sexo en las aulas. No lo hacía la universidad, despreocupada de la presencia femenina en las carreras técnicas. Ni, por supuesto, las fábricas, reductos de hombres curtidos en mil batallas sindicales, donde las mujeres quedaban relegadas a labores administrativas o de servicio. Tampoco ayudaban unos medios de comunicación que mantenían los valores de fortaleza, rudeza y control para el azul, mientras asignaban anuncios y programas a la belleza, pragmatismo y ternura para el rosa.

De ahí la esperanza que el feminismo supuso para miles de mujeres y para unas decenas de hombres desnortados. Trabajar para modificar costumbres siempre es una tarea titánica, sólo al alcance de quienes se sienten verdaderamente oprimidas por la situación de injusticia social en la que vivían. De ahí nació la conciencia de unirse, de fortalecerse en la debilidad y la asunción del cambio necesario que combatiera aquella sociedad machista española.

Y esa lucha fue y sigue siendo encarnizada. Quien más está en entredicho –el valor masculino, se entiende- se defenderá como gato panza arriba, pretendiendo suavizar las reformas. Y no ahorrará esfuerzos en la empresa, con tal de que la variable cultural no le cambie de signo y se convierta en desfavorable. Por ejemplo, en la utilización partidista del lenguaje, como ocurre a la hora de distribuir cualidades o defectos según el sexo que los detente.

Ritxar Bacete, en su libro “Nuevos hombres buenos” (Península, 2017), lo define perfectamente en el siguiente párrafo:“(…) ha llegado hasta nuestros días la percepción de que cuando una mujer es activa, es nerviosa, mientras que si es un hombre, es inquieto; cuando un hombre es sensible es afeminado, y si es mujer, delicada; la mujer temperamental es histérica, mientras que el hombre es apasionado; si ella es prudente, se la define como juiciosa, si lo fuera él, sería débil; si una mujer no se somete es catalogada como agresiva, mientras que el hombre sería fuerte. Cada comportamiento ha sido definido desde una perspectiva ”matrixcial“ de género, por lo que, para no sufrir los castigos sociales que supone no tener el comportamiento adecuado a cada género y recibir los premios de la adscripción a la norma, terminamos ejecutando el programa sexista que nos han inoculado, alcanzando niveles de éxito socializador incuestionables.

Afortunadamente, la situación –consecuencia de esta lucha por el poder del género- está cambiando, aunque mucho más rápidamente por parte de la mujer que del hombre. Marina Subirats en su imprescindible obra “Forjar un hombre, moldear una mujer” (Aresta, 2013) nos recuerda aquella certera frase “Los hombres buscan unas mujeres que ya no existen; las mujeres buscan unos hombres que todavía no existen”.

Por ello, conviene no bajar la guardia respecto a esas tendencias latentes de retorno al pasado para que todo siga igual, que preconizan algunos. Siguiendo a la socióloga catalana, diremos que necesitamos eliminar los modelos de género y abrir todas las ventanas a las capacidades de cada individuo, hombre o mujer; necesitamos reinventar la educación y llevarla por los caminos de la coeducación y las emociones. Sólo así las personas seremos más libres, más felices y ayudaremos a construir un mundo mejor.

En aquellos años juveniles había también otras frases lapidarias en el argot paterno (“Se te da mejor que a mí”, “En el fondo, te gusta hacerlo”) para justificar lo que Bacete define como “excusología masculina de las tareas domésticas”. Tales frases servían para que el hombre rechazara los cuidados domésticos y personales y dedicara el tiempo a actividades más públicas, mejor remuneradas, más satisfactorias para el ego masculino. En ocasiones, las menos, mi padre -a todos los efectos, un perfecto y respetado hombre de izquierdas- podía referirse a su mujer como “reina de la casa”, pero incluso entonces, sonaba más a exageración que a reconocimiento sincero de su valía. Nuria Varela (“Íbamos a ser reinas”) espanta tales piropos con energía; retira el elogio certeramente cuando indica que ni reina del hogar ni de corazones ajenos; la mujer lo que quiere es tener el derecho a ser reina de su propia vida, en todo momento, en cualquier lugar.

Han pasado varias décadas desde que se produjeron los hechos ahora recordados, pero el mundo no ha cambiado tanto –ni para mejor- como cabría esperar. El capitalismo se ha convertido en la ideología única, incontestable; las redes sociales han percutido en nuestra intimidad, acrecentando un individualismo sofocante; continuamos devastando nuestro medioambiente hasta límites extenuantes y perduran rasgos alarmantes de un machismo que busca en su transformación la forma de sobrevivir.

Demasiadas alertas que siguen activadas y requieren, por tanto, de personas convencidas de que transformar nuestra visión de la vida es posible; personas apasionadas de promover el mensaje de que otro modo de hacer las cosas debe intentarse por el bien de la humanidad. Y la educación, sí, también aquí la educación tiene algo que ofrecer. Desde una práctica innovadora, radicalmente activa y participativa que enseñe y transmita el sentido de lo humano, en cuanto a ser único, irrepetible y no sólo como individuo productivo. Una educación que haga del respeto a la persona que tenemos a nuestro lado una máxima que le permita su desarrollo personal, social y cultural completo. De conseguirlo, nadie más que ella misma dirá aquello de ¡Qué bien vivo, ahora!

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